miércoles, 29 de junio de 2011

EN LA TRASNOCHADA 54 (María Jesús Mayoral Roche)

MJM


En Villamayor de Gállego, 28 de junio de 2011



En esta calurosa trasnochada de verano oyendo a los zagales correr a la hora de la fresca, me vienen a la memoria viejas imágenes de archivo que dejé escritas en mi primera novela.
 

{…} Mis tíos me llevaron al pueblo para pasar las vacaciones estivales con mis padres. Creo, que ya no existen días como aquellos.


            Cuando me levantaba por las mañanas me gustaba corretear por toda la casa, bajar las escaleras descalza y esconderme. Desayunaba a regañadientes porque mi madre no sabía la canción del "Reloj" ni la historia de los soldaditos. A las doce salía al jardín a jugar. Aquel jardín era el centro de reunión del cura, el veterinario, el boticario, mi abuelo y algunas veces, cuando le dejaban libre sus tierras y sus papeles, les acompañaba mi padre. Sentados en un banco de piedra a la sombra de los emparrados charlaban de temas relativos al campo y la ganadería. El cura y el veterinario acababan siempre discutiendo. María cuando veía que la conversación subía de tono les sacaba un porrón de vino y un poco de queso. En cuanto se descuidaba mi abuelo, me escapaba corriendo hasta los gallineros, me gustaba asustar a las gallinas para que éstas revoloteasen y cacarearan escandalosamente. 


            Los domingos mi madre me ponía el vestido de brillantina con jaretas, los zapatos de charol y los calcetines de perlé para ir a misa; nos sentábamos en los primeros bancos. Mosén Eladio revestido con su mejor casulla celebraba mirando al altar, de espaldas a sus fieles; sus sermones encandilaban a aquellas sencillas gentes. A veces aprovechaba la ocasión que le brindaban sus pláticas para dedicarle alguna que otra indirecta a don Jaime. 


            Si la mañana del domingo era fresca, solíamos acercarnos hasta el molino de mis tías. El molino quedaba algo apartado del pueblo, envuelto por viejos y enormes pinos piñoneros, se dejaba divisar en la claridad del horizonte; era como una isla ahíta de variados árboles en mitad de un océano verde y siena. Rodeaban la fachada de la casa numerosas macetas cuajadas de flores multicolores y jardineras de espesas y olorosas clavellinas abrazadas a sus rodrigones. Junto al postigo un sauce llorón cobijaba y daba sombra a begonias de varias especies, petunias, pensamientos y calas. La claridad de un sol estival se asentaba sobre las corolas de las flores, entre las que se posaban y revoloteaban mariposas blancas. Mis tías y un perrito ratonero salían a nuestro encuentro. Mientras León ladraba sin cesar, mis tías nos colmaban de besos y abrazos. Al cargo de la molienda estaba un criado, un pequeño hombre canoso, de ojos azules con los lagrimales muy sonrosados, que siempre iba fumando maltrechos cigarrillos de picadura.


            Mi padre me llevaba hasta la sala donde molían el grano, enseguida notaba el cosquilleo de las partículas de harina que flotaban en el aire. Todos gritábamos mucho debido al ruido de la maquinaria del molino y al sordo rumor que producía el salto del agua. Mi padre me asomaba a una enorme ventana, bajo ésta se encontraba el arco central por donde el agua estallaba con más fuerza formando un intenso remolino de espuma blanca. Olía a tierra y piedra mojada.


            Poco a poco, el agua se iba remansando y tomando su cauce alejándose parsimoniosamente. A ambas orillas de la ancha acequia, como aladares, se desmelenaban los sauces meciendo sus ramas sobre el agua, ocultándola de los rayos de un potente sol que se filtraban a través de las hojas salpicándola de destellos. La oscuridad de la sala donde molían el grano contrastaba con la claridad del paisaje que ofrecía el ventanal. Por un postigo salíamos a la chopera que había detrás de la casa, junto a una almenara. La húmeda y perenne hojarasca de aquella arboleda, almohadillaba nuestros pasos acompañados por el murmullo del agua y el canto de jilgueros y cardelinas. Cruzábamos las acequias que rodeaban la casa a través de maltrechos puentes de estacas. Los cartujos de Aula Dei, que conocían tan nemoroso lugar, enviaban a sus novicios a esta chopera para meditar y hacer oración. Este bucólico lugar tras una tormenta de verano era intenso y  fragante por el olor a las madreselvas. {…}

    
Estas son las imágenes de archivo que dejé escritas en Los Castaños de Indias.


5 comentarios:

  1. Hace ya unos años que leí Los cataños de Indias y, la verdad, no recordaba este pasaje en concreto. Me ha gustado reelerlo porque es tan evocador de una infancia feliz pasada en el pueblo...
    Os animo a leerlo a los que todavía no lo hayáis hecho.

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  2. Los Castaños de Indias... siempre asociados al colegio, a nuestro cole.

    Por otra parte está El Molino, el lugar mágico de mi infancia. Ahora da pena verlo, hasta uno de aquellos pinos piñoneros sucumbió hace poco.

    Cuando echas la vista atrás ya nada es igual.

    María Jesús

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  3. Eso es verdad, ya nada es igual.
    He tenido la gran suerte de haber tenido que trabajar en el campo cuando era pequeño, plantar lechugas y tomates y recojer borraja y acelga, en fin todo tipo de fruta, verdura y hortaliza.
    Recuerdo que jugabamos a un juego. Había un arbol con una gran rama horizontal que se encontraba al otro lado de la acequia.
    Había metro y medio de distancia entre cada lado de la acequia y había que dar un gran salto, hacia delante y hacia arriba para agarrarse a la rama. Si no te agarrabas, te la pegabas.
    Le pusimos a ese juego el nombre de, sensación de valiente.

    Angel

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  4. El juego de, sensación de valientes. ¡La repanocha!

    Haciendo alguna picia yo también he dado con mi cuerpo en una acequia pero solo se me ocurría pensar que era una torpe!! Mira por donde, me perdí "manejar la culpa" inventándome que era un juego ¡y ganaba!

    La Conchaparis

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  5. No me mola nada la culpa.
    La culpa de la culpa, la tiene la culpa.

    Angel

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