sábado, 15 de abril de 2023

NI SIQUIERA LLOVÍA (Servando Gotor)



Intemperies. Palabras sin voz (Servando Gotor)


No me jures que este extraño invierno estallará en jades y alabastros, y menos ahora que no imagino tus ojos.

Una jauría de palomos salvajes revienta la calle a cada verbo y yo alimento mis entrañas con brisas marchitas.

Vivíamos como siempre, rodeados de melones, nube de pacíficos lobos asesinos de encinas. No, no eran tiempos de móviles ni ordenadores, ni había luna. Sólo sombras militares y un policía en cada esquina.

Ni siquiera llovía.





De "Noches calladas"


sábado, 28 de enero de 2023

¿UNA TAPADERA EN PLENO COSO? (Servando Gotor)

 


Con los labios pintados, mi peinado de vidal sasoon y mi pañuelo añil partido, recorro en mi seiscientos el barrio francés de Palm City, armado con mi video digital a transistores azucarados y mi móvil vegetal de zurdos poliedros. Con gordinflonas intenciones y tres tomates clavados en la espalda, anoto los seres y las cosas que están en el lado frágil. Como la ternura del plátano gris o la inoperancia de la berenjena cabreada, igual. Pero nada hay que me enternezca más que la tienda de obleas de la calle Palomeque, a la espalda del Adrática, detrás del Coso, frente a las escolapias. He llegado allí desde Washington Square, siguiendo por la calle 23. Sin problema, giras a la derecha en la segunda avenida y enseguida das de bruces con la calle Palomeque. Una vez allí, el almacén de obleas no tiene pérdida, porque está en el número 1 de los 6 que tiene la street. Ya digo, detrás del Adriática, al pie. Entro a lo bestia, en plan reportero, sí, porque alguien me ha dicho que lo de la tienda de obleas es una tapadera, que entras por allí encogido, con tu estatura normal, normalmente baja, y tu bikini a cuadros sobre el que desborda la aureola de un ombligo hundido entre montañas de fat, y luego sales por la entrada principal del edificio, ya en el Coso, erguido y esbelto, traje cruzado de raya diplomática, casi un metro más alto y las facciones de Cary Grant, lo que te obliga a tomar un taxi amarillo y decirle al chauffeur: siga a ese coche; o bien: atraviese el Hudson y luego le diré. Pero no, es todo falso. La tienda de obleas, es eso: una tienda de obleas, sin más, con el rechoncho Cooper, todo él frente, ancha frente, voluptuosa frente, grande y alta como la de un Tiranosaurio-Rex, blanca y brillante como las nieves del Kilimanjaro. ¿Cooper? A mandar, contesta. Diez mil obleas. Y cinco que le pongo de regalo, diez mil cinco. ¿Tarjeta? Visa y master card, lo normal. Aquí va la master. Pues una firmita y a mandar. Adiós, Cooper. Adiós, amigo, y que usted lo pase bien.



LA ÚLTIMA SONRISA DEL DÍA (Antonio Envid)



Inopinadamente, en estos fríos días, han vuelto a aparecer en nuestro cielo los estorninos. Al atardecer despliegan su fabulosa danza, una universal fiesta en homenaje al día que se despide. Sus locos y coordinados giros dibujan sobre el apagado celaje abstractas y fugitivas formas. Vuelan a cientos sobre los magros sotos de la ribera del Ebro a su paso por Zaragoza con un enigmático objeto cuyo secreto sólo ellos conocen. ¿Quién dirige este ballet sin coreógrafo? El espectáculo dura unos minutos para disolverse con la misma rapidez con la que se ha iniciado. Belleza de lo efímero.

Espero cada día su representación y los contemplo ensimismado como un niño. Es un último regalo del día que agoniza. La noche aguarda con su sombría presencia. Ahora que sabios japoneses dicen que el núcleo de la Tierra se ha parado y volvemos con angustia a preguntarnos si el sol volverá a salir día tras día, estos alegres heraldos nos confirman del eterno ciclo de la vida.

Con igual desaliento que Pessoa en Tabacaría miro por mi ventana una calle inaccesible a todos los pensamientos, una calle imposiblemente real, con el misterio por debajo de las piedras y las cosas.



sábado, 7 de enero de 2023

YANQUIS EN LA DROGA ALFONSO (De cuando Platón comenzó a trabajar de aprendiz en la droga Alfonso, y las cosas raras que allí vio)



―Verhuá musháshou, nesesíchou guan marchillouh, guan berebiquíe, ¿yes?, end... end chu chsaláudruos; y unou manualh en di oder manualh elsouh, bath de peuchou, ¿you nou, ser?, de-peu-chou. Auh, yes, end aelsou ehhh… chambién... ¿se rhise así: "chambién"...? Chambién iuna bareunna, ¿okey?. Iuna barheuna, yes.

