miércoles, 24 de julio de 2024

JOHN MAYALL EN EL POLIDEPORTIVO DEL PARQUE DE ZARAGOZA, 1973 - CRÓNICA LITERARIA

 


Ahí estaba Román, Román H., el pobre Román, ¡Chicolini-Chicomarx!,  con su tienda de discos.  Nada se resiste a... Imedio.  Es la base de toda unión.  Ahí estaba, pegando el cartelito del concierto en la puerta, con el Heraldo y el Aragón Express del quiosco del soscheposo Celedonio soplándole en la oreja.  Y él, el quiosquero, con el gatito fru-fru haciéndole ochos entre las piernas.  Los dos, el gatito y el chepudo, mirándole, jodiéndole.  Y yo, te la vas a cargar, Román; la puerta, que te la vas a cargar, eso es mejor con celo.  Ya lo sé, ya lo sé pero se me ha acabado y no quiero dejar la tienda sola. ¿No te fías de mí, eh? No, para vender discos no, ni loco. Ah, ya, que no es porque te vaya a quitar nada sino porque espantaría a los clientes, ¿eh?  Sí, más o menos.  Pegamento Imedio, con sus especialidades para cada caso.  Además, ya lo he hecho otras veces y nada, no pasa nada, rascas luego el cristal y listo. Pegamento Imedio banda azul, banda roja, banda verde (dos componentes) banda blanca, banda amarilla, plex imedio, plast imedio, goma el mago, vencekol, disolución imedio y cinta adhesiva imedio.  Y es la quinta la quinta vez que se despega en lo que llevamos de semana, que no, que esto es mejor que el celo. Imedio no es sólo un pegamento, es pegamento y medio.

