domingo, 9 de agosto de 2009

LA LÍQUIDA IGNORANCIA (Servando Gotor)


Cuenta Dasso Saldívar en su biografía “García Márquez, el viaje a la semilla” que, en marzo de 1952, se desplazó a Aracataca el entonces joven novelista para vender la casa de sus abuelos. La ruina y soledad del lugar le movieron a indagar sobre sus antepasados tratando de dar con lo que Saldívar, en claro guiño a Alejo Carpentier, denomina ‘la semilla de la semilla’.

En la cantina del pueblecito de La Paz se encontró García Márquez “con un hombre alto y fuerte, con sombrero de vaquero, polainas de montar y revólver al cinto (…). El hombre le tendió una mano segura y afectuosa al escritor mientras le preguntaba: ‘¿Tiene algo que ver con el coronel Nicolás Márquez?’. El escritor le dijo que era su nieto. ‘Entonces’, recordó el hombre con una antigua complicidad familiar, ‘su abuelo mató a mi abuelo’.”

“Los dos nietos -sigue Saldívar- se hicieron tan amigos que estuvieron de parranda tres días y tres noches en el camión de contrabandista de Lisardo Pacheco –tal era el nombre del nieto de la víctima-, bebiendo brandy caliente y comiendo sancocho de chivo en memoria de los abuelos muertos”.

Como anécdota, decir que la madre del tal Lisardo Pacheco, Nicolasa Daza, inspiró al novelista a la Ángela Vicario de “Crónica de una muerte anunciada”. Pero lo que me interesa destacar del asunto es que el tal Pacheco “acompañó a García Márquez por la región para que supiera dónde y cómo su abuelo había matado al suyo de dos disparos la lluviosa tarde del 19 de octubre de 1908”.

Leer este tipo de cosas a la sombra de mi barricada en este fogoso verano, en el que no entiendo cómo se puede tomar vacaciones ningún responsable político, me suscita una sensación y una reflexión. La sensación es asco. Asco por el panorama político, axiológico y cultural que padecemos. La reflexión comienza con un interrogante: ¿por qué mató el abuelo del escritor al abuelo de Pacheco? Por honor. Discutieron, se retaron y el duelo fue la única salida digna que tuvieron en aquellos tiempos y con aquellas mentalidades. Murió el uno como pudo morir el otro. Ambos tendrían sus razones y sinrazones y ambos fueron víctimas de su época, sus ritos, sus valores y su mentalidad. Lo que hubiera carecido de sentido es que cuarenta años después se enfrentaran los nietos, porque no hay odio que dure tanto. Podrán generarse otros pero imposible resucitar odios germinados por semillas ya agotadas. Como aclara un personaje de Borges –autor, dicen, en las antípodas ideológicas de García Márquez- en su brevísimo ‘Episodio del enemigo’: “es verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón”.

En nuestra “memoria histórica”, la última gran tragedia fue la Guerra Civil y la Dictadura que siguió. Estudiarlas es bueno. Hablar de buenos y malos, absurdo. En aquel contexto –que por mucho que intentemos siempre nos resultará esquivo porque no es el nuestro- unos y otros andarían cargados de razones y sinrazones. Pero la mayoría, la inmensa mayoría, luchó porque le tocó, donde le tocó, como le tocó y cuando le tocó. Por supuesto que los nietos tienen todo el derecho del mundo a localizar y enterrar a sus abuelos, eso nadie lo discute, pero para ello basta escarbar la tierra, y no nuestras conciencias, tan responsables de aquello como del pecado original (“peor es hurgallo”). No, el nuevo odio nada tiene que ver con aquellas semillas. Es otro. Y se genera artificialmente desde arriba con el espurio interés de ganar o sujetar votos de estómagos agradecidos o, en el mejor de los casos, de la ignorancia, la líquida ignorancia que nos ahoga. De la Guerra, ni rastro.

(El Comarcal de El Jiloca 24/07/09)

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