―Un momento por favor... ¿Y brocas? Porque imagino que también necesitará brocas, ¿no?

―Ouh, nou, nou. Nou bróukass, chénkiou. Chéngou bróukass, zank. Nou nesesichou bróukass, gráseas, mouchsas gráseas.

―Pues espere, espere un segundo por favor. Enseguida vuelvo ¿okei?

―Oukey, oukey, mouchsas grásesas, chénkiu. Esperouh... (Dandarindon dindon dá, dandarindodindondá, Dandarindon… Titararí tararí...: Lou quel viénchou sei llevóu… Jé: A Rhious pongou por cheschigou… ¡A Rhious pongou por cheschigou kei nounca másh...! Ja, quéi rhoublage! Perou ¡quéi rhoublage! .. que rhisen aquí…).

―Mire, señor, mire, ya le traigo de todo. Taladros por un tubo. Para dar y vender, miré... ¡Señor! ¿Señor..? Pero ¿dónde demonios se ha metido…? ¿Señor..?

―Qué pasa, Platón.

―Nada, un cliente extranjero...

―¿Extranjero?

―Sí, uno con unas orejas tremendas y un bigote como amariconáo.

―Ah, ya. Que quería taladros, un martillo y un berbiquí, ¿no?

―Sí, eso es.

―Joer pues vas dao, Platón. Ya se ha ido. Hace rato que le he servido. 

―Pero si le estaba atendiendo yo.

―Ya, pero si tiene que esperarte a ti... ¡Los he visto más rápidos y los han despedido, Platón! Bueno, bueno, no te preocupes, no te preocupes, que sólo llevas una semana. Tranquilo.

―El caso es que me sonaba, don Amancio. El tío ese me sonaba y no sé de qué, pero….

―Coño, como que era el mismísimo Clark Guéibol, ¡gilipollas!. 

―Una caja de chinchetas, por favor.

―Hola buenos días. Niqueladas, ¿verdad?

―¿Clark Gable?

―Sí, claro, niqueladas.

―Clark Guéibol, el de Lo que el viento se llevó... De cabeza blanca, imagino, ¿verdad?

―Joer, ya decía yo que esa cara...

―¿De qué cabeza...? Ah, sí, si, las chinchetas, claro, je. De cabeza blanca, sí.

―Jé, y espera, espera que no te quedan cosas por ver. ¿De cincuenta? ¿Va bien de cincuenta?

―Ah, ya, la caja.... Sí, de cincuenta. De cincuenta chinchetas. Sí, va bien así.

―También tiene de veinticinco.

―Hmn... Pues mejor de veinticinco, sí, de veinticinco, por favor.

―Perfecto, de veinticinco, un momento. Pues eso, Platón, que no te quedan cosas que ver ni nada. Mira ¿ves..? Aquí tiene, señor. 

―Gracias... Le va bien un billete de...

―No, en caja, en caja, el pago en caja, por favor... Te digo, Platón, que mires allí, allí. Enfrente...

―Ah, sí, pagar en caja, claro. ¡Qué cabeza! 

―¿No las quería blancas?

―Sí, no, jé, no me refería a la de las chinchetas, je. Digo que qué cabeza la mía. Gracias. Adiós.

―Adiós, señor, adiós.

―El edificio ése, sí.

―Anda que no iba despistado ni nada el tío éste... Eso, lo ves, ¿no?

―Sí, el edificio.

―El Adriática, exacto. Pues mira, de ahí salen cosas muy raras, pero que muy raras, Platón. Ya verás, ya verás. Al tiempo. Y anda, cepíllate la bata que tenemos que llevarla impecable. Venga, arréglate un poco.

―Es que el azul marino este es muy sucio, don Amancio.

―Razón de más, Platón, razón de más, ¡venga!

―Oiga, don Amancio.

―¿Sí?

―Y el Clark Gable ese...

―Guéibol, Platón, Gué-i-bol.

―Digo que el Clark Guéibol ese... ¿para qué coño quería tanto taladro?

―Buena pregunta, Platón, sí señor, muy buena pregunta. Mira tú qué cojones sabré yo para qué quería el Guéibol tanto taladro. Anda, tira, tira y cepíllate la bata de una vez.

―Voy, voy.

―Es que estos americanos... Estos americanos... Hola, buenos días, en qué puedo ayudarle.

―Busco escarpias...

―Sígame por favor. Por aquí. Estos americanos... A saber tú para qué coño querría el orejas tanto taladro.

―¿Cómo dice?

―No, nada, jé, pensaba en alto, pensaba el alto... Mire aquí. Aquí tiene escarpias de toda clase de precios y tamaños.

―Sí, ya veo... A ver...

―Platón, ¡Platón!

―Diga don Amancio.

―Anda corre, Platón, que acaba de entrar Eduard Jé Robinson, atiéndele tú...

