Desde mi barricada
Una tarde senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié. (A. Rimbaud)
domingo, 31 de agosto de 2025
EL ÚLTIMO SERENO (Antonio Envid)
miércoles, 24 de julio de 2024
JOHN MAYALL EN EL POLIDEPORTIVO DEL PARQUE DE ZARAGOZA, 1973 - CRÓNICA LITERARIA
Ahí estaba Román, Román H., el pobre Román, ¡Chicolini-Chicomarx!, con su tienda de discos. Nada
se resiste a... Imedio. Es la base de
toda unión. Ahí estaba, pegando el cartelito del concierto
en la puerta, con el Heraldo y el Aragón Express del quiosco del soscheposo
Celedonio soplándole en la oreja. Y él,
el quiosquero, con el gatito fru-fru haciéndole ochos entre las
piernas. Los dos, el gatito y el
chepudo, mirándole, jodiéndole. Y yo, te
la vas a cargar, Román; la puerta, que te la vas a cargar, eso es mejor con
celo. Ya lo sé, ya lo sé pero se me ha
acabado y no quiero dejar la tienda sola. ¿No te fías de mí, eh? No, para
vender discos no, ni loco. Ah, ya, que no es porque te vaya a quitar nada sino
porque espantaría a los clientes, ¿eh?
Sí, más o menos. Pegamento Imedio, con sus especialidades para cada
caso. Además, ya lo he hecho otras veces y nada, no pasa
nada, rascas luego el cristal y listo. Pegamento
Imedio banda azul, banda roja, banda verde (dos componentes) banda blanca,
banda amarilla, plex imedio, plast imedio, goma el mago, vencekol, disolución
imedio y cinta adhesiva imedio. Y es la quinta la quinta vez que
se despega en lo que llevamos de semana, que no, que esto es mejor que el celo.
Imedio no es sólo un pegamento, es pegamento y
medio.
Incomprensible pero aquel mismo día, aquella
misma tarde, un fiera del blues daba un concierto en el Salduba: John Mayall,
nada menos que John Mayall en la Zaragoza del franquismo. ¿Quién se ha vuelto loco? Estos accidentes no eran normales, de hecho
fue el único. Y Román ahí, organizando los discos, soportando estoica-mente,
sosteniendo, sujetando la situación, en
su tienda menguada por el quiosco de Celedoniososcheposo,
el jorobado encorbatado del gatito negro frufrú que hace ochos, frufrú, entre sus piernas o le pega
buenos lengüetazos al plato de leche, plas-plas-plas. Algún día le daré dos ostias bien dadas. Y yo tan feliz, sin enterarme de nada, los
auriculares a toda pastilla. Anda, lo
último del Clapton. Al scherif, Hay que
matar al Scherif, yes, yes,
yes. Buena, buena versión del tema (ahora se dice tema) del tema del jamaicano, el
rastafari aquel del que todo el mundo hablaba pero nadie conocía. Y qué
voz, qué voz la de la Elliman, ¿eh?, la vietnamita esa con aquellos ojos que me
recordaban a los de Zenaida, pero ni de lejos, más quisiera la Magdalena esa de
Jesus Christ Superstar. ¿Has oído, has oído ésta, Román? ¿Cuál? La del
Sheriff, Hay que matar al Sheriff. ¿Al Sheriff?
Al cabrón ese del cheposo, a ese hay que matar, nos ha jodido, y al
ayuntamiento en pleno. Y yo cambiaba de tercio, no se fuera a esca-par alguna
bala perdida que me diera a mí. Pero
enseguida, hmmm, lo que yo esperaba, el milagro de cada día: Zenaida,
que para eso iba yo a la tienda, para qué si no, ¿para oír al Clapton? Ni de
coña: Zenaida, Zenaida era lo único que me importaba. Sabía, conocía todos sus
movimientos y la hora exacta en que la chinita aparecía por allí, momento en el
que yo me plantaba en el mostrador, a lo plastafari y con un chicle en
la boca para alejar el espectro del pánico con motín de esfínteres,
masticándolo ostensiblemente, siguiendo el ritmo del Clapton, la cabeza muerta
abandonada al ritmo espasmódico del cuerpo, los brazos sueltos también, libres,
como Lucinda en el Suprema con el Joe Cocker a la sinfonola (mad dogs
& englishmen). Y los ojos
cerrados, como Lucinda también, pero con un resquicillo entre los párpados para
observar el efecto de tal guisa en Zenaida. Esperando que no se me notara el
temblar de las otras extremidades, las piernas, bueno siempre podría parecer
una pose estudiada de electrocutado.
Todo un poema. ¿Zenaida? Anda, qué
casualidad, tú por aquí, qué, ¿has visto, has visto? por fin tenemos nuevo
álbum del Clapton. Anda calla, calla, que no sabes cómo andan todos con lo de
doña Laura, hace un momento he visto a Adolfo, Zenaida le llamaba Adolfo, a secas, sin don; menuda cara llevaba,
iba a la comisaría, por lo visto tiene que declarar, que anda que no le ha
venido bien ni nada al Irascible todo esto, al menos eso dicen, y que ya nos podemos preparar, todos, todo el
barrio, que con lo de doña Laura se abre la veda, eso, eso están diciendo por
ahí. Y Román, pretendiendo distraer a
Zenaida, bueno hija, tranquila, a nosotros qué nos importa, tú, tranquila, a tu
marcha, nosotros a nuestra marcha. ¿A
nuestra marcha? Si la gentuza esa... Y
yo la interrumpí; atizado por la mirada que me lanzaba Román, le pasaba la
carpeta del Clapton a Zenaida como si fuera diseño mío, sí como esos que te
mandan una postal y se piensan que la foto la han hecho ellos, igual. ¿Has visto, Zenaida, has visto que distinto
está el Clapton, con el pelo rapado y esa barba corta?, también yo me voy a
dejar una barba así... ¿sabes? Y mastico
el chiclet con más fuerza, como los americanos, como el negro aquel del
Stork-club que magreaba a la Momi, la madre de la Charito Rosales, antes de que
se liara con el Bártol, a media luz pero delante de todos, igual. ¿Y el pelo?, por fin, por fin la voz de
Zenaida, otra vez la voz de Zenaida, voces
de Zenaida. ¿Y el pelo? ¿Y el pelo, ha dicho? Pero qué dice, qué
está diciendo: el pelo; qué Zenaida, qué dices del pelo, que si también te lo
vas a cortar así. ¡¡Horreur!! Mi
melena como natural, como abandonada;
que tanto tiempo de no-peluquería me había costado, pues figúrate: desde
que abandoné a los curas... hombre,
Zenaida, por Dios, el pelo, el pelo...
Pues estarías mejor, seguro, esos pelos que llevas, esos pelos... a los hombres no os favorecen nada. Dejo de mascar de golpe y por poco me trago
el chicle. ¿Que no nos favorece el pelo largo... ? Y, bueno, que sí, que ya ha
oído el LP y que le gusta, pero que tampoco es para tanto. Que es mucho mejor
otro que ha sacado al mismo tiempo, el de blues: “I was here”. El inglés,
pienso, ¡ya estamos aquí! Cómo lo ha
pronunciado: ay güás jiére... ¡táma ya!. No sabe inglés, casi nadie sabemos, pero
tiene más idea que yo, está claro. Será
por los discos. Intento reponerme y
vuelvo a masticar el chiclet ostensiblemente:
¡Ah! Ya, sí, ay güás jiére, lo
he oído... ―mentira―. Pero éste, el del Scheriff tampoco está nada mal, ¿eh,
Zenaida?, que no sólo de blues vive el hombre, ¿eh? ¿eh? Y nos reímos los dos,
pero yo con risa estúpida y temblorosa porque la chinita me vuelve loco. Como Román me miraba satisfecho, aprovecho el
lance: oye, Zenaida, y digo yo que... y digo yo que por qué no te vienes al
concierto, es pronto, a las siete, míralo, a las siete, y señalo el cartelito
de la entrada el pegado con imedio que casi oculta el Aragón Express del
cabrón del quiosco. Román me mata con la
mirada pero no tiene salida, como yo, tampoco yo tengo salida porque ahora todo
depende de Zenaida, de la voluntad de Zenaida.
Y Zenaida dijo sí y apareció con unos levis strauss
claros de pana, bien ajustaditos, y un lacoste azul marino.
Y allí nos presentamos, a las cinco en punto, dos horas antes, con todo el
calor del mundo. Todo para los dos, para
Zenaida y para mí. Los primeros o los
quintos, que había que coger buen sitio. Y ¿eso? Qué va a ser, Zenaida, una cámara de fotos,
de Bernardo, de tu tío, la he cogido en el estudio. Y masco chiclet haciéndome el interesantico.
