domingo, 25 de septiembre de 2011

EN LA TRASNOCHADA 55 (María Jesús Mayoral Roche)

MJM


Villamayor de Gállego, 25 de septiembre de 2011

Septiembre, el reencuentro: los libros, la cartera, el uniforme. A estas alturas del año suelen asaltarme los recuerdos cuando veo a las madres acompañar a sus hijos en su primer día de cole. Después de mi verano salvaje en Villamayor en el que pasaba gran parte del día subida a una bicicleta recorriendo la huerta y bañándome con las amigas en las acequias, además de hacer algún rastro que otro por los silos de las eras; una vez pasadas las fiestas, esas fiestas con baile en la plaza y vaquillas que todavía hoy perduran, llegaba el momento de regresar a Zaragoza para ir al colegio.

Septiembre para mí es el mes más evocador, el que me sigue marcando el ritmo del año. Cómo olvidar mi primer día de colegio, todavía lo estoy viendo, mejor dicho, sintiendo. Mi madre me arrancó de la cama, me puso en pie y me enfundó en un uniforme que parecía llevar chinchetas de lo que me picaba. El broche plateado del cinturón era lo único que llamó mi atención en medio de la oscuridad de aquel vestido tableado, al menos, la hebilla me pareció vistosa. Después vinieron los calcetines, esos calcetines de perlé marrón que mi madre había hecho con tanto mimo para que yo los luciera en mi primer día de colegio. Cómo olvidar aquellos calcetines cuyo calado quedaba grabado en mis tiernas piernecitas cuando me los quitaban. Para rematar la faena, me calzaron los Gorilas; aquellos zapatos marrones que pesaban un sentido y que no se rompían nunca porque estaban hechos a conciencia. Con toda aquella indumentaria me sentía rara, me costaba esfuerzo andar y el uniforme me picaba cada vez más… Y eso que me había librado del cuello blanco, porque cuando me pusieron aquel cuello postizo sujetado con ojales y botones, por un momento pensé que mi madre me estaba estrangulando. Todo aquel peso en los pies y aquella tortura en el cuerpo me dejaron triste e inmóvil. Inconscientemente recordaba mis chanclas de goma, mis vestidos de verano sin mangas y mis carreras en triciclo.

Pero buena era yo de pequeña, menudo torbellino. Como decía mi tía: es una monada cuando duerme. Lo cierto es que aquella tortura me duró poco, pronto le encontré al uniforme el divertimento: a base de dar vueltas se levantaban los pliegues de la falda, a mayor movimiento más revuelo hacía la falda. Debo añadir que yo hablaba y me saludaba con todo el barrio, desde el portero hasta el relojero. Por eso fue poner el pie en la calle y todos se acercaban para ver a Chús vestida de colegiala, por eso en cuanto mi madre se paraba para hablar con alguien, me soltaba de su mano y empezaba a girar como una peonza para que se levantaran los pliegues de la falda. Mi madre al ver mi nuevo baile no pudo por menos que cogerme de la muñeca y darme una sacudida, a ver si así conseguía pararme de algún modo. Con el fin de inmovilizarme decidió llevarme bien sujeta de la mano, pero ni por esas. Yo a lo mío, como no podía dar la vuelta entera, pues daba media a un lado y media al otro. Cuando mi madre me miraba de reojo en plena faena me paraba, en cuanto retomaba la conversación yo seguía a lo mío.

Lo del uniforme fue una novedad, pero la que verdaderamente hizo que me sintiese mayor fue la cartera. Aquella cartera de plástico con un asa y dibujos de muñecos, donde mi madre metió mi primera cartilla, un plumier de madera, un cuaderno y un borrador. Después vino la impresión, una fuerte impresión: la monja. En mi vida había visto una cosa igual. Una mujer vestida con un hábito negro hasta los pies, toca, velo, esclavina y ornamentada con una cruz sobre el pecho y un rosario que le colgaba de la cintura. Desde luego no me asusté cuando la monja salió a recibirnos, más bien me quedé como un mochuelo sin perder ripio de cómo me hablaba y cómo se comportaba, además dentro de la clase había bullicio y veía bonitas mesas de colores; presentía que aquello iba a ser divertido. Le dí la mano a la monja y me quedé allí tan feliz; sin embargo había otras niñas que sintiéndose abandonadas por sus madres en un lugar desconocido se echaban a llorar amargamente mostrando el velo palatino hasta la úvula.

Cómo olvidar septiembre, cómo olvidar mi primer día de clase…

María Jesús Mayoral Roche




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Foto.- Vista de Villamayor de Gállego desde una era abandonada.


3 comentarios:

  1. Muy entrañable guapa. Un besico.
    Felicidad.

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  2. El martes nos vemos y hablamos, aún sigo de vacaciones.

    Gracias.

    María Jesús

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  3. Sí, verdaderamente entrañable. Había intentado mandar este mensaje en su momento pero por lo que fuera no funcíonó bien el blog.

    Besos.

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