―Eduard... ¿qué..?

―...Jé Robinson, Platón. El de La mujer del Cuadro.

―¿El de La mujer..?

―Aquel, aquel de allí, míralo.

―Ah, sí, ¡jodo! Es verdad, sí.

―Venga corre, atiéndele bien que este tiene muy mala leche...

―Sí, don Amancio, siempre hace de malo.

―Corre, atiéndele. Atiéndele y no te preocupes. Por lo de la mala leche, digo. Para mí que es de coña. 

―Voy, voy.

―Seguro que quiere veinte metros de liza, siempre compra veinte metros de liza.

―Mire, estas, estas son las escarpias que quiero.

―Ah, muy bien, muy bien, ¿algo más?

―No, no. Sólo esto, gracias. El pago en caja, ¿verdad?

―Sí, en caja.

―Gracias.

―Adiós, adiós. ... Aunque el otro día, el otro día compró una paellera.

―¿Decía?

―No, no nada, perdone, perdone, eso: que el pago en caja, gracias. Sí, una paellera de esas grandes. Industrial. Y es que a estos americanos... A estos americanos, jé, cómo les va la marcha. Y, claro, como aquí les damos tanta. Hay qué ver, hay qué ver cuánto les gustan nuestras cosas .


Servando Gotor


(De El Guacamayo Azul, 2006)


miércoles, 28 de diciembre de 2022

EL RINCÓN DEL FILÓSOFO O EL FILÓSOFO EN SU RINCÓN (Antonio Envid)



Al declinar su edad madura a todos los miembros varones del pueblo se les trataba de “tío”. En esa pequeña comunidad casi todos sus habitantes se hallaban emparentados en mayor o menor medida, de modo que el familiar apelativo no andaba lejos de la realidad. Sin embargo, a Andrés, no, nadie lo llamaba “tío”, era el señor Andrés, muestra del respeto y de la buena consideración que por él sentían. No muy alto de estatura, de constitución robusta sin llegar a grueso, de trato franco y amable.

Vamos a un sitio más tranquilo – me dijo – Antes pasaremos por casa para coger alguna cosa.

Al rato salimos del pueblo para tomar un sendero pedregoso que ascendía por un cabezo calcáreo.  Entre aliagas y ralos tomillos el sol arrancaba destellos a los cristales de yeso que afloraban en el suelo. Toda la ladera estaba horadada por cuevas cerradas con toscas puertas de madera. Era la zona de las bodegas, desde allí contemplamos el pueblo, de aspecto terroso, como todos los del secano aragonés, por los cerros y alcores que lo rodean, almendros y viñas, cerca del barranco, algo de cereal.

- Esta es mi bodega. Aquí, con una gavilla de sarmientos y unas costillas de cordero, pasamos muy buenos ratos de vez en cuando.

Al lado de la puerta un rudimentario hogar, cuatro piedras, mostraba restos de una fogata. Empuñando una llave propia de doña Brígida y tras algún empentón abrió la puerta de la cueva. Tomando un candilón que se encontraba colgado de un clavo en la pared, prendió la mecha.

-Esto es más útil que una linterna. Por si hay tufo. ¿Sabes?

Algo sé de bodegas y de vinos. En una bodega-cueva como esta podría, al fondo, haberse acumulado dióxido de carbono, producto de la fermentación de los vinos allí almacenados. De haber expulsado este gas al oxígeno, la llama del candil se apagaría, advirtiéndonos del peligro.  Este amplio y profundo conocimiento de la naturaleza que tiene el campesino, me ha admirado siempre.

Sentados en unos taburetes ante una simple tabla, Andrés desenvolvió y extendió el pañuelo de hierbas que había traído de su casa con algo de queso, jamón, longaniza y medio pan.

– Nada. Para echar un bocadico y unos vasos de vino. A ver, aquí tengo vino viejo, rancio, bueno para unas laminerías, magdalenas y mantecados, pero para estas tajadas, pienso yo que estará mejor el vino del año. Bueno, es del año pasado, pero sigue siendo joven. ¿Qué te parece?

A la indecisa luz del candil, que expandía en las paredes de la cueva unas sombras vacilantes y danzarinas, confiriendo al lugar un ambiente fuera de la realidad, fuimos despachando la merienda, alegrada con tragos de un caldo de garnacha honrado y noble. La conversación discurría fluida y grata.

El señor Andrés, en el ambiente de confianza creado, me explicaba que cuando tenía que resolver algo complicado, o tomar una decisión no fácil, la luz del día, esa cruda luz que hay por aquí – decía – me emborrona las cosas, me embarulla las ideas y no me deja discurrir. Entonces, me meto en la bodega, y tomando un vaso de vino, en esta oscuridad, se me enciende como una luz, una claridad con la que veo las cosas como son de verdad, comienzo a discurrir y una cosa me lleva a otra, hasta que encuentro la solución.  A la luz del día las cosas no son como en realidad son.