Hombre, eso ya lo veo, ya veo que es una cámara de fotos, pero ¿para qué la has
traído? Joer, pues pa ver si cazo al
Mayall; bueno y, ya que preguntas, click, foto que te pego querida Zeni...
apunté hacia ella, enfoqué y, toma ya, la primera. Ahí queda eso. Qué guapa, pero qué guapa ha
tenido que salir, y con qué sonrisa...
Zenaida era seria, seriecita y eso me gustaba, y me di cuenta de ello
arriba, en la torre-faro de muestras, yo la miraba a ella y ella al Gol de
Jerusalén. Seria, sí, que una mujer
seria esconde más, como que tiene más misterio.
No como otras que es como si las tuvieras siempre desnudas y a tu
disposición, esas juerguistas y dicharacheras,
como la Charito Rosales, pongamos por caso. Claro que con la sonrisa de Zenaida me moría
también, interesante por excepcional. Zenaida estaba impresionante de cualquier
forma, con cualquier gesto. Cualquier
movimiento facial era un regalo divino. Todo le sentaba bien, la cosa más
horrible parecía hermosa junto a ella, con ella, sobre ella, bajo ella. Incluso... ¿yo? Clic, toma ya, la
segunda; qué tontaina eres, hijo. Y por poco se me cae la cámara al
enfundarla. El Salduba era el
polideportivo del parque, estaba en lo más hondo, a la orilla del Huerva. Era el cielo, desde aquel día el Salduba fue
para mí un trocito de cielo como la torre-faro de la feria de muestras. Zenaida
y yo juntos toda la tarde, ¡toda!
Zenaida y yo solos, bueno con
tres mil personas más pero ¿no dijo alguien que la soledad donde más claramente
se palpa es entre multitudes?. Me
gustaba el Mayall claro que me gustaba, pero aquella tarde lo que menos me
importaba era él. Sólo Zenaida, Zenaida y nadie más, bueno, Zenaida y yo. How can I tell you that I love you, I love
you, But I can’t think of right words to say.
¿No
hemos venido muy pronto? Media hora y aún no habían abierto. Y, de repente, por arriba, por el
parque, aparece un wolkswagen, un escarabajo de esos de colores chillones,
con flowers, peace & love.
Hippie total. Para y surgen de él
unos melenudos zarrapastrosos. Estos sí que eran de verdad, y no de cartón
piedra como el Sito y la Luci.
Extranjeros, sí, no había duda; que, además, uno era negro. Venían hacia
nosotros, hacia la fila de cuatro, junto a la entrada, a mí que me registren
que no he hecho nada. Uno rubio,
chupado y desgarbado, con una pierna enyesada, nos saludó, hello. Contestamos todos, yo, tímidamente, también, hello. Técnicos, seguro. Y en la cola una voz, coño, pero que es él,
coño, el de la pierna, que es John Mayall.
Sí, es cierto, parece John Mayall, pero imposible. Las estrellas no van así por
la vida, claro que ¿quién de los de allí había visto alguna vez a una
estrella? A mí que me registren, ¿eh,
Zenaida? A mí solo me importaba mi
chica, my baby, clic, tóma,
y van tres, ¡John Mayall, por aquí, pasando ante nuestras mismísimas
narices! No si parecerse se parecía, era
clavado al de las carpetas de los discos pero, anda ya, cómo va a ser el Mayall
en persona, así, delante de nuestras narices.
Y qué coño, a mí qué me importa, que yo sólo estoy atento a mi chica, a
su carita de niña, baby face, que por cierto, sí, ella sí parecía
impresionada, ¿sería de verdad el Mayall?
Sí, con la pierna escayolada, seguro, anda ya. En
todo caso también yo me quedé un momento sin masticar con cara de idiota, más
aún si cabe. Miré de reojo a Zenaida, por si me había oído el hello
aquel bajito y tembloroso, por si había notado mi debilidad y volví a mascar
chicle con fuerza como si me
hubiera limitado fríamente a ser cortés
con el extranjero aquel. Los hippies
melenudos y extranjeros golpearon la puerta, se abrió y desaparecieron. Que sí,
decía uno, que era John Mayall. ¿Con la pierna escayolada? ¿Y va a actuar con la pierna escayolada, eh,
con lo señoritos que son estos tíos y la pasta que tienen? Podías haberle
sacado una foto. Qué coño, Zenaida, que no, que no era John Mayall, para qué
voy a desperdiciar carrete con un cojo zarrapastroso. Aunque no lo fuera,
aunque no fuera John Mayall los tipos esos son muy curiosos, te hubiera quedado
bien. A ver, Zenaida, a ver que me
aclare, ¿no decías que los pelos largos no nos sientan bien a los hombres?
Perdona pero no te estoy hablando de tíos guapos sino de una fotografía
distinta, interesante. Sí, claro, es
verdad, tenía razón, Zenaida siempre tiene razón. Entiendo, entiendo, dije en
alto; y, hala, otra vez a darle al chicle, pero de paso, clic, venga, la
cuarta, por hablar y, encima, tener razón.
Abrieron casi a las seis y nos hicimos con
dos sillas en la primera fila. Buen recibimiento, nos dieron un folleto con la
fotografía del Mayall, pues sí que se parece al rubio zarrapastroso aquel, y
una nota biográfica de los miembros de la banda. La fotografía era la misma del cartelito de
la tienda de Román y de los muchos pósters que había colgados por el escenario
detrás de los amplificadores. Había
merecido la pena esperar, ¿lo ves, Zenaida?, tú hazme caso. Seguí haciendo el
mono toda la tarde y Zenaida riéndose. El Ruso, que liga mucho, me dijo una vez
que si uno es gracioso lleva mucho ganado, pero hay que ser gracioso, ¿eh? Que
eso no es fácil y, si fallas, el efecto es justo el contrario: la vergüenza más
atroz. Y, sin cansar, ¿eh?, que ya lo decía Gracián: hay que dejar siempre
con ganas. Bueno, yo seguía haciendo el payaso y no parecía ir mal la cosa.
El pabellón se llenó, la banda comenzó con mucha marcha las primeras notas de
lo que acabaría siendo el Crocodile walk y anunciaron al Mayall. Y allí apareció la estrella, por fin, sin
ningún glamour, que el hombre este es un tío sencillo; y, por supuesto, con la pierna escayolada. ¡Era él!
Sí, decíamos, era él. Y nos
rompíamos de risa. ¿Lo ves? La
fotografía que te has perdido. Y aquí ni se te ocurra disparar que nos
detendrán. OK, Zenaida. Volvía a tener
razón, el pabellón estaba plagado de grises.
Y el Mayall, a pesar de su
cojera seguía su marcha, so many roads, so many trains to ride, I've got to
find my baby, 'fore I'll be satisfied. Yo
ya tenía a mi chica, aquí, cerquita de mí y me pasé el concierto mirándola a
ella; mis manos baquetas, mis piernas batería completa, all drums,
siguiendo el ritmo mascando chiclet, sin quitar el ojo a Zenaida, ¿qué, te gusta? ¿te gusta,
eh, Zenaida? Qué sí, hombre, que sí, ¿qué miras? No, no, nada, que me lo estoy
pasando pipa, Zenaida. ¿Qué haría, qué
podría hacer yo para impresionarla, para que me admirara, para ser el héroe de
su vida, el Zorro, el Tulipán Negro, Tarzán... el hombre, el hombre de su
vida? Y el concierto in crescendo
hasta la apoteosis final, Room to move, el pabellón entero bailando,
todos encima de las sillas, Zenaida y yo de la mano. Hasta de la cintura la cogí en uno de los
lances. ¡Bestial! La cintura de Zenaida. Su cabecita pegada a
la mía, su piel y su cabello perfumados, ¿qué colonia llevas? Mirurgia,
normalita. ¿Normalita? En la piel de
otra. Qué tonto, qué tonto te
pones. Concluyó, Room to move puso fin a los dos bises
y pedíamos más, todos queríamos más.
