jueves, 31 de octubre de 2019

OMNIA OMNIBUS UBIQUE (Servando Gotor)






Móvil, carné, tarjeta de embarque… Todo en orden. Del equipaje se encargaba Cris. La nikon, esencial: en la maleta facturada. Raquel y Martín, buscaban por las dutty free una tarjeta de memoria… Martín siempre tan abandonado con las fotos: a buenas horas se preocupaba por la memoria, al final del viaje… Repasando información del móvil, me despisté y perdí de vista a los tres. Bueno, ningún drama, por muy grande y destartalado que fuera el aeropuerto de Atenas. Sabíamos que el embarque era en la B18 en unos tres cuartos de hora: a las 17:30. De todos modos, los busqué con la mirada entre el barullo. Pero ni rastro. Aproveché para mear. Cuando me estoy aclarando las manos mis ojos se cruzan en el espejo con una mirada conocida que me sonríe. También él hace lo propio.
―¡Anda Eduardo, tú por aquí! ―le pregunto sorprendido.
―¿No lo sabías…? Estamos montando una sala VIPS, aquí, en el aeropuerto. Algo muy especial… Impresionante… ¿Quieres verla? La inauguramos el viernes. Anda ven. Hay tiempo.
Aunque a mí este tipo de cosas nunca me han interesado, me picaba la curiosidad y le seguí. Eduardo era gerente de un centro comercial en Zaragoza y, la verdad, no sé qué tenía que ver su trabajo con aquello, ni qué pintaba aquí, pero en fin…
Una puerta camuflada nos arrancó del bullicio y nos sumergió en un laberinto mudo y solitario. Al final, subimos unas escaleras y amanecimos en una lujosa sala estudiadamente iluminada, con luces bajas, las paredes revestidas de ébano. Y contrastando con la negritud, muebles y lámparas funcionales, modernas y de vivos colores.
―Ven, pasa…
Abrió una puerta de doble hoja y entramos en una especie de sala de cine para no más de diez espectadores.
―Hay veinte como esta ―me espetó orgulloso―. Mira, siéntate…
Y al sentarnos saltó automáticamente una lluvia de hologramas y sonidos seráficos estremecedores. En unos segundos se hizo de nuevo el silencio y emergió frente a nosotros un escritorio virtual con un menú de opciones y una voz angelical invitándonos a expresar nuestros deseos.
―Mira, pulsa aquí, en esta.
Pulsé y la sala se convirtió en la amplia nave de una iglesia gótica con decenas de venus aladas. Al frente de todas, la más hermosa se acercó a mí:
―Para los happy few…―me dijo, seductora.
―Victoria's Secret ―añadió Eduardo―. Todas a nuestra disposición… ¿Qué… qué te parece…?
―Impresionante. Pero…
Lo de Victoria's Secret, amén de insultante me pareció inapropiado: aquella belleza no era terrenal ni mucho menos comercial. A mí solo me remitía a la Victoria de Samotracia. En cualquier caso miré la hora preocupado.
―Sí, comprendo. Llevas prisa.
―Tengo apenas veinte minutos para el embarque.
―¿En qué puerta?
―En la B18.
―Bueno, sígueme, te llevaré por un atajo.
Pulsó de nuevo la misma opción del escritorio virtual, y la sala de cine recobró su aspecto inicial.
Salimos de aquel imponente espacio VIP y entramos de nuevo en el laberinto silencioso por el que habíamos accedido. Abrió una extraña puerta, de vieja madera carcomida, que contrastaba con aquel vacío y apareció ante mí lo que identifique con una enorme planta de electrodomésticos de cocina de unos viejos almacenes. Eduardo sonrío de nuevo, ante mi extrañeza:

―No, no es el SEPU… Se trata de la reconstrucción ab absurdum de un antiguo centro comercial rumano. Lo tenemos de prueba… Pero tú sigue recto, recto, hasta el final. Veras una escalera y en su inicio, a tu derecha una puerta que imita a la de un submarino. Traspásala y enseguida darás con la B18…
―¿Y…?
―Haz lo que te digo. Tengo que dejarte.
―Ya, pero…
―Tú sigue y haz lo que te he dicho.
Tomé conciencia entonces del tiempo: las 17:20. Solo diez minutos para el embarque. Comencé a correr entre frigoríficos (neveras, más bien), cocinas antiguas y batidoras vintage. Ya al final, vi, en efecto, aquella puerta que parecía del Nautilius, pero entonces, y como una exhalación, se cruzó conmigo una vendedora, que quise esquivar, aunque al verla me detuve: era la misma venus alada, pero vestida de dependienta:
―Omnia ómnibus ubique… ―me dijo.
Y con los dedos índice y anular entre sus labios me lanzó un beso lejano. En todo caso se esfumó tan rápidamente como apareció. Seguí mi camino hacia aquella extraña puerta y nada más traspasarla me encontré en un rellano del que se salían tres escaleras de caracol… Definitivamente estaba perdido y parecía bastante complicado no perder el vuelo. Como no había tiempo que perder, seguí el consejo de los clásicos y opté por la escalera del centro.
Amanecí en una extensa avenida que me sonaba pero no acertaba a identificar. Pregunté a una mujer que pasaba con un perrito, pero no me entendió. Hablaba un idioma desconocido para mí, y no era precisamente griego. Me pasó lo mismo con un señor ataviado como un gentleman de los años 60, bombín y paraguas incluido, pero que no sé por qué me recordaba la imagen bohemia no sé si de Satie o de Jean Moréas. En todo caso tampoco era inglés lo que hablaba, ni griego, ni por supuesto francés. La angustia se apoderó de mí: Raquel y Martín estarían preocupados, y Cris hasta pensaría que me había ocurrido algo. No es normal que yo me despiste; y mucho menos que, en última instancia, no aparezca en la puerta de embarque. Al contrario, más bien soy yo quien lleva siempre la iniciativa para buscar los sitios, para resolver las salidas… No por ningún afán protagonista, quizá algún complejo de inferioridad… de inseguridad, mejor, me empuja a hacerme con el control de todo.
La avenida comenzó a extenderse a lo ancho y a inclinarse cuesta abajo. Vi algunos letreros en griego… ¿En griego…? No, no era griego. Cirílico. Sí, era cirílico, no había duda. Y bajando, a mano izquierda, una plaza presidida por una estatua de Pushkin, terminó por convencerme de que estaba en Moscú. La calle Tverskaya se derramaba como una lengua de glaciar hacia el Kremlin, anunciado por las torres del Museo de Historia.
La angustia me atenazaba y yo solo respondía con una irracional hiperactividad. Hasta tal punto que, aun pensando que Cris me habría enviado más de un wasap, no quise detenerme ni un segundo a comprobarlo. Ahora buscaba un cine. Una sala de cine. Y pregunté a un joven perroflauta:
―Está detrás del ayuntamiento ―me dijo amablemente―. Pero para no dar rodeos, métase por ese callejón, ¿lo ve? Métase por él, y accederá directamente a la Gran Vía.
Claro, claro, yo buscaba un cine en la Gran Vía madrileña, y el muchacho lo sabía. De modo que por aquel callejón ganaría tiempo.
Ni siquiera reparé que el joven perroflauta y yo nos habíamos entendido perfectamente en un fluido italiano; idioma por lo demás que nunca he hablado.
Al entrar en el pasaje, me sentí en Berlín. En el Berlín del Muro: Checkpoint Charli. Ni la valla ni el soldado americano de la garita me detendrían. El soldado me pidió la contraseña y yo respondí resuelto: "DINAMARCA". Me abrió paso, y hasta me sonrió. Enseguida comprobé que se trataba de una sonrisa de condescendencia: aquello no conducía a ninguna parte. Bueno, sí: a un amplio parque que nada tenía que ver ni con el aeropuerto de Atenas, ni con el cine de la Gran Vía madrileña que yo ―ignoro por qué― buscaba.
Miré el reloj. Las seis. Ya era tarde para todo. Desolado me senté en un banco… ¿Qué habrán hecho…? Supongo que no se les habrá ocurrido quedarse en tierra… Porque yo estoy perdido, sí. Pero estoy bien. Claro, que ellos no saben cómo estoy…
A ver, calma. Analicemos la situación: yo lo estoy pasando mal, pero ellos lo tienen que estar pasando peor. No saben qué ha sido de mí. Pobre Cris, qué de cosas le vendrán a la cabeza… Las peores. ¡Con lo pesimista que es!
Y ahora sí. Ahora que ya estaba rendido, que ya era tarde para todo, había que echar mano del móvil. Llamé a Cris. ¡Terrible! Me salió el mensaje de una operadora que hablaba (o más bien cantaba) en chino. Sí, solo podía ser chino… Debía dar instrucciones… ¿Y los mensajes? No, tampoco había mensajes.
Bueno, calma. Analicemos la situación. No pasa nada. Ellos están en pleno vuelo, ¿cómo van a coger el móvil? Dentro de unas horas volveré a intentarlo y los dejaré tranquilos: sí, estoy bien, me he perdido. Simplemente.
Así que calma. Analicemos la situación. No hay problema. Voy al aeropuerto. Al aeropuerto, supongo que de… ¿dónde? Miré a mi alrededor… Eso es: al aeropuerto de… Pequín. Porque esto debe ser Pequín. En todo caso, al aeropuerto. Ya me las ingeniaré para que me entiendan y me indiquen cómo llegar. Non problem: llego al aeropuerto, y tomo el primer vuelo para España. Se acabó.
Extasiado, me quedé dormido en el banco. Soñé que iba corriendo y mirando al reloj. Que no llegaba. Nunca llegaba. Nunca llegaría. Corría, corría más y más, pero no avanzaba ni sabía a dónde tenía que ir, aunque algo me decía que si andaba lo suficiente llegaría a algún sitio. Alrededor de mí la gente me susurraba cosas al oído en todos los idiomas, hasta que al final la dulce voz de Cris me despertó:
―¿Estás bien?
―Sí, cariño. Junto a ti siempre se está bien.
Era ella, Cris. Sí. La auténtica venus alada.



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