Yo escuchaba con atención a este Platón rural explicándome el mito de la caverna, pero en una versión muy distinta a la del filósofo griego, tal vez, inversa, pero para mí, más sugerente.



Antonio Envid

jueves, 8 de diciembre de 2022

ESPAÑA, LA INMACULADA CONCEPCIÓN, Y EL SUPUESTO ERROR DE ÁNGEL GANIVET




1. Alma nacional e Inmaculada Concepción

 

Muchas veces, reflexionando sobre el apasionamiento con que en España ha sido defendido y proclamado el dogma de la Concepción Inmaculada, se me ha ocurrido pensar que en el fondo de ese dogma debía de haber algún misterio que por ocultos caminos se enlazara con el misterio de nuestra alma nacional; que acaso ese dogma era el símbolo ¡símbolo admirable! de nuestra propia vida en la que, tras larga y penosa labor de maternidad, venimos a hallarnos a la vejez con el espíritu virgen; como una mujer que, atraída por irresistible vocación a la vida monástica y ascética y casada contra su voluntad y convertida en madre por deber, llegara al cabo de sus días a descubrir que su espíritu era ajeno a su obra, que entre los hijos de la carne el alma continuaba sola, abierta como una rosa mística a los ideales de la virginidad[2].



[2]  Desde Azaña a Julián Marías, pasando por Unamuno, ha sido mucho lo que se ha escrito del error del que parte Ganivet al confundir el dogma de la virginidad de María con el de su concepción inmaculada. Convendrá en todo caso aclarar ambos dogmas de la forma más sencilla: el de la virginidad perpetua, alude al milagro que supone alumbrar a Jesús sin haber tenido previo contacto carnal: María fue madre y, a la vez, virgen. En cambio, el dogma de la Inmaculada Concepción hace referencia no a su fecundación, de la que resultaría el nacimiento de Jesús, sino a la concepción de la propia Virgen, la cual fue engendrada sin "mácula" alguna, y sin mácula nacería y viviría, contrariamente al resto de los mortales, quienes para la Iglesia Católica, nacemos con la mancha del pecado original.  El matiz (y el error, por tanto) quedan, pues, aclarados.

Ahora veamos cómo el propio Ganivet se defiende de dicho error ante Unamuno: «Aun en los más altos conceptos de la religión creo que es posible marcar el genio de cada pueblo; aun en los dogmas. Usted me hace notar la confusión dogmática que parece desprenderse de la primera idea de mi libro; antes que usted, me lo dijeron otros amigos, y antes que el libro se imprimiera, alguien me aconsejó que la suprimiera, y yo estuve casi tentado de hacerlo, más que por el error que en ella pudiera verse, por no dar a algún lector una mala impresión en las primeras líneas. Y, sin embargo, no la suprimí. ¿Por testarudez? —se pensará—. No fue sino porque veía en esa idea una idea muy española. El dogma de la Inmaculada Concepción se refiere, es cierto, al pecado original; pero al borrar este último pecado da a entender la suma pureza y santidad. El dogma literal se presta además a esa amplia interpretación, porque las palabras "Concebida sin mancha" dicen al alma del pueblo dos cosas: que la Virgen fue concebida sin mancha; y que es concebida sin mancha eternamente por el espíritu humano. Hay el hecho de la Concepción real y el fenómeno de la concepción ideal por el hombre de una Mujer que, no obstante haber vivido vida humana, se vio libre de la mancha que la materia imprime a los hombres. Preguntemos uno a uno a todos los españoles y veremos que la Purísima es siempre la Virgen ideal cuyo símbolo en el arte son las Concepciones de Murillo. El pueblo español ve en este misterio no sólo el de la concepción ni el de la virginidad, sino el misterio de toda una vida. Hay un dogma escrito inmutable, y otro vivo, creado por el genio popular. También los pueblos tienen sus dogmas, expresiones seculares de su espíritu.» (Primera carta de Ganivet a Unamuno, publicada en El porvenir de España. Cartas abiertas. Á. Ganivet.  Madrid, Espasa-Calpe, 1940).

En todo caso, la idea de Ganivet en este primer párrafo del Idearium, es clara: detrás de los rasgos españoles, fruto de tanta influencia exterior (forzosa o admitida),  late en el fondo, un espíritu original propio y genuino. Y ese es el "misterio de nuestra alma nacional": parecer una cosa y ser otra, en realidad, por haber permanecido fiel a sí misma. Lo va a recalcar enseguida, resumiendo la doctrina de Séneca en estas palabras:  No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu.


miércoles, 7 de diciembre de 2022

BRUJERÍA Y EXORCISMOS EN ESPAÑA. TEXTOS FUNDAMENTALES SOBRE UN FENÓMENO EN PLENO VIGOR: LA CAZA DE BRUJAS.