Incomprensible pero aquel mismo día, aquella misma tarde, un fiera del blues daba un concierto en el Salduba: John Mayall, nada menos que John Mayall en la Zaragoza del franquismo.  ¿Quién se ha vuelto loco?  Estos accidentes no eran normales, de hecho fue el único. Y Román ahí, organizando los discos, soportando estoica-mente, sosteniendo, sujetando la situación,  en su tienda  menguada por el quiosco de Celedoniososcheposo, el jorobado encorbatado del gatito negro frufrú que hace ochos,  frufrú, entre sus piernas o le pega buenos lengüetazos al plato de leche, plas-plas-plas.  Algún día le daré dos ostias bien dadas.  Y yo tan feliz, sin enterarme de nada, los auriculares a toda pastilla.  Anda, lo último del Clapton. Al scherif, Hay que matar al Scherif, yes, yes, yes.  Buena, buena versión del tema (ahora se dice tema) del tema del jamaicano, el rastafari aquel del que todo el mundo hablaba pero nadie conocía. Y qué voz, qué voz la de la Elliman, ¿eh?, la vietnamita esa con aquellos ojos que me recordaban a los de Zenaida, pero ni de lejos, más quisiera la Magdalena esa de Jesus Christ Superstar. ¿Has oído, has oído ésta, Román? ¿Cuál? La del Sheriff,  Hay que matar al Sheriff.  ¿Al Sheriff?  Al cabrón ese del cheposo, a ese hay que matar, nos ha jodido, y al ayuntamiento en pleno. Y yo cambiaba de tercio, no se fuera a esca-par alguna bala perdida que me diera a mí.  Pero enseguida, hmmm, lo que yo esperaba, el milagro de cada día: Zenaida, que para eso iba yo a la tienda, para qué si no, ¿para oír al Clapton? Ni de coña: Zenaida, Zenaida era lo único que me importaba. Sabía, conocía todos sus movimientos y la hora exacta en que la chinita aparecía por allí, momento en el que yo me plantaba en el mostrador, a lo plastafari y con un chicle en la boca para alejar el espectro del pánico con motín de esfínteres, masticándolo ostensiblemente, siguiendo el ritmo del Clapton, la cabeza muerta abandonada al ritmo espasmódico del cuerpo, los brazos sueltos también, libres, como Lucinda en el Suprema con el Joe Cocker a la sinfonola (mad dogs & englishmen).  Y los ojos cerrados, como Lucinda también, pero con un resquicillo entre los párpados para observar el efecto de tal guisa en Zenaida. Esperando que no se me notara el temblar de las otras extremidades, las piernas, bueno siempre podría parecer una pose estudiada de electrocutado.  Todo un poema.  ¿Zenaida? Anda, qué casualidad, tú por aquí, qué, ¿has visto, has visto? por fin tenemos nuevo álbum del Clapton. Anda calla, calla, que no sabes cómo andan todos con lo de doña Laura, hace un momento he visto a Adolfo, Zenaida le llamaba Adolfo,  a secas, sin don; menuda cara llevaba, iba a la comisaría, por lo visto tiene que declarar, que anda que no le ha venido bien ni nada al Irascible todo esto, al menos eso dicen, y  que ya nos podemos preparar, todos, todo el barrio, que con lo de doña Laura se abre la veda, eso, eso están diciendo por ahí.  Y Román, pretendiendo distraer a Zenaida, bueno hija, tranquila, a nosotros qué nos importa, tú, tranquila, a tu marcha,  nosotros a nuestra marcha. ¿A nuestra marcha? Si la gentuza esa...  Y yo la interrumpí; atizado por la mirada que me lanzaba Román, le pasaba la carpeta del Clapton a Zenaida como si fuera diseño mío, sí como esos que te mandan una postal y se piensan que la foto la han hecho ellos, igual.  ¿Has visto, Zenaida, has visto que distinto está el Clapton, con el pelo rapado y esa barba corta?, también yo me voy a dejar una barba así... ¿sabes?  Y mastico el chiclet con más fuerza, como los americanos, como el negro aquel del Stork-club que magreaba a la Momi, la madre de la Charito Rosales, antes de que se liara con el Bártol, a media luz pero delante de todos, igual.  ¿Y el pelo?, por fin, por fin la voz de Zenaida,  otra vez la voz de Zenaida, voces de Zenaida. ¿Y el pelo? ¿Y el pelo, ha dicho? Pero qué dice, qué está diciendo: el pelo; qué Zenaida, qué dices del pelo, que si también te lo vas a cortar así.  ¡¡Horreur!! Mi melena como natural, como abandonada;  que tanto tiempo de no-peluquería me había costado, pues figúrate: desde que abandoné a los curas...  hombre, Zenaida, por Dios, el pelo, el pelo...  Pues estarías mejor, seguro, esos pelos que llevas, esos pelos...  a los hombres no os favorecen nada.  Dejo de mascar de golpe y por poco me trago el chicle. ¿Que no nos favorece el pelo largo... ? Y, bueno, que sí, que ya ha oído el LP y que le gusta, pero que tampoco es para tanto. Que es mucho mejor otro que ha sacado al mismo tiempo, el de blues: “I was here”.  El inglés, pienso, ¡ya estamos aquí!  Cómo lo ha pronunciado:  ay güás jiére...  ¡táma ya!.  No sabe inglés, casi nadie sabemos, pero tiene más idea que yo, está claro.  Será por los discos.  Intento reponerme y vuelvo a masticar el chiclet ostensiblemente:  ¡Ah! Ya, sí, ay güás jiére, lo he oído... ―mentira―. Pero éste, el del Scheriff tampoco está nada mal, ¿eh, Zenaida?, que no sólo de blues vive el hombre, ¿eh? ¿eh? Y nos reímos los dos, pero yo con risa estúpida y temblorosa porque la chinita me vuelve loco.  Como Román me miraba satisfecho, aprovecho el lance: oye, Zenaida, y digo yo que... y digo yo que por qué no te vienes al concierto, es pronto, a las siete, míralo, a las siete, y señalo el cartelito de la entrada el pegado con imedio que casi oculta el Aragón Express del cabrón del quiosco.  Román me mata con la mirada pero no tiene salida, como yo, tampoco yo tengo salida porque ahora todo depende de Zenaida, de la voluntad de Zenaida. 

