lunes, 10 de diciembre de 2012

EL MAESTRO (Antonio Envid)



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Conozco demasiado de la vida para que ésta me interese. No, no digo que haya llegado a comprenderla, sino que ya no me interesa. Waiter, póngame otro güisqui, hágame el favor. Como siempre, tres dedos con tres hielos; exactamente eso: tres y tres. La perfección se encuentra en el número tres, el trinum platónico, el fundamento de la divinidad. Cuando se domina esta ciencia alcohólica es tiempo de despedirse, ya nada puede esperarse de la vida, se precisa mucha soledad y mucha reflexión íntima para dominar esta ciencia. Ya ve, he llegado a ser un experto. Eso es lo grave, que nada de la vida me interesa, como digo, y sin embargo estoy pegado a ella sin remedio. Estoy agarrado a las cosas, estas cosas que a fuerza de serme familiares no guardan ningún misterio, y a las gentes, que de tanto tratarlas carecen de secretos para mí. Sí, se que pronto mirará el reloj y me dirá con cara de sorpresa ¡caray, que tarde se ha hecho! con su interesante conversación el tiempo pasa sin darnos cuenta. Me esperan para una reunión. Ha sido una agradable charla, pero, he de irme, la continuaremos en otro momento. 

Sólo el tintineo del hielo en el vaso me parece un sonido agradable, todo lo demás suena a ruido y confusión. Le decía, que ha llegado el momento en que yo, si fuera un esteta de verdad, como quiero hacer creer a la gente, me despediría con un elegante mutis por el foro, diciendo, continúen apurando sus copas, no hay prisa. Me resulta insufrible vivir una larga decadencia, cada vez más vulgar, entre los derribos de mi inteligencia. Ya no me preocupa la inutilidad de existir, la he asumido sin hacer preguntas. En un tiempo inquirí en su porqué, llegué incluso, en su búsqueda, a experimentar su destrucción. No se nos ha dado crear, luego hay que recurrir a destruir para poder llegar al conocimiento, como el muchacho que destripa un juguete para ver sus secretos mecanismos. Quise descubrir el secreto de la vida en el fondo de las pupilas de una niña en el instante en que mis manos quebraban sus tiernas vertebras cervicales. Ese instante de suprema verdad. El límpido fondo de los ojos de una niña sin ensuciar, todavía, por los despojos que va dejando la vida, unos ojos para los que todo es nuevo, hasta el horror. El fondo de un estanque sereno. Nada encontré se lo aseguro. 

Abandoné el sanatorio con el alma arrugada de ver a mi maestro, mi guía en tantas perturbaciones vitales, sumido en semejantes desvaríos. Una mente tan poderosa, que ha creado tantas obras dignas de consideración, naufragando en un mar de confusiones. Pase porque confunda al enfermero con su mayordomo y a la pócima que inútilmente trata de sanar su enfermo cerebro con un vaso de güisqui, puede ser hasta una piadosa defensa, pero lo de las niñas…. No me atrevo a decirlo, pero hace unos años la localidad se vio convulsionada por unas misteriosas desapariciones de niñas de corta edad, de las que jamás se supo nada, ni tampoco de sus posibles captores. Fueron uno de esos casos que la policía se ve incapaz de resolver y terminan por archivarse.




Antonio Envid 

1 comentario:

  1. El asesino siempre deja huellas...Seras tu el autor de un crimen sin "esclarecer" ? o solo el escribir nos impide de pasar al "acto"?
    Pero el escrito significa mucho
    Leerte es siempre un placer...

    Que la Policia busque : hay tela ?
    Bernardo

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