Impresionantes textos sobre una cuestión siempre palpitante y propia de toda época y lugar, especialmente en los tiempos en que vivimos: la caza de brujas.


Siglo IV d.C.  La Iglesia se va consolidando. Para ello y para asentar su universalidad, se hace preciso fijar con claridad y uniformidad  una única doctrina, la verdadera doctrina: la que emana de una correcta interpretación de los Textos Sagrados. Las distintas heterodoxias empañan esta labor minando la autoridad heredera de san Pedro y del legado ideológico, hermenéutico y estructural, de san Pablo. Es el momento de los Padres de la Iglesia, el de los concilios y el del juicio y las condenas a las sectas heréticas. De uno de esos concilios, el celebrado en 315 en Ancyra o Angora, hoy Ankara, capital de Tur-quía, se dice que surgirá el Canon Episcopi, con una primera referencia al fenómeno de las brujas


algunas mujeres depravadas se convirtieron a Satanás; y, dejándose engañar por las ilusiones y las seducciones del mal, creen y afirman montar de noche sobre bestias, como Diana, la diosa de los paganos, o como Herodías, y atraviesan grandes extensiones de tierra a través del silencio de la noche oscura, obedeciendo sus órdenes como a un amante que requiere sus servicios nocturnos.

Leído con atención, este antiquísimo texto no condena a quienes vuelan sobre bestias sino a quienes "dejándose engañar por las ilusiones y las seducciones del mal, creen y afirman montar de noche sobre bestias como Diana, la diosa de los paganos, como Herodias"

 Más adelante, se insiste en que

 

es por ello que los sacerdotes deben predicar en sus iglesias, con toda vehemencia dejando claro que todas estas cosas son completamente falsas y que tales representaciones imaginarias son obra de un espíritu maligno, no del Espíritu Santo. 

Se trata por tanto de meras "representaciones imaginarias", eso sí: "obra de un espíritu maligno".

De lo que se concluye:

Que, por supuesto, la Iglesia, creía en la existencia del demonio o espíritu maligno.

Que, no obstante, los actos y propiedades sobrenaturales que las brujas se atribuyen o se les atribuye, no serían reales sino solo producto de su propia imaginación.

Que semejantes ficciones, eso sí, estarían promovidas por el demonio.

La verdad es que no está claro que el Canon Episcopi fuera aprobado realmente, ni en el Concilio de Ancyra ni en ningún otro. Pero lo que resulta incuestionable es, de un lado, su plena vigencia a lo largo de toda la Edad Media; y, de otro, su semejanza con las tesis de San Agustín en esta materia.

Por lo demás, y esto es crucial, la diferencia entre mantener que los hechizos sean reales o, por lo contrario, meramente imaginarios, no es en absoluto baladí. Porque si provienen de un sueño o de una fantasía, resultarían inocuos y no podrían ser condenados. Así, si las artes empleadas por una bruja para que un niño muera o una tormenta de pedrisco acabe con la cosecha del vecino son pura fantasía, la bruja no podría ser acusada aunque luego falleciera de verdad el niño o se frustrara la cosecha del vecino. Por tanto, el Canon Espiscopi y, en consecuencia, la visión de San Agustín sirvieron de protección durante muchos siglos a brujas y hechiceras, librándoles de las torturas y condenas que padecían los acusados de herejía.

Esta visión, no obstante, empieza a cuestionarse a partir del siglo XIII, cuando la autoridad de santo Tomás se va imponiendo a las tesis de san Agustín, manteniéndose ahora que la magia y lo hechizos no son en absoluto mera fantasía y, por tanto, deben ser perseguidos quienes crean lo contrario y, por supuesto, las brujas o brujos de cuyas artes se deriven daños. Los vuelos y hechizos pasan así a convertirse en auténticos y, en este caldo de cultivo se gestará la caza de brujas, cuyas bases teóricas culminan con un texto publicado en Alemania en 1487: el Malleus maleficarum, o Martillo de las brujas, verdadero manual de inquisición y tormento, obra de dos experimentados inquisidores dominicos: Heinrich Institoris, y Jacob Sprenger.

Evidentemente, el verdadero y grave problema con estas prácticas mágicas no estaba en España, sino en Francia y el norte de Europa, como bien ha destacado Caro Baroja:

 

Por una paradoja de las que se dan a menudo en la Historia, Francia, país de gente razonadora y crítica por excelencia, se vio plagada acaso más que ningún otro de Europa de esta clase de libros (…) Ninguna parte del hermoso suelo francés se vio libre de averiguaciones sobre delitos de Brujería y es difícil hallar debajo de las apariencias monótonas, algo que pueda distinguir al brujo del Norte del de el Sur, y al de Occidente del de Poniente, porque gracias a hombres como Bodín, Grégoire, Rémy, Boguet, De Lancre y otros menos conocidos, se llegó a dar una forma definitiva al delito de Brujería.

