lunes, 26 de marzo de 2012

LLÁMAME LUPI (Truhán)

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Sin mejor plan, acabo de madrugada en el teatro: Tambores en la noche. A pesar del distanciamiento que Brecht exige al espectador, la soledad de Kragler duele: en la garganta tengo un lenguaje de negro.

Uno va al teatro porque está solo. En mi caso, además, porque espero encontrar viejos amigos, y si son amigas, mejor.  Pero si es Cata... 
De modo que desde que te cortan la entrada hasta que te plantas en la barra del bar estiras el cuello y gesticulas ostensiblemente, caña en mano, para ver y para que te vean. Y siempre ocurre el milagro. Bueno, en realidad, no tan milagro: uno va al teatro y a ver a Brecht porque sabe que a Brecht van las camaradas y los camarados y...  Y, sí, allí está, allí está Cata, hermosa como siempre,  joven aún, los rizos bailando sobre su frente simulando abandono pero conservando aún su propio color rojizo.  Allí estaba. ¡Sola! 

Hombre Cata, tú aquí. Y Cata se ríe porque sabe que siempre le piso los talones. A pesar de la evidencia, le pregunto si ha venido sola.  No, aunque lo parezca, no ha venido sola, señala a un grupo de sesentonas modernas y me dice: he venido con mamá. Mi gozo en un pozo: ¡mamá!  ¿Preferirá a esas carcamalas que a mí? Murphi dixit o debió dixirt: pues sí, Cata prefiere la compañía de mamá y sus amigas a la tuya. Definitivamente estoy acabado, caput. Ay, si por lo menos tuviera un tambor como el de Kragler podría arrojarlo contra la luna, esa luna roja como la sangre de los espartaquistas. El grupo de sesentoncillas me sonríen de oreja a oreja.  También ellas están acabadas, pero entiendo: ellas son lo único que me queda, no esta noche sino el resto de mis noches.  Una de ellas se acerca como la reina de Saba, versión progre.  Será la madre de Cata, supongo: ¿con tu mamá, Cata? ¿Y es esta señora?  Y la señora me fulmina con la mirada y me dice que de qué vas, que no me llames señora, que yo no soy una señora. ¿Y entonces cómo le llamo?  Lupi, llámame Lupi, que ese es mi nombre.  Ya, entiendo.

Al final acabo solo en la barra sin Cata y sin su mamá y sin las amigas de su mamá. Con mi caña. Otra vez he metido la pata.  De nuevo solo, naturalmente. Me trago la función entera, por cierto muy mal interpretada (¡malditos directores modernos -también- que se cargan todo!) y me vuelvo a casa desolado como Kragler, pero sin tambor.

Ya en la cama, un cigarrillo entre los labios y la mirada en la luna (rojita, como la de Brecht), una luna que me guiña el ojo: aprovecha, aprovecha que pronto prohibirán fumar en la cama, en cama. Recuerdo a Lupi. El look de Lupi es el look del partido, uniforme: no me llames señora. Desde el momento en que oyó la palabra “señora”, marcó distancias.  

Ay, esto del lenguaje, el lenguaje uniforme, también: “señora”, expresión burguesa. ¡Impertinente! Los camarados y camaradas la rechazan.

Pero, entonces… ¿cómo coño la tenía que llamar? A ver, pienso… Pienso y recuerdo a Marina. Marina es un amigo gay que tuvo problemas con una pelandusca que le quería quitar el novio y acabaron en el juzgado. Marina se asustó y le dijo al juez que no quería problemas: que ella, la pelandusca, una cría de veinte años, era una señora y él (Marina) un caballero y cuando hay riñas entre una señora y un caballero el caballero siempre lleva las de perder.

Señora, caballero… Sigo pensando.

A ver: lo correcto hubiera sido que Marina dijera no que la pelandusca fuera una señora (¡pero si era una cría!). Lo correcto hubiera sido decirle al juez que estaba acojonado porque la condición de mujer de ella y la de hombre de él (o sea, de Marina) le hacía estar en inferioridad.  Pero ¡llamarle “señora” a una muchacha y, lo que es peor, autoproclamarse, él,  “caballero”!

Señora. Pero, ¿y Lupi? Lupi ya no cumple los sesenta. Además no me dirigía a ella. Yo con quien hablaba era con Cata: ¿Y quién es tu madre, Cata? ¿Esta señora? ¿Señora? No, no me llames señora. A ver: ¿Y quién es tu madre, Cata? ¿Esta mujer? Tampoco: ¡esta mujer!, suena brusco y un punto despectivo; algo así como: ¿Esta?, a secas (mi abuela replicaría: ¿esta? ¡el palo de la escoba!). ¿Esta… chica? ¿Chica? Chica, chica, sí: chica está creciendo pero aún no ha rebasado el umbral de los cuarenta y Lupi no cumple los sesenta: ¡chica!  No, chica tampoco.  ¿Entonces, cómo coño la llamo? ¡Lupi! ¡Pero si no sabía aún su nombre!

En fin, acabo el cigarro. Aplasto la colilla contra el cenicero, me doy media vuelta y abrazo la almohada. Miro la luna, y ya traspuesto recuerdo la soledad de Kragler: ¡No me miréis con esos ojos tan románticos! ¡Usureros! ¡Acaparadores! Borracheras y niñerías. ¡Ahora viene la cama, la cama grande, blanca y ancha, ven!


Truhán






1 comentario:

  1. amigo truhan o quien seas (que sí se quien eres, pero si tu no lo dices yo no lo confieso) ¿qué ha sido de esas progres que conocimos a los veinte y a los treinta? ¿y de quienes han querido permanecer anclados en esa juventud, mientras el tiempo corría y corría? Hay mucha nostalgia en tu relato y cierta melancolía. Hoy las veo, algunas son abuelas, y quieren mantener fresca la rosa de la juventud rebelde y desalienada, y también a ellos, retuercen sus escasa canas en una radida coleta y siguen sin aceptar los hechos consumados, me resultan entrañables, héroes de una guerra perdida hace tiempo. anclados en Bretch y en Ionescu, pero mantienen algo de lo que yo me desprendí hace tiempo: interés por la gente, ansias de una sociedad mejor y más justa, esperanza en que todo cambie, una llamita encendida.
    Escribe, por favor, algo sobre estos antiguos rebeldes que nada han conseguido, casosos y entrañables. Tú sabes lo que te digo y sabes como hacerlo.

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