sábado, 19 de noviembre de 2011

ASUETO PARA UNAS HORAS DE REFLEXIÓN (Servando Gotor)

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SGS

 
Los de la calle del Mercado siempre tomábamos partido por don Alejandro. Los de San Valero, sin embargo, que también habían estudiado en los escolapios y todos pertenecían a la asociación de exalumnos, estaban siempre con el rector. No les gustaba mucho ese campechanismo y esa falta de ceremonia de don Alejandro que, a la larga, sólo habría de servir para que la gente perdiera el respeto a la Iglesia y, por extensión, a las demás instituciones; es decir, a ellos mismos. Don Alejandro se les atragantaba y les gustaría quitárselo de en medio pero, como pronto se lo llevaría Dios por ser de ley dada su edad, se limitaban a esperar. Aunque una vez, en una ocasión, llegaron a elevar una queja al arzobispado porque se había encarado con don Bartolomé Clemente-Canellas y Castro de Carcavilla, ilustre notario, decano del colegio y secretario del casino, para más señas. El contencioso tenía que ver con Procopio, el mendigo mellado que impenitentemente estaba en el parteluz del pórtico pidiendo y oyendo la radio en un transistor de bolsillo; el mismo que, al morir, le contó a Bernardo H. lo que le contó, una extraña confesión. Procopio tenía una enfermedad mental de cierta envergadura - pobres de nosotros que, sin saber, nos llamáis locos - aunque, al parecer, no lo suficiente como para encerrarlo en el manicomio, allá en la calle Barcelona. Está profundo, reconocía don Alejandro, pero no hace daño a nadie. Procopio vino, tiempos ha, de un pueblecito de la ribera del Jalón, hincha del Iberia aunque el equipo andaba disuelto hacía años y fanático de Manolete, aunque estuviera muerto. Tenía tres obsesiones: era melómano, de ahí lo del transistor; repetía una y otra vez la tabla del tres, la de multiplicar, y... comía palomas. Sí, comía palomas, tenía ese vicio. Don Alejandro realizó ímprobos esfuerzos para apartarlo de costumbre tan bárbara, pero todos resultaron inútiles. Era larguirucho y le faltaban casi todos los dientes. Llevaba casi tantos años en la parroquia como don Alejandro. Se reía con estruendosas carcajadas y exhibía entonces, de par en par, sus mandíbulas desnudas y carnosas, esas mismas que la pobre Zenaida besaba en sus pesadillas, aunque babeando miel de cipreses rosas. Una mañana, al volver de ciertas gestiones que tenía pendientes en el palacio arzobispal, donde colaboraba en labores administrativas, abordaron al cura don Bartolomé Clemente-Canellas y Castro de Carcavilla, ilustre notario decano del colegio y el rector de los escolapios: don Alejandro, excomulgue a ese hombre, extráñelo, destiérrelo, haga lo que sea pero échelo de la parroquia, dijo fuera de sí el notario. Está... ¡está poseído!, apostilló el rector, ¡poseído por el demonio! Pero qué tonterías son esas, qué tonterías, aplacaba don Alejandro. Sí, ¡tonterías!, el muy indigente ya sabían todos que comía palomas, y que asustaba a los niños bien de San Valero con sus risotadas y sus encías. Pero había algo más: hablaba inglés. Sí, hablaba inglés sin haberle enseñado nadie ni haber jugado nunca en Wenbley. Inequívoca posesión. Lo correcto, exorcizarlo. Pero en la curia nadie conocía ese tipo de procesos. Así que lo que había que hacer era echarlo sin más. La oposición de don Alejandro estuvo a punto de costarle el traslado.