 En todo caso, la preocupación de la Iglesia y de la sociedad civil, no era tanto condenar a unas pobres hechiceras o a unas peligrosas brujas (y enseguida veremos la diferencia entre unas y otras) como evitar que la pretendida unidad doctrinal y sus creencias ortodoxas se vieran minadas en una época en que la pobreza, las pestes y la corrupción, generaban enardecidas sectas que ponían en peligro la paz social y, sobre todo, cuestionaban las propias estructuras del poder establecido.

¿Y qué diferencia a las brujas de las hechiceras?  Para Caro Baroja, en términos generales, las primeras formarían parte de un fenómeno colectivo y organizado y con reminiscencias paganas que, por tanto, atentarían contra el orden social; mientras que las hechiceras actuarían por su cuenta, de forma aislada e independiente y con fines meramente privados. El antropólogo norteamericano Marvin Harris añade que el fenómeno brujeril podría estar provocado por el poder establecido como un mecanismo de defensa del propio sistema: primero, para desplazar la atención y responsabilidades de las penurias económicas del poder a las propias brujas, agentes inmediatos de todos los males del vecino (enfermedades, malas cosechas, pobreza y muertes); y, segundo, y precisamente por ello y por el propio sistema de denuncias y delaciones, para mantener al pueblo llano enfrentado y, por tanto, segregado, al contrario de las verdaderas sectas religiosas que enfrentadas abiertamente al poder fomentaban la unidad interna y hasta la fraternidad entre sus miembros.

Sea por lo que fuere, es cierto que este fenómeno brujeril, y por tanto colectivo, apenas tiene presencia en España, donde eso sí, abundan las hechiceras confundidas con pícaros y alcahuetas y otras gentes de malvivir. De hecho, nuestra literatura es rica en este tipo de personajes y hasta en ridiculizar las artes mágicas.

No debe por ello extrañar que sea aquí precisamente donde se geste, incluso medio siglo después de la publicación del Malleus, un texto con iguales dosis de racionalidad que la mantenida en el viejo Canon Episcopi. Nos referimos al Tratado por el cual se reprueban las supersticiones y supercherías, escrito en 1538 por el aragonés Pedro Ciruelo, egregio matemático y filósofo ―en palabras de Menéndez Pelayo―, autor del primer curso de ciencias exactas que poseyó España, y lumbrera de las Universidades de París y Alcalá: hombre de espíritu claro y limpio de preocupaciones, a la vez que de natural cándido y de piedad sincera y acrisolada. Con él vamos a conocer, en una relación amena y directa, el estado de las supersticiones en la España de su época, definiendo y constatando las artes adivinatorias propiamente dichas (falsa astrología,  geomancia,  agüeros, sueños, salvas, desafíos, etc.) así como las prácticas supersticiosas para conseguir bienes o evitar males mediante conjuros, ensalmos y hechicerías, y el fenómeno de los poseídos por el demonio y las fórmulas detalladas para su liberación mediante exorcismos debidamente establecidos y regulados por la autoridad eclesiástica. Un texto, que, citando de nuevo al erudito cántabro, tiene para nosotros gran interés por referirse exclusivamente a las cosas de España, materia sobre la que no existe ningún otro con tanto valor histórico.

Lo cierto es que, en 1586, a solo cincuenta años de la publicación del Malleus y su vigencia teórica y práctica, Sixto VI prohibirá oficialmente la astrología y otras formas de adivinación, mediante la bula Coello et terree Creador, que no se publicaría en España hasta el año 1612, a partir del cual se perseguirían ya de forma sistemática este tipo de prácticas.

Y es en este contexto que se incoa el famoso proceso contra las brujas de Zugarramurdi, que culminará con el Auto de fe celebrado en la Ciudad de Logroño los días 7 y 8 de noviembre del año de 1610.  "Hoy sabemos —dice Caro Baroja— que la Inquisición, en este como en otros casos, fue arrastrada a actuar por el celo de la justicia secular y por una ola de pánico de las que periódicamente dominaban al País Vasco y que esta vez se extendió sobre la zona del extremo noroeste de Navarra, lindante con el Labourd. Las autoridades civiles habían realizado ya muchos arrestos e incluso habían ejecutado a varias personas cuando la Suprema dio orden al tribunal de Logroño para que realizara una inspección en aquella zona."