Pero no, en lugar de más bises hubo más grises, el concierto se acabó, se abrieron las dos
únicas puertas del recinto, a nuestra espalda, frente al escenario y como la
gente, sobre todo la que estaba en las gradas de los lados no se movía,
subieron ellos, los grises, y se liaron a porrazos. Yo preocupado por Zenaida
porque desde el interior echaban a la gente a palos y en las salidas los
despedían con más porrazos. Aquello era
una ratonera, no había salida ni hacia atrás ni al frente. Zenaida se asustó
algo, aunque era muy valiente. Y ahora qué, me dije. Si no nos movemos, mal, nos sacudirán los de
dentro; si salimos, se pondrán morados los de la puerta, los grises, míralos,
mira qué cabrones, están disfrutando. Los abucheos disminuían porque cada vez
había menos gente. Y yo: Zenaida, tú aquí, aquí, conmigo. No sé por qué decía eso, no tenía ni la menor
idea de cómo salir de allí. Eché mi mano
sobre su hombro, con decisión, porque cuando estamos con alguien a quien
creemos más débil que nosotros nos sentimos más fuertes. No dijo nada. Me
encantaba la falsa sensación de que fuera mía. En realidad tampoco parecía
asustada, al menos muy asustada. Es valiente, sí, es la ostia. Nos acercamos con cuidado hacia la puerta de
la derecha, parecía que allí había más gente y entre la multitud algún golpe
nos ahorraríamos, bueno, más bien me lo ahorraría yo porque lo que tenía claro
era que, al salir, mi cuerpo sería coraza y escudo del suyo. Entre las dos puertas estaba el bar, un
simulacro de barra, casi sin gente. Los
grises seguían machacando con fuerza, ya todos en las puertas, los de dentro se
habían limitado a que la gente dejara las localidades. De los pocos que
quedaban, alguno todavía se atrevía a abuchearles. Fue lo primero que vi, lo primero que vimos,
parecido a una manifestación, la primera, el primer acto de repulsa, repulsa y
violencia, de los muchos que nos esperaban en los años venideros. Se me encendió una luz. Yo veía que, en la barra del bar, entre ambas
puertas, había tres o cuatro señores tan tranquilos, tan felices. Vamos a ver, pensé, si en lugar de salir nos
acercarnos hasta allí, hasta la barra, y pedimos algo de beber, no sé un par de
cañas, y nos plantamos como quien no quiere la cosa y, sobre todo, si no
pagamos hasta que no las hayamos bebido...
no sé, pero si viniera alguno de esos malditos grises a echarnos, los
del bar nos protegerían, digo yo, aunque sólo fuera por cobrarse las cañas; y
si no, los tíos esos que están allí, tan tranquilos en la barra..., seguro que
no han pagado; bueno quizá sean de la organización, seguro, tan mayores... No sé, además, están echando a la gente que
se niega a salir, pero uno que se está tomando algo se está tomando algo, está
claro; no es que se niegue a salir, simplemente es que se está echando una
cerveza.
Lo intenté. Cuando ya estábamos cerca de la
puerta de la derecha, con los grises zumbando a diestro y siniestro, tomé a
Zenaida de la mano y de un tirón nos plantamos en la barra, entre las dos
salidas. ¿Una caña, Zenaida? Y ella, gratamente sorprendida, conteniéndose la
risa: mejor una cocacola. Y, yo, al camarero, mascando chiclet y encendiéndome
un cigarrillo: a ver, una cocacola y una caña, ¿de grifo?, sí, la caña de
grifo. Le guiñé un ojo, cerveza en la derecha, cigarrico en la izquierda,
chiclet entre los dientes... y respiré tranquilo porque... when something is wrong with my baby something is wrong is me, lo juro, cielo.
Todo fue mejor de lo esperado, no me había
terminado el cigarrillo y las puertas se cerraron, los grises tras ellas y
nosotros, ya totalmente a salvo, en el interior; Zenaida con su cocacola,
yo con mi caña. El pabellón vacío, salvo los de la organización, técnicos,
operarios y algunos periodistas. Los técnicos, todos melenudos, extranjeros y
con vaqueros raídos, sí señor. Pagué
tranquilamente, Zenaida hizo mención de salir, pero la volví a tomar por el
hombro, one moment baby, please.
Me acerqué, nos acercamos al escenario y le pedí a uno de los que había
por allí un póster, thank you, sire, toma, Zenaida, para ti, un recuerdo
del concierto, son simpáticos estos extranjeros melenudos y zarrapastrosos a
quien no hay dios que los entienda porque
hablan un inglés muy raro. No
llamábamos la atención, los técnicos se pensarían que éramos de la
organización, los de la organización que éramos hijos de algún pez gordo, que
en aquellos tiempos, como en estos, en los anteriores y en los por venir todos
eran, son y serán mandamases, jefes, líderes, dueños, amos... Nos metimos como si nada en los vestuarios,
con la misma normalidad que deambulaban los demás. Y allí, allí estaban todos,
los periodistas locales y los músicos recogiendo sus bártulos. A John Mayall lo
entrevistaba Plácido Serrano, el de la radio, Alrededor del reloj era su
programa. Me metí en medio, sin contemplaciones. Con una mujer guapa uno puede meterse donde
quiera. Y le largué al Mayall el
folleto que nos habían dado a la entrada, for Zenaida, please, ZE-NAI-DA,
tres sílabas como tres alondras que escapan de la noche... Y mientras firmaba el autógrafo, en medio de
la entrevista, clic. Y van
veinticinco contando esta, esta en la que aparece el Mayall con Zenaida, por
cierto mirándola con... no sé, no sé, algún día la romperé; con esta, digo, van
veinticinco. OK, thank you, thank you
very much, mister Mayall, que quiere decir: bien, gracias, muchas gracias,
señor Mayall.
De "La ciudad sin faro"
sábado, 22 de junio de 2024
ALEJANDRO MAGNO O LA FÓRMULA PARA POSEER EL MUNDO (Servando Gotor) TEXTO COMPLETO
3. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las herramientas: (I). Carisma y proyecto
4. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las herramientas (II). El sistema político y de gobierno: de la democracia de la polis a la monarquía macedónica
5. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las herramientas (III). Ejército, administración, y legitimación
6. Más allá del Imperio (a modo de conclusión)
1. Un libro como terapia
Comencemos con una anécdota alejada cronológica y geográfica-mente del
contexto alejandrino: Capua, Italia, siglo XV. En sus habi-taciones palaciegas,
el Rey Sabio aragonés Alfonso V, también conocido como el Magnánimo por su
esplendida generosidad con los miembros de su ilustrada corte napolitana, está
enfermo. Antonio Beccadelli, poeta y
escritor de cabecera del monarca, nos cuenta en sus Dichos y hechos de
Alfonso, rey de Aragón cómo él mismo consiguió animarlo y prácticamente
sanarlo, ayudándose simple-mente de la lectura de un libro interesante y
entretenido: «Estando el rey enfermo en Capua, muchos buscaban muchas cosas
para alegrarlo, cada cual lo mejor que sabía y podía. Yo, en aquella sazón
estaba en Gaeta y en cuanto lo supe, con la mayor presteza que pude, armado de
mis libros y medallas y cosas en que el rey pensaba dar solaz y pasatiempo me
vine para él». Así, que lo primero que hizo para entretenerle, según dice, fue
ofrecerle un libro. El rey comenzó a tomar tanto gusto y tanta alegría en oír
las cosas que en él se contaban que «los médicos se espantaron» viendo cómo se alivió, y «casi despidió todo el mal que tenía». De tal manera que «dejadas
aparte todas las otras recreaciones y pasatiempos que para aliviarlo solía
buscar, solo ocupábamos cada día en tres capítulos». «Tanto que enseguida
acabamos de leer todo el libro».
Aquel libro no era otro que la biografía de
Alejandro Magno escrita probablemente en el siglo I de nuestra era por un tal
Quinto Curcio Rufo, de quien aparte de
la autoría de esta obra poco más sabemos. Lo cierto es que tras su apasionante
lectura, Alfonso el Magnánimo «se burlaba de los médicos, diciendo que Avicena
era un charlatán, y que no había ninguna otra cosa sino Quinto Curcio».
Alejandro Magno es sin duda el personaje histórico
sobre el que más se ha escrito y el más divulgado de todos los tiempos. Y raro
es el año en que no aparecen nuevos estudios, ensayos o novelas sobre él. Lo
que hace que una y otra vez reiteremos el tópico de preguntarnos si todavía
queda algo por decir sobre el monarca macedónico. Con lo que, salvo que afloren
nuevos hallazgos arqueológicos, a lo único que podemos aspirar es a que surjan
algunas hipótesis más o menos imaginativas sobre él. En todo caso, las fuentes
de las que emanan todas las teorías, leyendas y fantasías que constantemente se
publican, las encontramos fundamentalmente en tres textos monográficos: las
biografías de Arriano, Plutarco y Quinto Curcio. Ninguno de ellos fue
contemporáneo de Alejandro, pero los tres se sirvieron expresa y críticamente de
textos de autores que sí lo fueron: Calístenes, Ptolomeo, Aristóbulo,
Onesícrito y Nearco. Biógrafos estos cuya obra fragmentaria hemos podido conocer
gracias a las citas que aquellos nos han legado.
