martes, 5 de marzo de 2013

MERODEANDO A... El parado (Narciso de Alfonso)

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Viene a ser que nos han acostumbrado a buscarnos la vida, a buscar la vida –y a veces a encontrarla- en la marcha activa, que consiste en no pararse, en no estar parados, en no soltar nunca la faena ni el ajetreo, el curro, los asuntos que llevamos entre manos, el ir y venir: no pararnos ni bajarnos nunca del carro al sucio asfalto ni al tiempo detenido, que son pegajosos, peligrosos como el negro alquitrán en verano, en el que uno se va hundiendo como en las arenas movedizas. 

Por eso el parado no se para, sino que lo paran y, además de quedarse tieso –más tieso que la mojama-, se le van tordulando los hurgalios y, más tarde, se le espejunan los orfelunios: o sea, lo dejan aparcadito en transversal en un mundo que corre en paralelo, o sea, abandonado en un sector –complementario o suplementario, es igual- sobrante de sí mismo y, lo que es peor, sobrante de todo los demás. 

El parado no se ha caído, sino que lo han tirado del cartel, vestido con el traje de luces, con montura y todo, hala, a casa, que sobra gente, y se ha esmorrao contra el cemento, qué más da que se estuviera dejando en el currelo más de una vértebra al año, las rodillas, la cadera, el alma y los cojones, que los tiene grandes como el abuelo. 

Así va haciendo negro hasta sacar espuma y va pensando en cómo comerse la luz, sin escupir ni los huesos: a veces, para ver la realidad basta con romper la pantalla del televisor, pero otras veces hay que romperse la pantalla de la mismísima cara. Y además, necesita sentir que está vivo, que aún está en la vida o que le importa a alguien, aunque sea a la policía.

No sabe qué hacer con tanta hoguera apagada, con tantos kilos de ceniza entre el corazón y las entrañas, con tanta asfixia. Y la prisa, porque el parado ya no tiene velocidad, pero tiene mucha prisa tonta; y la ropa fría que ya no huele a piel, sino a moho; y la boca seca; y el día entero por delante, la semana, el mes, la vida entera por delante; con olor a moho, a vacío, a dolor; con una piedra en la cintura, con todo el peso sin sentido de la carne tiesa.


Narciso
El Merodeador, III



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