Ya en 1628, al calor todavía de este célebre Auto de fe, será el jurista catalán Antonio Iofreo (glosador y discípulo ferviente de Pedro Ciruelo) quien apostará abierta y directamente por las tesis de San Agustín en su Defensa del Canon Episcopi. Texto humano y entrañable, tan rebosante de erudición y fundamentación textual como de falta de claridad. Deficiencia que hemos intentado paliar en nuestra edición. Pero, qué más se le puede pedir a un también entrañable Iofreo tras la maravillosa perla exculpatoria que nos brinda al final: 

Y no se admire algún pescador de sílabas, si estas adiciones no van con más alto y primo lenguaje castellano, que como el que las hizo es catalán (que es lo mejor que tiene) y el lenguaje castellano no lo tiene por naturaleza sino por arte, y este nunca iguala a aquella, disculpa tendrá la impropiedad e incongruencia de mis escritos. Solamente me deje entender en lo sustancial pensando que, de la benignidad del lector, ha de recibir (y será cosa maravillosa) pulimiento esta piedra tosca. Y, pues fuera de las divinas letras no hay cosa tan bien escrita que no tenga necesidad de censura y lima, remítola a quien mejor lo sintiere, pues la pasión no deja la vista clara.

 Leandro Fernández de Moratín, que desempolvó el texto del Auto de fe de Logroño dos siglos más tarde, editándolo con una presentación y notas propias, ironizó sobre este procedimiento y hasta ridiculizó a sus tres jueces. Desconocía nuestro gran dramaturgo, u olvidaba conscientemente, demasiados detalles de aquello de lo que hablaba. Entre otros, que aquel juicio fue, con mucho, menos cruento que cualesquiera de los que con mayor frecuencia se celebraban en Europa. O que, precisamente, uno de aquellos tres magistrados Alonso de Salazar y Frías, participando de las tesis de San Agustín y, por tanto, de las recogidas en el Canon Episcopi, disintió de sus otros dos colegas y elaboró un profundo análisis de lo ocurrido en Logroño, aportando nuevas ideas para evitar futuros desatinos, adelantándose así a lo que otras voces de eminentes europeos mantendrían dos siglos más tarde, como restar valor a las declaraciones obtenidas bajo tormento, no dar crédito procesal a la opinión pública ("pública voz y fama"), ratificar con pruebas los meros testimonios o denuncias, etc.  Aportaciones todas ellas que serían asumidas oficialmente por la Inquisición, tras los memoriales y edictos de gracia por él mismo interesados.

Y en la misma línea, en un plano más teórico, aparece la voz del gran humanista Pedro de Valencia, volcada en su Discurso acerca de los cuentos de las brujas y cosas tocantes a magia (1610). "Opina allí —nos recuerda Menéndez Pelayo— que se debe examinar primero si los reos están en su juicio, o si, por demoniacos, melancólicos o desesperados, han salido de él. Parécenle los brujos más mentecatos que herejes, y opina que se les debe curar con azotes y palos, mas no con infamias ni sambenitos. Puede ser, añade, que el pacto sea entre ellos (los brujos y las brujas) y que estén de acuerdo en confesar tales disparates antes que lo cierto. En su opinión, los tales hechiceros (la cursiva es nuestra) no son otra cosa que gentes de mal vivir, que buscaban la soledad y el misterio para ocultar sus maleficios. Concluye Pedro de Valencia rogando que se examinen las causas despacio y que se trate con blandura a los reos, en lugar de exasperarlos para que confiesen desatinos y necedades. Nunca se ha impreso este tratado -sigue Menéndez Pelayo-, y ciertamente que lo merecía. Escrito con gran despreocupación y libertad de ánimo, era el mejor correctivo que entonces podía oponerse a las Disquisiciones mágicas, del P. Martín del Río, y otros libros ejusdem furfuris, que han costado más sangre a la humanidad que todas las invasiones de los bárbaros."

En 1799 se editan los caprichos de Goya, y entre ellos, uno de los más conocidos: el aguafuerte en el que él mismo se nos presenta durmiendo, con la siguiente leyenda al pie: "El sueño de la razón produce monstruos". Dos años antes, él mismo lo había descrito en estos términos: «El autor, soñando. Su yntento solo es desterrar bulgaridades perjudiciales, y perpetuar con esta obra de caprichos el testimonio sólido de la verdad».

Y así entramos en el siglo XIX, en que se impone ya el racionalismo y las brujas dejan de ser un problema grave en Europa (en España ya hemos dicho que nunca llegó a serlo). Existirán, como siguen existiendo, pero de otra forma, participando así en la protesta de otro tipo de movimientos que achacan la mayor parte de los males de occidente al imperio de la lógica y la razón. 

* * * 

En definitiva, a poco que el lector se acerque a las fuentes observará una realidad muy distinta a la conferida por los habituales tópicos vertidos sobre tan este triste y lamentable asunto de las brujas y los poseídos. Y, en nuestro afán divulgador, compilamos en la presente edición ocho textos esenciales para una cabal inmersión en el mundo de las artes mágicas, las brujas, los hechizos, las posesiones y los exorcismos.

