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SGS |
Tenía unas tremendas ganas de reír, nunca había visto un muerto con una barriga como aquella.
- Le hubieran podido poner una faja, me dijo Cruda en voz baja.
- Calla, por dios, que no aguantaré la risa.
- Era tan bueno. Una vez le pedí una cebolla y me dijo que no hacía falta que se la devolviera. Para eso están los vecinos, doña Leonor.
- Dios se lleva a los mejores, dijo un tipo delgado que llevaba una chaqueta amarillo chevalier muy poco apropiada para un velatorio.
- Era el mejor mecanógrafo del pueblo; dicen que en sus buenos tiempos llegó a las setecientas pulsaciones por minuto, dijo un señor que se había instalado a los pies del ataúd.
- Y cuánto le gustaban las mujeres, añadió una viejecita que estaba sentada cerca de la puerta y a la que todos miraron reprobatoriamente.
- Y los hombres, y los hombres, dijo un joven de maneras más bien femeninas.
- Creo que la barriga le aumenta cada vez más, fíjate, ya se desborda por los laterales de la caja, me dijo Cruda en voz baja.
- Daba gusto verle comer, nunca tenía bastante, murmuró la esposa del finado, quizá al darse cuenta de que la barriga le seguía creciendo incluso después de muerto.
- ¿Y de qué ha muerto?, preguntó una señora que acababa de llegar.
- El médico dice que de un corte de digestión, pero yo le he dicho: mire, don Prudencio, sólo se había comido los canelones y la sopa, bueno, y las sobras de la cena de ayer, que decía que en su casa no se tiraba comida a la basura. Pues señora, a mí me parece un corte de digestión, qué quiere que le diga, me ha dicho don Prudencio, explicó la esposa del difunto.
- Y cuánto le gustaban las mujeres, añadió la viejecita que estaba sentada cerca de la puerta y a la que todos volvieron a mirar reprobatoriamente.
- Y los hombres, y los hombres, repitió el joven de maneras más bien femeninas.
El muerto se pegó un buen pedo, largo, muy largo, parecía que nunca se iba a acabar.
- Uy, serán los gases de la muerte, dijo la viuda. O el alma. Sí, el alma que por fin se separa del cuerpo...
- Ay, la muerte siempre nos sorprende cuando menos la esperamos, dijo el hombre de la chaqueta amarillo chevalier.
- Bueno, él estaba avisado, el médico le había dicho que si seguía comiendo así cualquier día reventaría, aclaró la viejecita que estaba sentada cerca de la puerta y a la que nadie pareció oír.
- Y los hombres, y los hombres, repitió el joven de maneras femeninas.
- Qué peste, dijo el señor que se había instalado a los pies del ataúd.
- Puf, añadió la viejecita, debía de tener el alma muy manchada... y no precisamente de lo mucho que tragaba, no.
- Vamos a rezar un rosario por su alma, dijo la viuda.
- Eso, eso, que falta le hace; falta le hace con ese alma tan sucia que le acaba de abandonar; dijo la viejecita que estaba sentada cerca de la puerta y a la que nadie quiso oír.
- Vaya, ahora se está cagando, gritó el señor que se había instalado a los pies de la caja. Qué pestazo.
- Ay, Damián, que aún parece que estás vivo, dijo la viuda para suavizar la situación.
- Qué almas, qué almas tan sólidas tienen los grandes pecadores, concluyó la viejecita.
Cuescos