Y Zenaida dijo sí y apareció con unos levis strauss claros de pana, bien ajustaditos, y un lacoste azul marino. Y allí nos presentamos, a las cinco en punto, dos horas antes, con todo el calor del mundo.  Todo para los dos, para Zenaida y para mí.  Los primeros o los quintos, que había que coger buen sitio. Y ¿eso?  Qué va a ser, Zenaida, una cámara de fotos, de Bernardo, de tu tío, la he cogido en el estudio.  Y masco chiclet haciéndome el interesantico. Hombre, eso ya lo veo, ya veo que es una cámara de fotos, pero ¿para qué la has traído?  Joer, pues pa ver si cazo al Mayall; bueno y, ya que preguntas, click, foto que te pego querida Zeni... apunté hacia ella, enfoqué y, toma ya, la primera.  Ahí queda eso. Qué guapa, pero qué guapa ha tenido que salir, y con qué sonrisa...  Zenaida era seria, seriecita y eso me gustaba, y me di cuenta de ello arriba, en la torre-faro de muestras, yo la miraba a ella y ella al Gol de Jerusalén.  Seria, sí, que una mujer seria esconde más, como que tiene más misterio.  No como otras que es como si las tuvieras siempre desnudas y a tu disposición, esas juerguistas y dicharacheras,  como la Charito Rosales, pongamos por caso.  Claro que con la sonrisa de Zenaida me moría también, interesante por excepcional. Zenaida estaba impresionante de cualquier forma, con cualquier gesto.  Cualquier movimiento facial era un regalo divino. Todo le sentaba bien, la cosa más horrible parecía hermosa junto a ella, con ella, sobre ella, bajo ella.  Incluso... ¿yo? Clic, toma ya, la segunda; qué tontaina eres, hijo.  Y  por poco se me cae la cámara al enfundarla.  El Salduba era el polideportivo del parque, estaba en lo más hondo, a la orilla del Huerva.  Era el cielo, desde aquel día el Salduba fue para mí un trocito de cielo como la torre-faro de la feria de muestras. Zenaida y yo juntos toda la tarde, ¡toda!  Zenaida y yo solos,  bueno con tres mil personas más pero ¿no dijo alguien que la soledad donde más claramente se palpa es entre multitudes?.  Me gustaba el Mayall claro que me gustaba, pero aquella tarde lo que menos me importaba era él. Sólo Zenaida, Zenaida y nadie más, bueno, Zenaida y yo. How can I tell you that I love you, I love you, But I can’t think of right words to say.   ¿No hemos venido muy pronto? Media hora y aún no habían abierto. Y, de repente, por arriba, por el parque, aparece un wolkswagen, un escarabajo de esos de colores chillones, con flowers, peace & love.  Hippie total.  Para y surgen de él unos melenudos zarrapastrosos. Estos sí que eran de verdad, y no de cartón piedra como el Sito y la Luci.  Extranjeros, sí, no había duda; que, además, uno era negro. Venían hacia nosotros, hacia la fila de cuatro, junto a la entrada, a mí que me registren que no he hecho nada.  Uno rubio, chupado y desgarbado, con una pierna enyesada, nos saludó, hello.  Contestamos todos, yo, tímidamente, también, hello.  Técnicos, seguro.  Y en la cola una voz, coño, pero que es él, coño, el de la pierna, que es John Mayall. Sí, es cierto, parece John Mayall, pero imposible. Las estrellas no van así por la vida, claro que ¿quién de los de allí había visto alguna vez a una estrella?  A mí que me registren, ¿eh, Zenaida?  A mí solo me importaba mi chica, my baby, clic, tóma, y van tres, ¡John Mayall, por aquí, pasando ante nuestras mismísimas narices!  No si parecerse se parecía, era clavado al de las carpetas de los discos pero, anda ya, cómo va a ser el Mayall en persona, así, delante de nuestras narices.  Y qué coño, a mí qué me importa, que yo sólo estoy atento a mi chica, a su carita de niña, baby face, que por cierto, sí, ella sí parecía impresionada, ¿sería de verdad el Mayall?  Sí, con la pierna escayolada, seguro, anda ya.  En todo caso también yo me quedé un momento sin masticar con cara de idiota, más aún si cabe. Miré de reojo a Zenaida, por si me había oído el hello aquel bajito y tembloroso, por si había notado mi debilidad y volví a mascar chicle con fuerza  como si me hubiera  limitado fríamente a ser cortés con el extranjero aquel.  Los hippies melenudos y extranjeros golpearon la puerta, se abrió y desaparecieron. Que sí, decía uno, que era John Mayall. ¿Con la pierna escayolada?  ¿Y va a actuar con la pierna escayolada, eh, con lo señoritos que son estos tíos y la pasta que tienen? Podías haberle sacado una foto. Qué coño, Zenaida, que no, que no era John Mayall, para qué voy a desperdiciar carrete con un cojo zarrapastroso. Aunque no lo fuera, aunque no fuera John Mayall los tipos esos son muy curiosos, te hubiera quedado bien.  A ver, Zenaida, a ver que me aclare, ¿no decías que los pelos largos no nos sientan bien a los hombres? Perdona pero no te estoy hablando de tíos guapos sino de una fotografía distinta, interesante.      Sí, claro, es verdad, tenía razón, Zenaida siempre tiene razón. Entiendo, entiendo, dije en alto; y, hala, otra vez a darle al chicle, pero de paso, clic, venga, la cuarta, por hablar y, encima, tener razón.