De los tres biógrafos citados, Arriano y Plutarco
se tienen por más rigurosos que Curcio, consideración esta que en sí misma no
deja de ser algo injusta, ya que los dos primeros son estrictamente historiadores,
mientras que nuestro autor más que historia (que también), lo que hace es un
juego retórico, algo que se acercaría más a lo que actualmente llamamos novela
histórica. Evidentemente, si los límites entre géneros ni siquiera hoy parecen
claros, difícilmente podrían estarlo en una época en que ni siquiera había
debate alguno al respecto. Pero es que si, incluso hoy, la novela histórica
resulta inadmisible cuando en la esencia quiebra el rigor histórico, mucho más
intolerable resultaría entonces, en que, en definitiva, pareciera que Curcio
estaba haciendo lo mismo que Arriano y Plutarco.
A Curcio, como mucho, solo se le puede reprochar lo
que era, y lo era a mucha honra: un retórico. Y una vez que lo situamos como
tal retórico lo que no podemos es exigirle el estilo frío, distante y objetivo
que se le presume al historiador. Porque, ciertamente, la inclinación por la
retórica le lleva a Curcio a insertar en su obra abundantes sentencias y
grandes discursos, tanto del propio Alejandro como de Darío y de algunos
personajes más. Discursos que son, en
efecto, auténticas obras literarias pero que no por ello dejan de recoger y
mostrarnos el espíritu, la personalidad y los fines perseguidos por quienes los
pronuncian, así como el contexto político, psicológico y geográfico del momento.
Y aquí encontramos la razón por la que Curcio
resultó tan gratificante e incluso saludable para Alfonso V de Aragón: la
verdad histórica, poéticamente aderezada e incluso sublimada. De hecho, hasta
podríamos aventurar que para el monarca enfermo jamás hubiera tenido el mismo
efecto balsámico la Anábasis de Alejandro, de Arriano.
En todo caso, la retórica, la poesía, la
literatura, el arte en suma, no solo no tienen por qué estar reñidos con la
realidad de la que nos hablan, sino que deben ser, además de verosímiles,
verdaderos.
Pero es que, a mayor abundamiento, las propias
leyendas, los mitos, en cuanto tales, también forman parte de la realidad, y
por tanto, de la verdad histórica. Es
más, incluso esconden más verdad que algunos hechos históricos. Porque la
leyenda no solo resume, compendia y abstrae la esencia de multitud de hechos
reales repetidos, sino que, además, cuando se consolida, tiene efectos
históricos y sociales de mayor fuste que cientos y miles de acontecimientos
reales. Y las biografías (más o menos legendarias) de Jesús de Nazaret y del
propio Alejandro así lo confirman: la influencia del cristianismo y el
helenismo han forjado durante siglos la conciencia occidental con independencia
de su realidad histórica.
Por lo demás, y a diferencia de Jesucristo,
Alejandro fue ya toda una leyenda en vida. Con lo que debemos presumir que
aquellos primeros textos de sus biográfos contemporáneos estaban impregnados,
con mayores o menores prevenciones, de esa leyenda. Lo que tampoco resta rigor a los mismos, ni a
la propia leyenda. Al final, en la Historia, en el devenir humano, para bien o
para mal, la leyenda, el mito, acaba por imponerse a la realidad, más tarde o
más temprano, influyéndola, modelándola y encauzándola.
A Alejandro y Jesús de Nazaret les bastó una vida
corta a ambos (32 y 33 años, respectivamente) para forjar una conciencia
colectiva de tal magnitud que sigue imperando en nuestros días. Sus respectivas
biografías están reelaboradas, por supuesto, pero las de Alejandro se
escribieron directa y personalmente por hombres muy cercanos a él, mientras que
los evangelistas compusieron sus obras con lo que la tradición oral les había
transmitido. A este respecto, el antropólogo norteamericano Marvin Harris,
subraya que ningún historiador romano contemporáneo de Jesús, lo menta. Y ello
con específica mención a Flavio Josefo, quien con dos obras especializadas en
el mundo hebreo (De la guerra judía
y Antigüedad Judaica), es el autor de
referencia sobre los acontecimientos políticos y militares en Palestina durante
su propia época. Pues bien, Josefo, habla nada menos que de cinco mesías (Atrongeo, Teudas, el anónimo
"canalla" ejecutado por Félix, el "falso profeta" egipcio
judío y Manahem) y, sin embargo, omite por completo tanto a Jesús como a San
Juan Bautista. Silencio del que tampoco debe colegirse, ni mucho menos, la
inexistencia de ambos, pero sí el poco eco, la escasa influencia que pudieron
tener en vida y, en consecuencia, el mayor grado de elaboración que necesitaron
emplear aquellos que sin conocerlo, ni ser siquiera coetáneos, escribieron
sobre ellos.
De todo lo cual, y a sensu
contrario podría concluirse que las obras que nos han llegado de Alejandro contienen
grandes dosis de verdad. Y dada la enorme influencia y talla del personaje, se
explica también el interés que siempre ha suscitado su vida. Y, especialmente,
cuando esa vida se nos traslada con la magia y pasión propia de lo literario,
tal y como nos la ofrece Quinto Curcio.
Pero, en suma, ¿qué hizo Alejandro?
¿Qué pudo hacer para suscitar semejante interés? Sembrar las semillas de lo que
se ha dado en llamar helenismo. Eso es lo que hizo. Alejandro, con el
pretexto de vengar viejas heridas infligidas por los persas a los griegos, los
conquistó, y al conquistarlos, no solo les impuso la mentalidad griega, sino
también tomó de ellos ciertas formas y costumbres, forjando una nueva sociedad
híbrida y universal que está en la base de nuestra cultura occidental.
2. Coartada para un proyecto muy personal: la Monarquía Universal
En principio, la gesta de Alejandro y de la
mentalidad griega en general, tenía por objeto resarcirse de los daños y
vejaciones causadas por los persas a los griegos desde tiempos inmemoriales (la
propia guerra de Troya está en el contexto de esta rivalidad). Pero la
humillación más reciente en el recuerdo de entonces, aparte de la ocupación de
las islas del Egeo y toda la costa de Asia Menor por el Imperio aqueménida, fue
la destrucción de la mismísima Acrópolis por Jerjes I, Rey de Naciones,
parte de cuyas ruinas quiso conservar Pericles para que nunca cayera en el
olvido semejante agravio. Y no solo las ruinas, también las letras fijaron para
la posteridad aquel inolvidable escarnio:
Cuando
vieron los atenienses a los bárbaros en la Acrópolis –recuerda Heródoto-, unos se lanzaron desde los
muros, pereciendo despeñados, y otros se refugiaron en el templo de Atenea. Lo
primero que hicieron los persas nada más subir, fue encaminarse hacia la puerta
del templo, y una vez abierta pasar a cuchillo a todos los que allí se habían
refugiado. Degollados todos y tendidos, saquearon el templo y entregaron a las
llamas la ciudadela entera. (Heródoto,
8.53).
El resarcimiento pretendido por Alejandro se
centrará por supuesto en la liberación y recuperación de los pueblos griegos
ocupados por los persas. Ahora bien, una ocupación de tantos años había
acomodado a estas gentes a muchas de las costumbres bárbaras, y ello hacía que
en aquella liberación concurrieran a veces sentimientos encontrados, de modo
que aunque en unas plazas predominaba más el espíritu griego, en otras se
imponía el persa. Lo cierto es que se trataba de poblaciones, en general, que
no veían a Alejandro como a un invasor sino más bien como a un libertador. Por
lo que no solo las sometía con cierta facilidad sino que, además, su ejército
se incrementaba y reforzaba con los propios conquistados que compartían ese
espíritu de venganza contra la tiranía aqueménida. Venganza, sí. Porque no
bastaba el resarcimiento. La venganza cargada de resentimiento exige un plus
que la restitución no alcanza, imponiéndose además el castigo y la humillación;
una intromisión hacia oriente para doblegar, someter y escarmentar al poderío
persa: si ellos habían ocupado y profanado hasta el mismísimo Partenón,
Alejandro aceptaría (a su manera) el reto del nudo gordiano, y conquistaría Babilonia, visitaría en Siwa el
templo de Amón proclamándose hijo de este dios, sería recibido en Menfis,
también como auténtico libertador de los egipcios, y finalmente, y aquí llega
el núcleo de la venganza, arruinaría Persépolis, sede del antiguo trono de los
reyes persas y cabeza de su Imperio que, en palabras del propio Alejandro
(según Curcio),
había
sido para los griegos la ciudad más
funesta, puesto que desde ella partió el espantoso diluvio de ejércitos que
inundó Grecia; y desde ella fraguaron, primero Darío y después Jerjes la más
detestable guerra que asoló a Europa, por todo lo cual estaban obligados a
destruirla, vengando así tantas ofensas, y consagrando su ruina a la memoria de
sus antepasados (5.6).
