Monumento a las Cortes de Cádiz. Detalle. (Modesto López Otero y Aniceto Marinas,1912) Fotografía: SGS |
Juan había emprendido con entusiasmo el encargo del ayuntamiento de su ciudad de catalogar la biblioteca de un ilustre prócer, que yacía en los sótanos de la casa consistorial desde que los últimos herederos no sabiendo que hacer con ella, el libro viejo ha perdido mucho valor en el mercado a no ser ejemplares escogidos, decidieron donarla al consistorio. El importe de la beca no era mucho, aunque no le irían mal unos dinerillos, pero lo importante es que se trataba de su primer trabajo tras su graduación en Historia, una forma de iniciar currículo para ir abriéndose paso en el difícil mundo de su profesión, y ¿quién sabe? podría encontrar alguna rara obra sobre la que realizar algún estudio. Sin embargo, hoy se le ve inquieto, mirando el reloj constantemente, como si la jornada se le hiciera pesada y tuviera deseos de que llegara la hora de dar de mano. Mientras, cataloga unos volúmenes impresos en el siglo diecinueve, que no parecen tener más valor que el de sus bellas encuadernaciones en piel.
Terminada por fin la jornada, desperezándose ligeramente, coge su abrigo y bufanda y abandona el trabajo con premura. Espera impaciente el autobús que lo llevará a casa. Se despoja rápidamente de las prendas de abrigo y se arroja literalmente sobre su mesa de trabajo en el pequeño estudio. Allí, entre algunos diccionarios y algún otro libro, se encuentra un mazo de fotocopias sobre las que trabaja. Ahora descubrimos su impaciencia por terminar la jornada laboral, no se debía, como alguno pueda pensar, por la cita con alguna chica, o por haber quedado con los amigos para tomar unas cervezas, ni por haber perdido el entusiasmo inicial por su trabajo, sino para enfrascarse en el desciframiento de esas fotocopias. Resulta que lo improbable ha ocurrido y entre los volúmenes de la biblioteca ha descubierto un viejo manuscrito que parece interesante. Sacó fotocopias de él y las tiene en casa para su examen. Nadie había reparado en el original hasta ahora, por lo visto. No es extraño, los libros se encontraban almacenados en el sótano del ayuntamiento desde que la nieta del antiguo propietario falleciera y sus herederos realizaran la donación, una encantadora viejecita no muy leída, pero sí pagada de ser la descendiente del insigne filólogo, aunque la gente le hiciera repetir el nombre antes de exclamar ¡Ah, ese ilustre conciudadano nuestro!, más por cortesía que por saber a quién se refería. La anciana se había erigido en guardiana y conservadora de la residencia y enseres de su sabio abuelo, y a su muerte sus herederos se precipitaron a vender lo que tuviera algún valor y a deshacerse de tanto cachivache.
El manuscrito en cuestión recoge una colección de leyendas y cuentos tradicionales, es difícil de fechar y está escrito en una lengua antigua, aunque Juan no es filólogo, sabe que no es castellano medieval, ni tampoco catalán, una lengua intermedia, tal vez un viejo dialecto aragonés. Juan tiene alguna dificultad en su lectura y tiene que echar mano de un par de diccionarios lexicográficos. Tras un primer examen le llama la atención un cuento que parece una primitiva versión del conocido “La bella durmiente”, pero difiere bastante de la redacción de Perrault, y aun más de la de los hermanos Grimm. Esto promete, quizá haya tenido la suerte del principiante y pueda dar al público una versión patria anterior y desconocida hasta la fecha de estos cuentos tradicionales.
El sentido de la narración ya lo conoce, aunque su traducción le llevará algún tiempo y seguramente tendrá que consultar a algún experto, él no es filólogo, es historiador. El cuento se presenta aquí de modo distinto al popularizado, la princesa y todo el pueblo se sumergen en un profundo sueño, pero en la corte no todo el mundo duerme, el rey permanece despierto y hay una siniestra camarilla que tampoco se ha sumido en el sopor.
Mientras el pueblo permanece recogido y traspuesto en sus casas, los cortesanos intrigan y maquinan activamente. Constituyen un tribunal ante el que llevan al rey acusándolo de ser el causante de la calamidad que aflige al país. Lo juzgan sumariamente deponiéndolo y condenándolo al exilio. No pudiendo reunirse el parlamento de la nación, por falta de miembros, que dormitan plácidamente, modifican la constitución, derogan leyes, aprueban otras, trasforman el país en una república, nombran un presidente vitalicio y un gobierno republicano, modifican las leyes electorales que les asegurarán un futuro con escasa competencia, destruyen los símbolos de la vieja monarquía y los sustituyen por emblemas cívicos, cambian himno, banderas y escudos. Cuando el pueblo despierta ve cómo sus tradicionales derechos y libertades ciudadanos han quedado suprimidos, como ya no les rige una monarca sino un presidente de la república, y como todos los puestos públicos han sido ocupados por la camarilla que ha permanecido despierta, sus parientes y adictos.
Al día siguiente, pasada la fiebre del descubridor de la pepita de oro, Juan reflexiona sobre lo extraño del caso. ¿Y si se tratara de una mixtificación? un manuscrito dejado con intención por alguien. ¿Y cuál sería esa intención? una burla para dejarlo en ridículo. Pero también podría estar ante un fenómeno más sofisticado, que el autor del apócrifo hubiera buscado este medio para dar a conocer la fábula, que se le diera publicidad como un importante descubrimiento, y de esa manera advertir a la población sobre algún peligro que se cerniera sobre ella.
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