Abrieron casi a las seis y nos hicimos con dos sillas en la primera fila. Buen recibimiento, nos dieron un folleto con la fotografía del Mayall, pues sí que se parece al rubio zarrapastroso aquel, y una nota biográfica de los miembros de la banda.  La fotografía era la misma del cartelito de la tienda de Román y de los muchos pósters que había colgados por el escenario detrás de los  amplificadores. Había merecido la pena esperar, ¿lo ves, Zenaida?, tú hazme caso. Seguí haciendo el mono toda la tarde y Zenaida riéndose. El Ruso, que liga mucho, me dijo una vez que si uno es gracioso lleva mucho ganado, pero hay que ser gracioso, ¿eh? Que eso no es fácil y, si fallas, el efecto es justo el contrario: la vergüenza más atroz. Y, sin cansar, ¿eh?, que ya lo decía Gracián: hay que dejar siempre con ganas. Bueno, yo seguía haciendo el payaso y no parecía ir mal la cosa. El pabellón se llenó, la banda comenzó con mucha marcha las primeras notas de lo que acabaría siendo el Crocodile walk y anunciaron al Mayall.  Y allí apareció la estrella, por fin, sin ningún glamour, que el hombre este es un tío sencillo; y,  por supuesto, con la pierna escayolada.  ¡Era él!  Sí, decíamos, era él.  Y nos rompíamos de risa.  ¿Lo ves? La fotografía que te has perdido. Y aquí ni se te ocurra disparar que nos detendrán.  OK, Zenaida. Volvía a tener razón, el pabellón estaba plagado de grises. Y el Mayall, a pesar de su cojera seguía su marcha, so many roads, so many trains to ride, I've got to find my baby, 'fore I'll be satisfied. Yo ya tenía a mi chica, aquí, cerquita de mí y me pasé el concierto mirándola a ella; mis manos baquetas, mis piernas batería completa, all drums, siguiendo el ritmo mascando chiclet, sin quitar el ojo a Zenaida, ¿qué, te gusta? ¿te gusta, eh, Zenaida? Qué sí, hombre, que sí, ¿qué miras? No, no, nada, que me lo estoy pasando pipa, Zenaida.  ¿Qué haría, qué podría hacer yo para impresionarla, para que me admirara, para ser el héroe de su vida, el Zorro, el Tulipán Negro, Tarzán... el hombre, el hombre de su vida?  Y el concierto in crescendo hasta la apoteosis final, Room to move, el pabellón entero bailando, todos encima de las sillas, Zenaida y yo de la mano.  Hasta de la cintura la cogí en uno de los lances.  ¡Bestial!  La cintura de Zenaida. Su cabecita pegada a la mía, su piel y su cabello perfumados, ¿qué colonia llevas? Mirurgia, normalita.  ¿Normalita? En la piel de otra.  Qué tonto, qué tonto te pones.  Concluyó,  Room to move puso fin a los dos bises y pedíamos más,  todos queríamos más. Pero no, en lugar de más bises hubo más grises,  el concierto se acabó, se abrieron las dos únicas puertas del recinto, a nuestra espalda, frente al escenario y como la gente, sobre todo la que estaba en las gradas de los lados no se movía, subieron ellos, los grises, y se liaron a porrazos. Yo preocupado por Zenaida porque desde el interior echaban a la gente a palos y en las salidas los despedían con más porrazos.  Aquello era una ratonera, no había salida ni hacia atrás ni al frente. Zenaida se asustó algo, aunque era muy valiente. Y ahora qué, me dije.  Si no nos movemos, mal, nos sacudirán los de dentro; si salimos, se pondrán morados los de la puerta, los grises, míralos, mira qué cabrones, están disfrutando. Los abucheos disminuían porque cada vez había menos gente. Y yo: Zenaida, tú aquí, aquí, conmigo.  No sé por qué decía eso, no tenía ni la menor idea de cómo salir de allí.  Eché mi mano sobre su hombro, con decisión, porque cuando estamos con alguien a quien creemos más débil que nosotros nos sentimos más fuertes. No dijo nada. Me encantaba la falsa sensación de que fuera mía. En realidad tampoco parecía asustada, al menos muy asustada. Es valiente, sí, es la ostia.  Nos acercamos con cuidado hacia la puerta de la derecha, parecía que allí había más gente y entre la multitud algún golpe nos ahorraríamos, bueno, más bien me lo ahorraría yo porque lo que tenía claro era que, al salir, mi cuerpo sería coraza y escudo del suyo.  Entre las dos puertas estaba el bar, un simulacro de barra, casi sin gente.  Los grises seguían machacando con fuerza, ya todos en las puertas, los de dentro se habían limitado a que la gente dejara las localidades. De los pocos que quedaban, alguno todavía se atrevía a abuchearles.  Fue lo primero que vi, lo primero que vimos, parecido a una manifestación, la primera, el primer acto de repulsa, repulsa y violencia, de los muchos que nos esperaban en los años venideros.  Se me encendió una luz.  Yo veía que, en la barra del bar, entre ambas puertas, había tres o cuatro señores tan tranquilos, tan felices.   Vamos a ver, pensé, si en lugar de salir nos acercarnos hasta allí, hasta la barra, y pedimos algo de beber, no sé un par de cañas, y nos plantamos como quien no quiere la cosa y, sobre todo, si no pagamos hasta que no las hayamos bebido...  no sé, pero si viniera alguno de esos malditos grises a echarnos, los del bar nos protegerían, digo yo, aunque sólo fuera por cobrarse las cañas; y si no, los tíos esos que están allí, tan tranquilos en la barra..., seguro que no han pagado; bueno quizá sean de la organización, seguro, tan mayores...  No sé, además, están echando a la gente que se niega a salir, pero uno que se está tomando algo se está tomando algo, está claro; no es que se niegue a salir, simplemente es que se está echando una cerveza.