Hasta aquí la posible coartada de Alejandro. Porque
consumada la venganza y el severo castigo (5.7), su desmedida ambición forjará
un nuevo horizonte que ampliará su gloria: la Monarquía Universal. Algo
ya apuntado incluso por un Darío derrotado y traicionado por los suyos, que
habría llegado a pedir a los dioses favorecieran las armas de Alejandro hasta
convertirlo en Monarca del Universo (5.13). Supuestas palabras de Darío que, en
realidad, no reflejarían sino el verdadero deseo de Alejandro (nuevo o
sobrevenido, eso no está claro), quien enseguida las hizo propias (6.3),
pretendiendo algo más que el mero sometimiento de los persas: la conquista del
mundo, ya no solo en su condición de líder griego, sino también como sucesor
del Imperio aqueménida. En definitiva, tras la muerte de Darío y la destrucción
de Persépolis, Alejandro se siente y de hecho se convierte en heredero del
Imperio persa. Y a partir de entonces, seguir avanzando ya no será un acto de
venganza o justicia sino de conquista.
Ahora bien, Alejandro, tan sagaz como ambicioso,
sabía perfectamente que un dominio sin límites solo es posible sojuzgarlo y
mantenerlo a base de concesiones. Y, de hecho, la ocupación no tratará tanto de
imponer la cultura griega como de generar una nueva sociedad híbrida y sosegada
en la que necesariamente se mantendrán algunos elementos esenciales de la
Persia aqueménida:
Nada
es duradero por la fuerza de las armas. Solo el recuerdo de los favores nos
hará eternos Por lo cual, si queremos conservar a estos pueblos, es preciso
hacerlos participes de nuestra clemencia
(…) no es posible gobernar un
imperio tan grande sin ofrecerle algo nuestro y tomar algo suyo (…) Ojalá los
indios también me tuviesen por dios suyo,
pues la fama es tan importante en las guerras que a veces tiene más
fuerza la mentira que la verdad». (8.8).
3. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las
herramientas: (I). Carisma y
proyecto
Llamamos «carisma» a la cualidad de una persona individual
considerada como una cualidad extraordinaria. Originariamente era una cualidad
derivada de un poder mágico (…). Por esta cualidad se considera que la persona
que la posee está dotada de fuerzas o propiedades extraordinarias, no
accesibles a cualquier persona, o que es una persona enviada por Dios o una
persona modélica y que, por lo tanto, es un «líder». En la definición del
concepto de «carisma» es totalmente indiferente cómo se podría valorar esa
cualidad objetivamente desde un punto de vista ético, estético o desde cualquier
otro punto de vista. Lo único que importa es cómo esa persona es realmente
considerada por sus sometidos, por sus «seguidores».
(Max Weber: Sociología del
poder. Los tipos de dominación, IV, X).
Carisma.
Para que el carisma germine es necesaria distancia. Alejamiento suficiente que
posibilite la magia y el milagro de una imagen heroico-poética: el mito,
siempre impregnado por el aura de lo divino. Y la poesía y el mito, per se,
exigen indefinición, cierto grado de sfumato que abra las puertas a la
imaginación de las masas, para que esta vague libre y desbocada, completando,
concretando, materializando y hasta exagerando esa imagen difusa con virtudes,
trazos y características extremas, y leyendas y hazañas más o menos ciertas,
más o menos ficticias, que la retroalimenten.
Mas para acceder a la mera
posibilidad del divino soplo carismático son necesarios ciertos resortes
que sirvan de trampolín. Alejandro los
tenía todos. Para empezar, era hijo de
un rey. Y no de un rey cualquiera sino de un rey de un pueblo en alza, un rey
culto e inteligente, ya sellado con el marchamo del éxito. Porque cuando nace
Alejandro, Filipo, gracias a sus alianzas y políticas matrimoniales, se ha
hecho en Pela con una corte de príncipes macedonios que apuestan por la unidad bajo
su liderazgo, con intenciones, además, de extender su dominio e influencia por
toda Grecia, aquella altiva Grecia de Atenas, Esparta y Beocia, para la que
todas las demás naciones, incluida Macedonia, eran bárbaras. Cierto que detrás
de esta ambición latía cierto complejo de inferioridad. Y quizá por eso Filipo,
que se había formado en Tebas, no soñaba culturalmente con una Grecia
macedónica sino con una Macedonia griega incorporada al exquisito mundo heleno,
y no como un pueblo más, sino como el primero. Los macedonios, ya desde el
primer Alejandro, el Filoheleno, se sentían griegos y sucesores de
Heracles, y aspiraban no solo a formar parte de ese culto universo, sino a
dirigirlo[1].
Por eso, y para atraer hasta
Pela a los reyes de las dispersas tribus macedónicas, Filipo ofrecía a los
hijos de estos una exquisita formación griega junto a él. Para lo cual se había
hecho con una sólida nómina de maestros, pensadores, artistas, poetas, y
estrategas y militares de primer orden.
Pero es que a las ventajas de
aquella regia cuna hay que añadir que cuando Alejandro sucede a su padre lo
hace ya como hegemon, como máximo cargo militar del ejército de la Liga
de Corinto, acuerdo de paz tras la batalla de Queronea, en que Filipo sometió a
toda Grecia, ya con la decisiva participación de un joven Alejandro. Alianza
que ya contemplaba como objetivos tanto la liberación de las ciudades griegas
de Asia Menor sometidas por los persas, como la propia eliminación del Imperio
aqueménida.
Infraestructura técnica, pues,
y poder (Jesucristo careció de una y otro). Y no solo eso: Alejandro tenía
también ambición personal, carácter, empatía, energía, inteligencia y
magnanimidad. Cualidades todas ellas que unidas a ese poder efectivo que
ostentaba, le granjeaban la admiración, aprecio y respeto de todos los
príncipes macedonios de su Corte, nutrida además de sabios y maestros, y de
compañeros suyos de juegos y estudio: los amigos (philoi).
A todo lo dicho, parece que
Alejandro destacaba también, además de por su recia formación humanista y
militar, por un eficaz dominio de la palabra. Nos han llegado discursos y
arengas que, reales o apócrifos, no dejan de ser verosímiles por la propia
necesidad de los mismos (y sus ulteriores y efectivos resultados) para alentar
a los soldados en los momentos más bajos de la conquista, que fueron unos
cuantos:
Sabía
levantar, como nadie, el ánimo de sus soldados y colmarlos de buenas
esperanzas, así como eliminar la sensación de miedo en los peligros por su
propio desconocimiento de lo que es el miedo. (Arriano,
7.28).
En cuanto a su aspecto físico,
el propio Arriano (7.28) llega a
decir que «fue el hombre de más bello cuerpo». Y es verdad que tradicionalmente
se le describe como un joven apuesto y
atractivo, con un mechón de cabello largo, rizado y una piel clara. Que ladeaba
la cabeza levemente hacia la izquierda y sus ojos mostraban una mirada que
atravesaba, rasgos estos dos por los que, no obstante, se ha llegado a
especular si padecía algún trastorno ocular. Además, quizá siguiendo costumbres
persas y seguramente para presentarse ante ellos de modo más familiar, nos lo muestran
lampiño, imponiendo en Occidente la moda de afeitarse.
Pero le fallaba la estatura. De hecho,
cuando Sisigambis, la madre de Darío,
ve por vez primera a Alejandro que está junto a su amigo Hefestión (3.12), se
dirige erróneamente a este en vez de al rey porque aquel era de mejor porte y gentileza. Y en Susa, al
sentarse en el trono de los reyes persas, necesitó una mesa en lugar de un
taburete para apoyar los pies porque no le llegaban al suelo (5.2). En el
Román d’Alexandre, se dice
que medía tres codos (menos de metro y medio), con lo que se ha llegado a
bromear afirmando que el mayor conquistador del mundo se reducía a tres codos
terrestres. Todo lo cual ha sido fuente de hipótesis y chascarrillos, hasta el
punto de considerar su estatura como causa de un trauma personal que podría
estar en la raíz de toda su energía y ambición. No obstante, y según Robin Lane
Fox, aunque «en el mito germano Alejandro era recordado como rey de los enanos
(…) sería precipitado explicar su ambición sobre la asunción de que era
extraordinariamente bajito».
