viernes, 14 de mayo de 2010

EL QUE JUEGA CON FUEGO (José Antonio Vizárraga)


El que juega con fuego se quema, suele decirse. No siempre es cierto. A veces depende de la pericia, de la fortuna, o de cosas así. De lo que nunca depende es del atrevimiento al que puede conducir la alta estima o la imprudencia. Y puedo dar fe. Tengo una amiga que hace mucho tiempo fue algo más, como lo fui yo para ella. Sólo volvimos a vernos una vez. Ocho o diez horas suficientes para que asomaran esos sentimientos, o tal vez manifestaciones confusas, que ambos sabíamos que permanecían allí. Prometí visitarla en su ciudad cuando se marchó, y lo hice. No sirvió de mucho. No sirvió al menos para que nada claudicara ni para adquirir constancia de que todo había desaparecido. Pero la pereza emocional es una enfermedad que se transmite por el aire y que viene contagiando el clima de la última década. Dos días después, subí de vuelta al tren con la misma impotencia y con más recuerdos. Pasaron varios años, cuatro o cinco. Un día normal, de labor y en horario de trabajo, marqué su número. Me dijo que se había casado y que había vuelto a tener un hijo, varón esta vez, y precioso. “La pareja”, me dijo, “ya sabes”. “Me gustaría verte”, dije yo. “Claro, cuando quieras, a Santiago le gustará. Y a Rocío también. Todavía te nombra a veces”. No dijo nada de ella. Pero pensé que la ausencia era el mejor espejo de la presencia. El catorce de abril salí hacia la carretera de Levante. Ocho horas de viaje. No me costó esfuerzo encontrar la casa. Llamé y contestó una voz masculina. Subí. Ella estaba en el rellano y vino hacia mí con los brazos abiertos, un abrazo prudente y cálido. Una mirada luminosa después y un beso suave en los labios, ante su marido (que se acercó entonces), seguido de otro más sonoro en la mejilla y de otro abrazo. “Este es Santiago”, dijo luego. Extendí la mano con el entusiasmo de ella. Su hija estaba en la puerta mirándonos, comprobando cómo pasa el tiempo en los otros. El niño tenía los ojos de su madre y nada de su padre. Después de cenar, le dijo a su marido que nos íbamos. Se refería a mí. Salimos. Le dije que no era mi intención estar a solas con ella. “Un café”, dijo. “Así hablamos y me cuentas”. Entramos en el pub. Seguía igual que entonces. Tal vez la luz había cambiado, ahora más azulada, con tintes rojizos. Fueron varios, y algo de alcohol. Paseamos luego alrededor de la catedral. Ella subía y bajaba de las aceras y, con los brazos en cruz, guardaba el equilibrio en los bordillos de los jardines. A las cuatro de la madrugada llegamos al coche, junto a su casa. “No voy a quedarme”, le dije. Me miró y algo se apagó en el interior de sus ojos. Subí al coche y bajé la ventanilla para alargar la mano mientras conectaba el motor. Sus dedos rozaron la punta de los míos y quiso decir algo, pero no logré oírlo. Salí del aparcamiento y miré por el retrovisor. Luego le di un manotazo para evitar que me reflejara más el pasado. Iluso de mí.

Veinte kilómetros después tuve que detener el coche porque la angustia se hizo irresistible. Salí y lloré durante media hora. Más tarde, durante el viaje, fue cuando pensé que era cierto. Si juegas con fuego te quemas. Siempre.


7 comentarios:

  1. Y eso ¿no es precisamente vivir?

    El quemarse.
    Digo.

    Zitoz
    La Conchaparis

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  2. ¿Qué es pereza emocional? ¿olvidar o recordar?

    Vladimira

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  3. Me gustan mucho estos textos de José Antonio, pero os recomiendo los otros tres (cortos también) ya colgados anteriormente. Especialmente me gustó mucho el titulado "los abuelos son". "Dejaré señales amarillas", ya sólo el título me encanta y, como contrapunto, las señales amarillas de verdad...

    Insisto, me gustan los cuatro, pero quizá el de esta entrada sea el más flogillo, no por nada sino porque los otros tres me parecen muy buenos (o porque a lo mejor la historia la conocía ya, no sé).

    Clckeando abajo en "etiquetas": "José Antonio Vizárraga" salen los cuatro y algo más (no en la firma, porque la firma te lleva a la nota biográfica de la web, que tampoco está mal ojearla, por supuesto).

    En cuanto al Comentario de La conhaparis, estoy de acuerdo: vivir mata, quema. Y el de Vladimira -como siempre- es por sí un poema.

    Besos.

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  4. Les recomiendo que hagan un experimento con este texto: léanlo interiormente con la voz de Woody Allen (de quien se la dobla aquí, claro).

    Ya me dirán...

    Saludos.

    Anonimatus

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  5. ¡Dios mío! ¡Funciona!

    ¡Hay que leerlo con voz de Woody Allen!

    ¡No se lo pierdan, señores!

    Gracias por la recomendación, don Anonimatus

    La Conchaparis de viernes

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  6. Gracias Servando,siempre animándome a escribir, pero lo cierto es que la pregunta es en serio -para variar-.

    Me gustaría saber si cuando José Antoio se refiere a pereza emocional, se refiere a recordar u olvidar. No me queda claro.

    A mí lo que me parece muy difícil es olvidar voluntariamente. Cuestión diferente es olvidar porque no haga falta recordar,quiero decir, porque se viva de nuevo ese sentimiento con otra persona. Pero bueno, esto es olvidar involuntariamente, erosionar el recerdo por la fuerza del presente.

    Uy qué lio me estoy haciendo.

    Vladimira

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  7. Este texto me ha recordado "La Mujer del Cuadro", aquel viejo film de Fritz Lang, protagonizado por el inolvidable Edward G. Robinson. ¿tiene algo de autobiográfico?

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