martes, 12 de noviembre de 2013

MERODEANDO A... Los jugadores judíos de Nueva York



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El fotógrafo de los más tormentosos juegos de azar nos ha dejado abierta la ventanilla de las apuestas frente a estos jugadores judíos de Nueva York, que más bien necesitan un poco de glamour, que es eso que sucede cuando se descorcha una botella de cava y sale un chorro inmediato de espuma dorada y de burbujas absolutas. Pero quién, pero quién no necesita un poco de glamour o incluso empezar una nueva vida, aunque sea exactamente la misma pero con la cocina, entrando, a la derecha y un motor de ocho cilindros en uve. 
Más emocionante que el juego que no vemos es verlos mantener un equilibrio que parece imposible, de mesita muy escasa que derrota hacia la izquierda y de caja de plástico reventona y sin corsé. Y, sobre todo: en el mismísimo centro de tanta inestabilidad en desequilibrio, los jugadores judíos de Nueva York se mantienen concentrados como si estrenaran un par de orejas, están sosegados como si les doliera la sangre, sumisos de manos como dos obispos tristes que acabasen de llegar desde muy lejos a jugar y a bendecir, en ese orden exacto y devoto, con los paneles en alto, su minuto horizontal y sus hornillos.
El jugador al que vemos de frente frontal, expuesto a la galería y recio como un paquebote, es el que tiene el aspecto de ganador, mientras que el otro es más bien un mindundi al que ni siquiera le interesa ni le gusta el juego, y que se ha dejado caer, caminito de jerez, solamente para que el gordo de Minnesota lo gane –y, a ser posible, deprisita-.
Luego, más tarde, otro día, otro año, recordarán estas partidas, ‘vivir es construir futuros recuerdos’ –dijo el poeta, y tal vez hablen de Lester, que es el espectador menudo que, por entonces, ya habrá entregado el alma, lo que todavía aumentará más el valor de estas partidas en la memoria de los jugadores judíos de Nueva York. 
Están aprovechando el placer auxiliar de ser ellos mismos; relajados como si no llevaran sujetador o se lo hubieran desabrochado para jugar más sueltos de tetas. Casi a la distancia de una partida de mus, parecen unos seres transitorios, casuales como vietnamitas, a la sombra de unos barrotes oscuros como los de los balcones o las jaulas, quizá para no escaparse de sí mismos, o para no volar.



Narciso de Alfonso
El Merodeador, IV


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