Ahora bien, al líder de masas,
incluso al militar que encabeza la vanguardia de un ejército masivo, ¿quién lo
ve de cerca? Y los que lo ven, ¿cómo y dónde lo ven? ¿Quién puede escuchar de
verdad sus discursos? En realidad muy pocos, porque el líder solo aparece en
escena y a distancia. Arriba, en lo alto del proscenio: unas veces la Corte,
otras el frente de batalla. Algunas, más cercanas, pero tan breves, preparadas
y estudiadas, que como toda buena puesta en escena, aunque no se note, también
impone distancia. Y siempre, y en todo caso, rodeado y protegido por los suyos,
resguardando, cuidando y enalteciendo su imagen. Solo estos son verdaderamente
los más próximos: sus compañeros, sus amigos, quienes ya lo conocen bien y
ponderan sus muchas virtudes, siempre ―es verdad― muy por
encima de sus defectos y debilidades, que también conocen. Y es precisamente en
este círculo íntimo y estrecho, dónde se fraguan el cariño, el respeto, la
admiración y, finalmente, la legitimidad y obediencia: la autoritas.
Imagen que, desde aquí, se esparcirá de boca en boca entre los soldados,
quienes además la verifican in situ al beneficiarse personalmente de las
riquezas que los despojos de las victorias les granjean. En última instancia, ese correr de voz en voz
partiendo de las impresiones de los suyos y del nimbo áureo fruto de la
indefinición, va modelando finalmente, con imaginación y magia, al personaje,
al héroe. Al mito. Es la fama, que contribuirá más que la reputación,
«más que sus propias armas, al incremento de su gloria» (4.4.). Fama que
generará magia, incrementada de modo muchas veces decisivo por la suerte: la Fortuna, siempre tan generosa con Alejandro, hasta el
punto de hacerlo verdaderamente invencible. Y así es como aflora y cristaliza
el carisma, que no solo exagera las virtudes, sino que oculta o elimina todo
defecto, elevando al personaje a acariciar la categoría de dios.
El proyecto.
Pero el carisma, o solo el carisma, no es suficiente. Hace falta tener un
proyecto propio que transmitir a la masa. Y Alejandro, a falta de uno, tuvo
dos. Porque no conforme con la conquista del Imperio persa, ya formalmente
asumida por la Liga de Corinto, quiso
igualar y aun superar la gloria de Heracles y Aquiles, y erigirse como ya se ha
dicho en Monarca Universal. Pretensión que acometía no solo como líder griego y
faraón de Egipto (hijo de Amón), sino como emperador aqueménida.
Por tanto, Alejandro contaba con la
infraestructura, el apoyo del pueblo, y la legitimidad necesarias para su
reinado. Pero, ni siquiera esto es
suficiente para implementar y mantener un imperio. De hecho, tras la
destrucción de Persépolis, los griegos, especial-mente, se mostraron contrarios
a continuar con la expansión.
4. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las
herramientas (II). El
sistema político y de gobierno: de la democracia de la polis a la monarquía
macedónica
Si nos retrotraemos al periodo anterior al de
la victoria de Filipo sobre Grecia que culmina con la Liga de Corinto
(verdadera capitulación), el sistema de la polis griega, la ciudad-estado,
además de definitivamente amortizado, en absoluto se contemplaba en los
designios macedónicos, monárquicos y aun proimperialistas por antonomasia.
Grecia había sido un mundo de pequeños estados en los que cada uno gozaba de
autonomía y libertad para administrar justicia en un régimen de igualdad.
Igualdad ante la ley (isonomía) e igualdad de palabra (isegoría).
El ciudadano, el habitante de la polis, tiene derechos, y la convivencia
resulta idílica, eso sí, excluidos mujeres y esclavos. Y esta forma de estado
armoniza a la perfección con un régimen de gobierno republicano: los ciudadanos,
debatiendo, parlamentando, generan sus propias normas y eligen a sus
gobernantes. Pero este paraíso idílico se muestra muy vulnerable, especialmente
frente al exterior.
Ya antes de la derrota de los griegos en Queronea,
se oía decir que los sistemas democráticos son débiles por naturaleza, idea
nuclear de los promonárquicos eficazmente transmitida por Pitón a los beocios
en un momento en que habían de elegir entre aliarse con Atenas o con Filipo (Curcio, 1.6 –Freinsheim-). La democracia
es vulnerable, capaz de cuestionar su propia esencia socavando sus propios
cimientos. Pero es que, además, no hay en la democracia una soberanía
personalizada, sino que está repartida o diseminada entre un pueblo, siempre ―y
también por propia naturaleza― plural y por tanto dividido, lo que dificulta el
diseño, afianzamiento e imposición de cualquier proyecto o iniciativa colectiva
más allá de la duración del propio mandato, puesto que la alternancia en el
poder posibilita la imposición de un nuevo programa derogando el anterior.
En contraste con Pitón, Demóstenes
intentará convencer a los tebanos para aliarse en una alianza griega contra los
macedonios (Curcio, 1.7 ―Freinsheim―). Y lo hará enalteciendo las bondades y logros de
un mundo civilizado, libre, digno y democrático como el griego, frente a la
barbarie que representa el poder monárquico macedonio, carente de principios y
movido «por el interés y no por amor a la virtud o a la patria, ni por el
respeto a los dioses y a los hombres». Lo que pretenden los macedonios es «que
apreciéis las supuestas ventajas de la esclavitud, y abandonéis a vuestras
mujeres, a vuestros hijos y a vuestros padres. Y reneguéis de la libertad, la
reputación, la fe, y ―en definitiva― de todo aquello que los
griegos tenemos por sagrado y venerable».
Y la monarquía macedónica, que conviene subrayar
era una monarquía militar, acabará por imponerse a la democracia. Grecia
constituía un auténtico hervidero de querellas entre las distintas polis,
lideradas alternativamente por atenienses, espartanos o beocios. Querellas a
menudo apoyadas, cuando no instigadas más o menos subrepticiamente, por el
Imperio persa, siempre interesado en una Grecia débil. Era, por tanto lógico
que en ese contexto surgieran movimientos proclives a una unidad panhelénica,
liderando Macedonia el más fuerte de ellos, frente a los recelos de las que
hasta entonces habían sido las cabezas del mundo griego, que veían con
desprecio al pueblo de Filipo, esa nueva fuerza semibárbara y advenediza
alejada de muchas de las costumbres griegas, empezando por su propia forma de
gobierno. Pero aquella unidad macedónica se había convertido ya en toda una
potencia militar. Y en el contexto de la Cuarta Guerra Sagrada por el control
del Santuario de Apolo en Delfos ―oráculo de referencia para toda la Hélade―, que
evidenció la debilidad de Atenas, Filipo aprovechó para exhibir toda la fuerza
de su ejército, declarando abiertamente la guerra a atenienses y tebanos,
sometiéndolos definitivamente en la reiterada batalla de Queronea (338 a Cr.). Justino
resumirá finalmente lo acontecido de
forma concluyente: «mientras cada una de las polis griegas pretendía mandar
sobre el resto, todas perdieron su soberanía». (8.1).
Muerto Filipo, y ratificado Alejandro como hegemon
de la Liga de Corinto, unida Grecia y con un único líder militar al mando,
podía emprender ya la conquista del Imperio aqueménida. Y las grandes victorias
de Alejandro se irían sucediendo a una velocidad que todavía hoy nos parece
vertiginosa: Gránico, en el 334 a.Cr.; Issos, en el 333; Tiro y Gaza en el 332;
y el golpe definitivo de Gaugamela en el 331, ya en pleno corazón del Imperio
persa.
5. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las
herramientas (III). Ejército,
administración, y legitimación
Aquellas ulteriores victorias fueron posibles
gracias principalmente a la fortaleza y eficacia del ejército de la Grecia
unida surgido de la Liga de Corinto y liderado, ya, por Alejandro. Un ejército
potente, numeroso y disciplinado, que contaba con las técnicas y maquinarias
más avanzadas de la época, y que hacía sombra a aquellos espartanos en otros
tiempos tan brillantes. De hecho, aparte de las especialidades estrictamente
militares, profesionalmente muy cualificadas, se nutría de un fornido cuerpo de
expertos con formación griega: ingenieros, cartógrafos, topógrafos,
intérpretes, pilotos, etc.