Lo intenté. Cuando ya estábamos cerca de la puerta de la derecha, con los grises zumbando a diestro y siniestro, tomé a Zenaida de la mano y de un tirón nos plantamos en la barra, entre las dos salidas. ¿Una caña, Zenaida? Y ella, gratamente sorprendida, conteniéndose la risa: mejor una cocacola. Y, yo, al camarero, mascando chiclet y encendiéndome un cigarrillo: a ver, una cocacola y una caña, ¿de grifo?, sí, la caña de grifo. Le guiñé un ojo, cerveza en la derecha, cigarrico en la izquierda, chiclet entre los dientes... y respiré tranquilo porque...  when something is wrong with my baby something is wrong is me, lo juro, cielo. 

Todo fue mejor de lo esperado, no me había terminado el cigarrillo y las puertas se cerraron, los grises tras ellas y nosotros, ya totalmente a salvo, en el interior; Zenaida con su cocacola, yo con mi caña. El pabellón vacío, salvo los de la organización, técnicos, operarios y algunos periodistas. Los técnicos, todos melenudos, extranjeros y con vaqueros raídos, sí señor.  Pagué tranquilamente, Zenaida hizo mención de salir, pero la volví a tomar por el hombro, one moment baby, please.  Me acerqué, nos acercamos al escenario y le pedí a uno de los que había por allí un póster, thank you, sire, toma, Zenaida, para ti, un recuerdo del concierto, son simpáticos estos extranjeros melenudos y zarrapastrosos a quien no hay dios que los entienda porque  hablan un inglés muy raro.  No llamábamos la atención, los técnicos se pensarían que éramos de la organización, los de la organización que éramos hijos de algún pez gordo, que en aquellos tiempos, como en estos, en los anteriores y en los por venir todos eran, son y serán mandamases, jefes, líderes, dueños, amos...  Nos metimos como si nada en los vestuarios, con la misma normalidad que deambulaban los demás. Y allí, allí estaban todos, los periodistas locales y los músicos recogiendo sus bártulos. A John Mayall lo entrevistaba Plácido Serrano, el de la radio, Alrededor del reloj era su programa. Me metí en medio, sin contemplaciones.  Con una mujer guapa uno puede meterse donde quiera.   Y le largué al Mayall el folleto que nos habían dado a la entrada, for Zenaida, please, ZE-NAI-DA, tres sílabas como tres alondras que escapan de la noche...  Y mientras firmaba el autógrafo, en medio de la entrevista, clic.  Y van veinticinco contando esta, esta en la que aparece el Mayall con Zenaida, por cierto mirándola con... no sé, no sé, algún día la romperé; con esta, digo, van veinticinco. OK, thank you, thank you very much, mister Mayall, que quiere decir: bien, gracias, muchas gracias, señor Mayall. 


De "La ciudad sin faro"

Servando Gotor


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