martes, 16 de julio de 2013

LA PETIT COQUETTE CONQUISTA EL MONT VENTOUX (Antonio Envid)



Hallábame en la terraza de un figón en la plaza de un pequeño pueblo a los pies del Mont Ventoux esperando a que me sirvieran la comida, cuando el hostelero me pidió permiso para sentarse a mi mesa e invitarme a un pastis mientras llegaban las viandas, a lo que accedí gustoso. La conversación, más bien el monólogo de mi anfitrión, derivaba sobre asuntos domésticos del lugar, que no me interesaba lo más mínimo, pero era cuestión de matar el tiempo. Creo recordar, que entre las historias que me relató había una que me mereció cierta atención. Era la de una tal Maricel, muchacha campesina de la aldea, algo rellenita, de prietas carnes, como una ternerita, decía mi interlocutor, y parecía como si la boca se le hiciese agua pensando en hincar el diente a un tierno, pero turgente, entrecot. Según el hostelero, la muchacha era decidora y cuando llegaba a un lugar entraba con ella la alegría, reía con facilidad con una risa fresca y contagiosa. Traía revolucionados a todos los mozos del contorno, con todos coqueteaba, pero con ninguno se comprometía. No voy a casarme con ningún palurdo del pueblo, les decía, para desesperación de ellos, me casaré con alguien importante que vendrá en mi busca. Bien, ya sabe usted –aclaró mi interlocutor- que por aquí pasa el tour. ¡Ah¡ si nos visitara por esas fechas, no vería esto tan solitario y aburrido, se llena de forasteros que vienen a ver a los ciclistas. Maricel no se perdía ninguna carrera, de buena mañana salía a la carretera para escoger el mejor puesto para verla. Aquel año, vistió su traje de fiesta y con sus zapatos de tacón trepó torpemente por esos caminos pedregosos y se apostó en la primera fila a esperar la llegada del desfile de coches y bicicletas. Bueno, no solamente ella, todo el pueblo salió a la carretera, como siempre. Tras horas de espera, al fin, la multicolor columna hizo su aparición. Pasaban los deportistas recibiendo el ánimo y el clamor de todos, y, mire, de pronto un ciclista lanzó su mirada sobre ella como si fuera un proyectil. Como en un vídeo retenido, todo se paralizó, carrera, público, relojes, todo. Llegó el muchacho y la arrebató del suelo subiéndola a la barra de su bicicleta y partió otra vez veloz hacía la cima del monte, sin que ante la sorpresa nadie pudiera reaccionar. Todos quedamos pasmados, los periódicos no informaban de tal extraño suceso, de no ser por la ausencia de Maricel, creeríamos que lo habíamos soñado, nadie podía explicarse lo que había ocurrido. En los pueblos, ya se sabe, estamos todavía llenos de supersticiones, y pronto comenzó o propalarse el bulo de que aquello era un hecho sobrenatural, que había sido el diablo, trasformado en ciclista, quien había raptado a la muchacha, que cabía esperar una cosa así, porque Maricel, una “petite coquette”, más que eso, era una… “poule” y llevaba en danza a todo el mocerío del pueblo, y aquello no era sino un justo castigo. En fin, que con sus desaires, Maricel parece que había pisado más de un callo. Pasaron unos años, el hecho no estaba olvidado, pero ya no estaba presente en todas las conversaciones, y un día recibimos una llamada desde Nueva Zelanda, era Maricel que nos informaba de cómo se había casado con aquel ciclista y que tenía cuatro hijos y esperaba otro y que regentaban felices una granja de avestruces. Ya ve usted, que cosas ocurren en estos pequeños pueblos. Creo que el conejo a la provenzal que ha pedido estará ya listo y a su espera.

Antonio Envid


1 comentario:

  1. Buenos días, regreso de vacaciones y leo ahora entradas pendientes. Me ha encantado el relato. El ciclismo, con sus grandes cimas, me parece uno de los deportes más literarios. Mont Ventoux, Alpe d´Huez, Croix de Fer, la Madeleine... sería improcedente que las letras desperdiciaran dichos colosos, cuyos nombres suenan a la mejor música. Preciosa historia.

    Javier Iribarren

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