Y todo ello
con una especial atención a cuestiones que hoy encuadrariamos en la denominada
logística, que nuestro DRAE define como ese «conjunto de medios y métodos
necesarios para llevar a cabo la organización de una empresa o de un servicio,
especialmente de distribución». Porque Alejandro, con la asistencia de aquellos
expertos, analizó y decidió las rutas, el diseño de las mismas o el
aprovechamiento de las ya existentes (como el camino real persa, al que
enseguida volveremos), la confección de
las jornadas o etapas oportunas para cubrir los trayectos elegidos, el
pronóstico de las necesidades, la previsión y despliegue de inventarios y
organización del transporte, etc. Conviene
tener en cuenta que un ejército de miles de hombres en pleno avance debe tener
cubiertas las mínimas necesidades vitales, para lo que es necesario un cuerpo
de oficiales de intendencia que atienda y planifique el avituallamiento de los
soldados, desde el abastecimiento de víveres hasta el lecho y abrigo, y unas
mínimas y elementales condiciones sanitarias, algo que muchas veces resultó no
ya difícil sino imposible de atender, generando el foco de comprensibles
revueltas. Aunque para frenarlas y reconducirlas, además de la astucia e
ingenio del propio Alejandro, estos nuevos ejércitos ya tenían establecidos
unos eficaces códigos penales y disciplinarios que tendían, y casi siempre lo
consiguieron, a mantener el orden en un ambiente de unidad con mentalidad
triunfadora, alentado todo ello por un generoso sistema de recompensas gracias
a una previsora regulación de la custodia y distribución de los botines de
guerra.
Pero la victoria no basta para conquistar al
enemigo. Es necesario el dominio efectivo postbélico: gestionar el triunfo en
el tiempo y el espacio. Y en esto también juegan un papel decisivo tanto el
poder carismático del líder vencedor, como la implantación de un ejército
eficaz. Porque la victoria también debe
gestionarse con un sólido aparato administrativo, una buena estructura
burocrática y de poder que mantenga y consolide el sometimiento, más o menos
voluntario, más o menos aceptado por el pueblo. O lo que es lo mismo: una paz
social sostenible. Máxime en un espacio tan amplio como el ocupado por
Alejandro. Algo imposible, además, si no se garantizan al súbdito unas mínimas
condiciones económicas y sociales.
Y eso, Darío lo sabía bien. El Imperio aqueménida,
el más extenso conocido hasta entonces, había conseguido imponerse y mantenerse
a lo largo de dos siglos gracias a un sistema administrativo basado en satrapías
o provincias todas ellas con una amplia autonomía respecto al poder
imperial, al cual se ligaban fundamentalmente mediante el pago de tributos,
habitualmente acordes a la riqueza de cada región. Poco más les exigía el poder
imperial, pues generalmente se les permitía mantener su religión, cultura y
costumbres propias. No obstante, aunque todo pueblo conquistado para el Imperio
se convertía en tributario persa y quedaba bajo el mando de un sátrapa o
gobernador, la población apenas experimentaba cambios en su vida y devenir
diarios. Normalmente seguía pagando los mismos tributos, solo que estos en vez
de recibirlos el anterior líder o reyezuelo, los recaudaba el nuevo sátrapa a
disposición del Imperio. Incluso a veces este cargo, también mantenido por
Alejandro tras su conquista, recayó sobre los mismos gobernantes anteriores,
rendidos y entregados al nuevo poder heleno. Nada desconocido, pues la propia
Macedonia, la Macedonia aqueménida, también había sido tributaria de Persia
durante la segunda fase de las guerras médicas
(s. -V a.Cr.).
En todo caso Alejandro, ya en
Babilonia, se preocupó de organizar bien la administración del nuevo Imperio, y
lo hizo racionalmente. Analizando, sistematizando cuanta información había recabado su ingente cuerpo de
científicos, y fijando con la mayor precisión los recursos naturales de los
distintos territorios para asignar a cada satrapía unos tributos proporcionales
a su riqueza.
Y para que aquellos impuestos llegaran a la sede
del Imperio, además de toda aquella infraestructura funcionarial y científica,
se aprovechó también un instrumento material, no por elemental, revolucionario
para la época: el camino real aqueménida. Darío I se había adelantado
en más de dos siglos a las célebres calzadas romanas con esta vía que cruzaba
toda la parte occidental del Imperio persa, desde su capital en Susa, en el
interior, hasta Sardes, en el extremo de Anatolia. Los mensajeros podían
recorrer sus 2.599 kilómetros, a caballo, en nueve días. Heródoto lo elogió, en
tales términos, que hasta hoy sigue asombrando e inspirando a los servicios de
correos:
Yo
no sé que pueda hallarse de nubes abajo cosa más expedita ni más veloz que esta
especie de correos que han inventado los persas, pues se dice que cuantas son
en todo el viaje las jornadas, tantos son los caballos y hombres apostados a
trechos para correr cada cual una jornada, así hombre como caballo, a cuyas
postas de caballería ni la nieve, ni la lluvia, ni el calor del sol, ni la
noche las detiene, para que dejen de hacer con toda brevedad el camino que les
está señalado. (Historia, 8.98).
Se
aprovechaban, pues, y se asumían por Alejandro cuantas infraestructuras persas
estratégicas servían a su causa, y hasta los modos y costumbres aqueménidas le
sedujeron en la medida que contribuían a su mayor gloria y, por tanto, a su
mayor poder. Y no solo políticas, también religiosas. Alejandro se constituyó
en rey de reyes: Emperador. Reforzó su legitimación mediante la poligamia, algo por lo demás propio también de la
idiosincrasia macedónica, tomando así como esposa a la princesa persa
Barsine, hija del sátrapa de la Frigia
helespóntica Farnabazo II; a la hermosa Roxana, hija del noble bactriano
Oxiartes; e incluso (aunque esto no está muy claro) a Estatira, una de las
hijas de Darío, y a Parisátide, hija de
Artajerjes III Oco. Fomentó una política de fusión, propiciando los matrimonios
mixtos como los suyos, siendo célebres las bodas de Susa:
Cuando
el rey llegó a Susa, se desposó con la Princesa Estatira, hija mayor de Darío,
y ofreció la menor a su amado amigo Hefestión. Y con objeto de fomentar este
tipo de enlaces, convenció también a los primeros señores de su corte y a sus
validos más importantes, para que hiciesen lo mismo, eligiendo a tal efecto a
ochenta doncellas de las familias más nobles de Persia para ofrecerlas como
esposas. Las bodas se celebraron según las costumbres persas, e invitó también
a los macedonios que ya se habían casado anteriormente con mujeres asiáticas.
(10.1).
También
se hizo adoptar por Ada de Caria, pasando así a ser legítimo sucesor de la
dinastía hecatómnida, sátrapas de Caria, granjeándose con ello «la inclinación y obediencia de muchas otras ciudades,
habiendo facilitado las cosas el que la mayor parte de ellas estaban en manos
de parientes o confederados de Ada» (2.8). Yació durante trece noches con
Talestris, la reina de las amazonas, con la intención alumbrar hijos comunes
herederos de ambos, intento finalmente fallido y que, cierto o no, contribuye
como el resto de aquellos matrimonios a asentar la importancia de la
legitimación más allá del poder de las armas. Como también contribuía a esa
legitimación el proclamarse heredero de héroes (Heracles y Aquiles, como ya
hemos visto) o incluso hijo de dioses, ya que su verdadero padre ―según
esta nueva ficción― no habría sido Filipo sino Zeus quien, en forma de
serpiente, habría yacido con Olimpia concibiendo así a Alejandro. Legitimación
divina que ratificó y consagró en una visita realizada motu proprio al
templo de Zeus Amón en Siwa, donde supuestamente el oráculo le reveló la
pertenencia a dicha estirpe.
Y estas fuentes de
legitimación, parental y divina, se reforzaban con la ya mentada tolerancia de
costumbres que el mismo Alejandro incorporaba a su protocolo imperial, pues no
solo se hacía llamar hijo de dioses, primero, llegándose a proclamar él mismo
dios, después; y no solo esgrimía su pertenencia a las distintas dinastías a
las que se vinculó por la poligamia, sino que estableció en su Corte la
práctica persa de la proskynesis:
la postración o genuflexión que exigía a los sátrapas o nobles derrotados. Algo
reservado solo a los dioses y que llevaron muy mal los griegos en general, y
especialmente los mecedonios. Pero la estructura de poder mantenida por los
protocolos aqueménidas, la fuerza de los ejércitos, la eficacia de una potente
administración, la tolerancia ante las costumbres del pueblo, y el carisma
personal del divino rey de reyes, explican el dominio y mantenimiento del
Imperio más extenso hasta entonces conocido.