Y era verdad. Procopio emitía sonidos extraños. Don Alejandro intentó en vano calmar al notario y al rector y les dijo que, bueno, que le dejaran unos días para ver lo que pasaba. Recurrió a nosotros, mejor dicho, al “Chaquetilla”, el del careto aquel que ni pa’l mango un paraguas, que sabía inglés. Pero fuimos los cuatro: el propio Andrés, el Ruso, el Güili y yo. Era cierto, Procopio decía cosas que parecían inglés: Buenonfaind maiself incháim chróbul madermeri conchumí espiquin fuards od buisdon.  
-Sí -dijo el Chaquetilla, dándose importancia mientras todos le mirábamos expectantes- eso suena a inglés. A ver, Proco, repite.

Y Procopio, todo serio, con gravedad y muchos aires repetía:

-Buenonfaind maiself incháim chróbul...
-Para, para, sorry... Chróbul, chróbul – se rascaba la cabeza – chróbul... Debe ser “troubles”..: ¡Problemas!

-¡¡Problemas!!! – repetimos todos.

-¡Tiene problemas! – añadió el Güili.

-No los va a tener... Si no el pobre no tiene dónde caerse muerto -remataba yo, aunque siempre he pensado en esto como tú: que Procopio era uno de los más felices, no del barrio sino de la ciudad entera.

Tras muchos quebraderos de cabeza, el “Chaquetilla”, llegó a la conclusión de que Procopio decía algo relacionado con sus problemas y que su madre y una tal Mary le ayudaban con expertas admoniciones. Se nos pusieron los pelos de punta a todos, ¿cómo es posible que el pobre Procopio pueda decir todas esas cosas en inglés? ¿Qué significaba aquello? ¿Estaría de verdad endemoniado? Además, era cierto que de joven tuvo problemas y que siempre había dicho que su vida se vino abajo cuando una tal Mari (la Mari, decía él) de la que se había enamorado locamente, le dejó. No, no había una explicación racional. Dejamos el asunto sin resolver y aquella noche no dormimos nadie. El Ruso se levantó a mear varias veces y en una de ellas, al pasar por el Gran Comedor de la pensión, el Chenonceau sur Loira , aquella pintura mural al plástico del Cincuentayuno, le pareció un edificio londinense. Lo examinó con atención y, arriba, en lo alto, creyó ver a cuatro melenudos y a un negro tocando un piano y... que sí, cierto, que no era un sueño, que aquellos tipos... que sí, que como si se le rieran... Uno de ellos, guapito, de cara redonda y mal afeitado, le decía serio: Buenonfaind maiself incháim chróbul... Ya por la mañana, tras darle muchas vueltas a la traducción del Chaquetilla, el Ruso (siempre él) dio con la solución y fuimos con don Alejandro a hablar con el rector, quien a su vez avisó al ilustre notario para que oyera nuestras explicaciones.

-Mi querido rector -don Alejandro lo trataba así aunque él no perteneciera a la orden- está todo aclarado. Procopio, el pobre, ni está endemoniado ni sabe inglés. Simplemente, le gustan los Bitels...

-Bírols, don Alejandro, se pronuncia Bírols, sorry –interrumpió Chaquetilla.

-Pues eso -prosiguió el mosén-: que le gustan los Bírols y de tanto escuchar la radio, se ha aprendido de memoria la primera estrofa de Let it Be.

Los Beatles, claro, los cuatro melenudos. Y el quinto, el negro, el Billy Preston, el de las teclas... Nadie los volvió a ver en el Gran Comedor, ni siquiera el Ruso que dudó si se había tratado de una revelación pop a través del mundo de los sueños. El Güili lo investigaría, investigaría aquella revelación, por supuesto. Freud, Jung y Lacan serían sus próximos focos de atención.   

 





1 comentario:

  1. muy bueno para reflexionar, pro no en el voto,lo que es muy sano, ni en la política, a no ser en lo surrealista que resulta ésta en España.
    alguna base real tiene el relato, pues antes existía esa institución que era el pobre titular de la parroquia, que a menudo era un punto filipino,un mendicante escapado de un libro de Valle Inclán

    antonio

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