viernes, 31 de mayo de 2019

LA PARROQUIA DE EL GANCHO. SENTIMENTAL JOURNEY (Antonio Envid)


Tras diecisiete años de cierre y someterse a una compleja restauración, la iglesia de la Magdalena, la parroquia de mis días juveniles, el corazón del barrio que contempló mi adolescencia y juventud, ha sido reabierta.
Aunque tenga que pedir disculpas por utilizar un término inglés, esta excursión es un verdadero sentimental journey, que con el fondo de la melodiosa y maternal voz de Doris Day, una actriz que no se encuentra entre mis preferidas, sería un viaje a la nostalgia.
Alguien ha dicho que la verdadera patria es la infancia,de ser cierto, mi patria es el barrio de la Magdalena. Aquí se desarrolló mi niñez, y a él vuelvo siempre. Hoy es un barrio mestizo, con buenas dosis de exotismo, muy interesante para un sociólogo: jóvenes zaragozanos de cultura alternativa, subsaharianos musulmanes, castizos gitanos,cristianos viejos del barrio de toda la vida, incluso
encontraremos algún judío, muchos menos, desde luego, que cuando era el asentamiento de la potente judería medieval; en fin, una vital y rica mezcla de convivencia de razas y culturas, que lo están convirtiendo en la zona "cool" de la ciudad. Los jueves se ve invadido por una multitud procedente de toda la capital, a la llamada del "juepincho", sabia invención de los hosteleros del barrio, que ofrecen pinchos y cañas a buen precio y alegre y franca camaradería. En mi recuerdo queda un barrio de menestrales y humildes empleados, donde todo el mundo se conocía y en el que las casas estaban abiertas a propios y extraños, cuando salíamos de él, Coso arriba, teníamos la sensación de ir a otra ciudad. ¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?

El corazón del barrio, incluso le daba nombre, era la iglesia de la Magdalena. Siempre me he preguntado por la advocación del templo zaragozano a tan misteriosa santa, compañera y seguidora, para algunos algo más, de Jesús, que siendo muy popular en Francia, hasta el punto de asegurar que sus viejos reyes Capetas son sus descendientes, no lo es tanto en nuestro país, si hacemos abstracción de Castellón. En esta parroquia, la de El Gallo, se celebraban los acontecimientos más importantes: bodas de parejas, formadas normalmente en estas mismas calles, entierros, y felices nacimientos:

Que eche el padrino
Que no se lo gaste en vino

Coreábamos los chicos para que el aludido nos repartiera peladillas y caramelos. Para increparlo cuando no era lo suficiente generoso:

Bautizo cagau
Que a mí no m 'han dau
Si cojo al chiquillo
Lo mando al tejau

Pero este querido templo guardaba otros enigmas, aparte de los de la santa pecadora y que se halla representada en su altar mayor por Ramírez de Arellano en el momento de su asunción. María Magdalena compartió con la madre de Jesús el privilegio de ser asunta a los cielos. Los misterios a los que aludo eran mucho más apreciados por nosotros, la chiquillería, que los de los arcanos de su patrona, por lo demás muy alejados de nuestras preocupaciones. El más notable de todos sería: que en la madrugada del 22 de julio, festividad de la santa, se producía, nada menos, el prodigio de que cantara el hermoso gallo de bronce que corona su esbelta torre. Su jubiloso y estentóreo quiquiriquí se escuchaba por todas las callejas aledañas, convocándonos a todos los chicos. Bien es cierto, que su canto tenía más parecido al toque de corneta del cercano cuartel de Sementales, que al bizarro reclamo del gallináceo pájaro, pero nosotros no parábamos en tales menudencias. A su toque, la recoleta plaza en la entrada del templo, flanqueada por la historicista fachada de la vieja universidad, se llenaba de bullicio y voces infantiles. Al poco, desde lo alto del alminar,descendían, provistos de pequeños paracaídas de papel,para no sufrir daño, caramelos y peladillas, que no llegaban a tocar el suelo, pues eran cogidos al vuelo, entre jubilosos gritos y encarnizadas disputas, por la infantil concurrencia.
Con ser aquello no pequeño regalo, yo gozaba de considerable franquicia, pues al ser conocido del campanero del lugar, me era permitido, de vez en cuando, subir a la torre con él. El campanero era hombre de gran afabilidad, vivía en el propio templo en una habitación cabe la torre, conocía todos los toques habituales: toques de misa, repiques, volteos para la fiesta mayor, el doblar las campanas para los entierros, o el doloroso toque de ángel o de gloria cuando el finado era un niño, y un sinfín de otros
tañidos ya no tan cotidianos, algunos en desuso, como el de esconjurar nublados, y el de guía para despistados, pues al hallarse la iglesia en la puerta de Valencia y cercana al Ebro, su señal servía, en lo antiguo, para guía de descarriados en los atardeceres de niebla. Una de las primeras hazañas de la robótica ha sido la de eliminar el honrado y útil oficio de campanero, pues hoy todas las campanas se accionan mediante mecanismos, con grave riesgo de pérdida de tan singular cultura musical.
Desde lo alto de la torre, para algunos, alminar de la vieja mezquita, se contempla un hermoso panorama sobre la confluencia del Huerva con su hermano mayor el Ebro, planeando por los tejados de la vieja judería y el barrio de las tenerías, donde se desarrolló una próspera industria de curtido en el medievo: las balsas de Ebro viejo de las que hablaban los viejos. Invito a todos a realizar el especial esfuerzo que supone subir las incómodas escaleras de acceso a la torre, pues el premio lo merece, y parece ser que podrá ser visitada.


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