Intentando respetar en lo posible su tenor literal, nos hemos permitido algunas alteraciones para acercar su lenguaje al español contemporáneo. Han sido mínimas y, en los casos más forzados reseñamos a pie de página la palabra u oración original que hemos modificado. Y con el mismo afán de aportar claridad y comprensión para el lector actual no ducho en la materia, casi medio millar de notas aportan claridad, comprensión e incluso amplían los textos aquí reproducidos. 

El primero de ellos, Artes mágicas, hechicerías y supersticiones en los siglos XVI y VII, es la mejor introducción para adentrarnos en los siete restantes. Se trata de un capítulo extraído de la Historia de los heterodoxos españoles de Marcelino Menéndez Pelayo, en el que se nos invita a un apasionante recorrido sobre la materia, repasando las obras de sus impugnadores, Francisco de Vitoria, Pedro Ciruelo, Benito Pererio y Martín del Río; los principales procesos de hechicería; los nigromantes sabios: el Dr. Torralba, las brujas de Navarra y el auto de Logroño, para culminar con un interesante comentario sobre la hechicería en nuestra "amena literatura". Sin duda el mejor punto de partida, como hemos dicho, para abordar los siete textos restantes.

El segundo es uno de los dos documentos capitales que motivan nuestra edición: Tratado por el cual se reprueban las supersticiones y super-cherías, escrito por Pedro Ciruelo en 1538. Ya lo hemos dicho: una relación directa y atractiva acerca del estado de las supersticiones en aquella España, definiendo y constatando las artes adivinatorias pro-piamente dichas (falsa astrología,  geomancia,  agüeros, sueños, salvas, desafíos, etc.) así como las prácticas supersticiosas para conse-guir bienes o evitar males, mediante conjuros, ensalmos y hechicerías, y el fenómeno de los poseídos por el demonio y las fórmulas deta-lladas para su liberación mediante exorcismos debidamente estable-cidos y regulados por la autoridad eclesiástica.  

El otro texto capital de nuestra edición es el Auto de fe celebrado en la Ciudad de Logroño en los días 7 y 8 de noviembre del año de 1610 siendo Inquisidor General el Cardenal, Arzobispo de Toledo, don Bernardo de Sandobal y Rojas, publicado por Juan de Mongastón y Seguido de una relación para que se tenga noticia de las grandes maldades que se cometen en la secta de los brujos, así como de algunas de las cosas más notables que apuntamos algunos curiosos, que con cuidado las íbamos escribiendo en el tablado. "Iluminado", como también se ha dicho, con la presentación y notas de Leandro Fernández de Moratín, oculto bajo el seudónimo El bachi-ller Ginés de Posadilla, natural de Yébenes, el  texto es lo suficientemente interesante para todo lector curioso, y poco hay que añadir a los protocolos, testimonios y opiniones que recoge y a la relación que contiene del propio Juan de Mongastón, para tener una idea suficien-temente precisa de lo que eran este tipo de procesos y, en concreto, de los hechos sobre los que este versó: las horribles prácticas y los aquelarres de la secta de Zugarramurdi. En todo caso, a las propias notas de Moratín hemos añadido otras de nuestra cosecha que hemos creído necesarias para aclarar algunos conceptos y términos o, sim-plemente, para constatar determinadas curiosidades que nos han pa-recido pertinentes.

Reproducimos íntegramente, en cuarto lugar, el Canon Espiscopi, tanto en latín como traducido al castellano, seguido del texto de Pedro Antonio Iofreu: Defensa del Canon Episcopi, en el que en un interesante alarde de erudición con profusión de citas y autores trata de utilizarlo como herramienta de interpretación nada menos que de la bula Coeli et terrae Creator de Sixto V, por la que se prohíbe oficialmente la astrología y, en lo que más afecta a nuestro propósito, las otras formas de adivinación. 

Finalmente, concluimos con dos interesantísimos documen-tos que cronológicamente podríamos considerar como el primero y el último sobre la cuestión que nos ocupa. En primer lugar la referencia de San Agustín en Lo que hay de cierto en  las transformaciones de los hombres por arte de los demonios, donde el lector comprobará que ya en el siglo IV dejaba claro que las experiencias sobrenaturales de las brujas no son reales sino solo fruto de su imaginación. Texto en el que, como ya se ha dicho, podría haberse inspirado el supuesto Canon Episcopi.  Y, por último, ya casi en el umbral de nuestro milenio, la presentación oficial del Nuevo rito de los exorcismos, por el cardenal Medina Estévez, prefecto de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, en la sala de Prensa de la Santa Sede, el martes, 26 de enero de 1999, texto que recoge la visión oficial de la Iglesia actualmente sobre la presencia del mal en nuestras vidas, detallando las formas de detectarlo y de liberarnos a través del servicio de la Iglesia y de sus ministros ordenados, delegados por el obispo para cumplir los ritos sagrados dirigidos a librar a los hombres de la posesión del maligno.

 

Servando Gotor



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