Con todo este bagaje,
ostentando no solo el liderazgo de Grecia sino también el del Imperio
aqueménida, en cuanto sucesor de Darío, Alejandro quiso acometer la conquista
de la India con el fin, no solo de explorar nuevas tierras, sino de alcanzar
los confines del mundo. Y lo hizo atravesando el Hindukush,
dominando el valle del Indo y entronizándose hasta las orillas del Ganjes. Pero
llegado a este punto, con las tropas agotadas y hasta casi amotinadas se dio la
media vuelta sorprendiéndole prematuramente la muerte en Babilonia.
6. Más allá del Imperio (a modo
de conclusión)
El
oriental nunca puso a los contrarios en compartimientos estancos, como ha hecho
el occidental: en Oriente, lo que está arriba está abajo; lo pequeño es igual a
lo grande, pues en el interminable desarrollo de innumerables universos, cada
universo individual no es sino un grano de arena en las orillas del Ganges, y
un grano de arena es igual a un universo.
(W. Barrett: El hombre irracional, 1958).
En la propia naturaleza de todo
proyecto personal está escrito su final. Y así, con la muerte del divino
Alejandro y la extinción de su autoridad carismática, colapsa también su
Imperio, que estallará hecho añicos en múltiples reinos repartidos entre sus
sucesores (los diádocos o epígonos), quienes se enzarzarán en diversas guerras,
acabando Antígono I Monoftalmos gobernando Macedonia, Ptolomeo I Sóter como el primer faraón de la
dinastía macedónica en Egipto, Leonnato reinando en Frigia Menor, Lisímaco en
Tracia, Seleuco en Babilonia, etc.
Pero si su monarquía universal murió con él, en absoluto
se extinguió su empeño en la erección de una sociedad cosmopolita y universal.
Porque la capital aportación de Alejandro a la Historia fue sobre todo una
mentalidad, una cultura, una forma de ser, de estar, y de pensar. Ya lo hemos
dicho: el helenismo. Esto es, la mentalidad griega especialmente
racional pero con los aportes persas, singularmente imaginativos, estéticos,
formales y también mágicos. Y algo más concreto pero no por ello de menor
importancia: el sincretismo cultural y religioso materializado con el
mestizaje, convivencia y tolerancia de pueblos muy distintos.
Habremos transitado así, primero de la polis a la
monarquía universal y de esta a un mundo políticamente dividido pero
mentalmente unido, que engendrará finalmente una nueva sociedad en la que hoy
seguimos inmersos. El Imperio de Alejandro se quebró, sí, pero el mundo que
dejó, aun atomizado, nunca había compartido tanto, nunca había tenido tantas
cosas en común. En realidad se había pasado de la polis a la cosmópolis.
Porque en todo aquel amplio marco geográfico se había asumido, ya de entrada,
una lengua común (koiné): el griego helenístico, así como una
universalidad de valores y principios que con el tiempo acogerá Roma, pero que
transformará y definitivamente diluirá el cristianismo ya en los estertores del
nuevo Imperio romano, para ser recuperado definitivamente siglos más tarde por los
hombres del Renacimiento y llegar hasta nuestros días, en los que se perciben
también nuevos e importantes cambios, igualmente presididos por un globalismo
que algunos ven como un renovado cosmopolitismo.
A pesar de todo, la pregunta última que cabría
hacerse es cómo tras la muerte de Alejandro y la quiebra y desintegración de su
personal Imperio, pudo mantenerse sin embargo esa mentalidad, esa cultura, ese
idioma y ese espíritu ecléctico y universalista que él quiso imprimirle, al
menos en la última etapa de su breve vida. Porque una cosa es que pueblos tan
diversos asumieran todo aquel bagaje, y otra que el tiempo y las distancias
espaciales no consiguieran difuminarlo.
¿Cuál es el secreto de su
triunfo definitivo? ¿Dónde está la raíz de esa incuestionable influencia? Con
seguridad que no habrá una respuesta única a estos interrogantes, si es que la
tienen. Pero quizá convenga escrutarla en dos símbolos, dos imágenes que
podrían ser decisivas: la Biblioteca de Alejandría (en realidad, la
propia Alejandría misma) y el nartesio. Aquella derivada de este, porque
el nartesio contiene in nuce, en potencia, la erección de la
Biblioteca. Comencemos por él:
Una
vez [Alejandro] mandó guardar un cofrecillo que se había encontrado
entre los despojos de Damasco, de un valor inestimable tanto por la
laboriosidad de su factura como por el material con que había sido fabricado, y
le preguntaron sus validos a qué lo iba a destinar, a lo que contestó que para
guardar las obras de Homero, por ser las más hermosas que el ingenio humano
había podido crear. Y consiguió así que a aquel buen ejemplar que con tanto
cuidado había guardado, se le llamase el nartesio de las esencias y los
perfumes, por haberlos utilizado los persas a tal fin. (Curcio, 1. 4 ―Freinsheim―).
Nótese bien esta mixtura, esta
síntesis, porque resulta enormemente reveladora. El nartesio representa la
magia, el colorido y embriagador poder hipnótico de las esencias persas. Pero Alejandro lo emplea no para guardar en
él los perfumes sino las obras de Homero. La magia persa envolviendo, abrazando
al mito griego. Hermoso encuentro, sí.
Pero la anécdota no se queda solo en una bella imagen. Porque aquel ejemplar de
la Ilíada que Alejandro atesoraba contenía algo más que el inmortal
poema del aedo: se trataba (no olvidarlo) de un ejemplar anotado por
Aristóteles. Ahora sí, con esta puntualización, vemos cruzadas y unidas por fin
las esencias persa (el hermoso cofre de laboriosa factura símbolo de los
perfumes orientales), y griega (con el mito ―el poema― y
el logos ―las anotaciones― en un
mismo ejemplar). Mundos contrapuestos que finalmente se funden, en una síntesis
milagrosa, que ha permanecido hasta nuestros días.
Y tras el simbólico
cofrecillo, la otra imagen, también paradigmática y a la vez eminentemente
práctica: la gran Biblioteca de Alejandría. Porque con ella se pone en marcha
el proyecto helenístico, el proyecto de Occidente.
La erigió Ptolomeo I, Sóter,
aquel general que acompañó a Alejandro durante todo su periplo, uno de sus
amigos (philoi) y uno de los biógrafos de Alejandro. Incluso cunde la
sospecha de ser hijo de Filipo II, y por tanto hermanastro de aquel. Él fue
quien, con la ayuda de Demetrio de Falero y otros discípulos de Aristóteles, la
implementó. Pero la Biblioteca había sido siempre un sueño personal de
Alejandro: el de albergar y recopilar todas las obras del ingenio humano, de todas las
épocas y todos los países. Galeno, nos dice
que cuantos barcos anclaban en el puerto de Alejandría debían prestar sus libros para dejar una copia en la
Biblioteca. Hablar de la Biblioteca de Alejandría, o de la Gran Biblioteca de
Alejandría, es más una abstracción o un concepto, porque en realidad hubo dos.
Una, la más elitista, en el Museo (complejo de investigación que acogía a los
más sabios, antecedente de las actuales universidades), y otra menor en el
Serapeum (templo dedicado a Serapis). Pero el concepto de biblioteca que ha
quedado y la influencia del mismo hasta nuestros tiempos, se caracteriza
primero por su vocación universal ya que recibía publicaciones de todas las
materias y de todas las culturas conocidas. Segundo, por su proyección pública:
sus fondos han de estar abiertos a todo aquel que quiera consultarlos. Y,
tercero, por la indexación y sistematización de sus fondos con arreglo a las
categorías aristotélicas. Esta es la
novedad que la diferencia de sus escasos antecedentes, como la más célebre
hasta entonces Biblioteca de Asurbanipal. Y por eso puede concluirse que allí
nació y se fraguó el pensamiento científico y el progreso de Occidente que nos
ha llevado a unas cotas de bienestar jamás alcanzadas.
En definitiva, pensar ahora
que todo este periplo alejandrino
concluye y se resume en la creación de una biblioteca, no deja de
constituir el verdadero y definitivo triunfo de Alejandro Magno. Porque la
Biblioteca de Alejandría, ni fue una casualidad, ni un proyecto sobrevenido. Es
el epítome de la ambición no de un hombre sino de una cultura: la helenística
con la lógica de Aristóteles a la cabeza. No debemos olvidar que todos los
jóvenes y no tan jóvenes macedonios que acompañaron a Alejandro en su conquista
(los amigos), se habían criado y educado como él a la sombra de grandes
maestros y pensadores griegos. Y, a la postre, tal y como descubrieron los
hombres del Renacimiento, poseer y controlar todo el saber universal es una
forma de poseer y controlar el mundo.
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[1] Justino dirá que Filipo «echó los cimentos de un imperio universal y el hijo
completó la gloria de toda esta obra». (9.8).