"En el bar" (Ricard Canals Llambí, 1910. Foto: SGS) |
La Juli regentaba, no creo que a título de dueña, un bar de la zona oscura de la ciudad. Bar lo titulaba el rótulo pintado en el dintel de la entrada, pero en realidad era una sucia taberna que ya frecuentó mi abuelo, y alguna de las izas, rabizas y colipoterras que allí se congregaban -no precisamente para convencer a los parroquianos de que estarían mejor en sus casas, que allí tirando su mísero jornal- podrían contarme algunas intimidades de él, de haber tenido yo alguna curiosidad. Eran tiempos ya abolidos, en los que ni siquiera se conocía el “chocolate” por aquellos tugurios, a no ser que algún caballero legionario hubiera hecho parada en él durante breve permiso, y la sífilis y la gonorrea reinaban en su esplendor.
La Juli, así la llamaba todo el mundo, tendría apellidos pero a ella misma le costaba recordarlos, era delgada, huesuda, cetrina, dos enormes azabaches como ojos, fríos y hermosos, aureolados por unas ojeras de vicio, melena negra como noche sin luna, angulosa y de maneras algo hombrunas. Como había algo de confianza, mientras se tomaba un orujo invitada, abría algo su alma y te contaba como tuvo que salir de su casa, en un pueblo de Granada, de jovencita porque su padrastro la perseguía, y su madre prefirió prescindir de ella antes que de su marido. Lo normal, con otros clientes, es que contara que era hija de un general, que la expulsó de casa al encontrarla en la cama con el chófer de quien estaba perdidamente enamorada, “mi debilidad es enamorarme de quien no debo”, añadía, repitiendo lo que había leído en alguna novelucha de quiosco, “pero de niña he tenido niñera e institutriz”. Yo la miraba, a veces, desde el fondo de la barra mientras contaba estas historias y lo hacía con tal firmeza, que estoy seguro, que para ella eran la pura verdad.
La Juli tenía arraigadas ideas socialistas, hasta citaba a Marx. Era miembro del clandestino partido comunista y cuando sufría algún arresto se la beneficiaban los policías a cambio de no recibir una mano de hostias, al menos eso contaba a su vuelta. A los obreros les hacía descuento en sus servicios, y cuando algún aprovechado, sabiendo como era, le contaba que acudía a ella porque su mujer padecía una larga enfermedad, se le arrasaban esos ojos de azabache, limpiándolos con una punta del delantal disimuladamente, y no le cobraba. Pero había que saber mentir, porque luego había que ir contándole la evolución de la enfermedad, sus periodos de mejora y sus crisis de agravamiento. No habría yo aconsejado a nadie ese peligroso juego, en caso de no responder a la verdad, porque la Juli era de armas tomar y de haber descubierto la mentira era capaz de clavarte el cuchillo que usaba para cortar unas lonchas de jamón cuando algún parroquiano se sentía rumboso.
Si todavía vive, que lo dudo, la Juli dormirá en el metro y durante el día deambulará perdida por las calles. Dios la tenga perdonada.
Dicen que Hemingway empuñando una metralleta y al mando de unos cuantos resistentes se adelantó unas horas a los aliados y liberó el bar del Hotel Ritz de París. Una hazaña admirable y justificadísimo el empuñar un arma para acometerla.
Aparentemente, poca relación cabría establecer entre el “Petit Bar” del Ritz donde Cole Porter, F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway y otros norteamericanos exilados a Europa por las leyes prohibicionistas de su país ahogaban sus angustias vitales en dry martinis y cócteles que se hicieron célebres, tanto por la calidad de sus elaboraciones como por la calidad y resistencia de sus consumidores, con el tugurio regentado por la Juli, donde ahogaban sus angustias reales en “quintos” de La Zaragozana y “chatos” de morapio una selecta parroquia de bebedores. No hay que echar en saco roto la advertencia del viejo Arcipreste de que bajo una mala capa puede haber un buen bebedor. Sin embargo, entre esos norteamericanos, que refugiados en la solidez del dólar en una Europa azotada por la inflación, contemplaban como auténticos voyeurs el desenfreno al que se entregaba el continente en vísperas del apocalipsis y que hacía decir cínicamente a Hemingway que eran muy pobres y muy felices, y los parroquianos de la Juli, que verdaderamente eran pobres, pero seguramente no eran felices, en todos existía una seria conexión, el bar constituía un refugio para sus naufragios.
Don Cleofás
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