lunes, 4 de mayo de 2020

APLAUSOS COVID 19 - LA OPINIÓN DE UN NOBEL (Albert Camus)



Foto: sgs

Mutatis mutandis, he aquí lo que sería la opinión de Albert Camus (1913-1960), sobre los aplausos que hoy concitan a muchos ciudadanos a los ocho de la tarde. Convendrá no obstante advertir que no puede identificarse la opinión de un personaje de ficción con la de su creador; y que hasta el narrador de una novela no deja de ser sino un personaje más de la misma y, por tanto, igual de ficticio. 
Los testimonios de otras épocas o de otros espacios geográficos, revelan que las diferencias que nos separan de nuestros antepasados o de nuestros antípodas son mínimas, y que todo se repite, salvando eso sí las distancias (no tan importantes) del momento histórico o del contexto geográfico en que se produzcan. A fin de cuentas, la naturaleza humana, por muchas diferencias que presente (y las presenta) es siempre esencialmente la misma. Las películas de Hollywood también nos enseñan que los humanos de este siglo o del anterior, estemos donde estemos, lloramos y nos reímos -en general- por lo mismo.
Dicho lo cual, esta es la opinión del narrador/cronista de "La peste" (1947), novela fundamental del existencialismo, en la que se nos describe una supuesta epidemia padecida en Orán (Argelia) en los años 40 del siglo pasado. Que la opinión del narrador coincida en este caso con la del autor, pocas dudas puede ofrecer en novelas de tesis y pensamiento (filosóficas, en suma), cuando a mayor abundamiento, quien la vierte no es un personaje más, sino -insisto- el que cumple la función de "narrador".
En todo caso, no deja de ser una opinión. Eso sí, debidamente fundamentada y, por supuesto, de un pensador tan cualificado como Albert Camus.

* * *

La intención del cronista no es dar aquí a estas agrupaciones sanitarias más importancia de la que tuvieron. Es cierto que, en su lugar, muchos de nuestros conciudadanos cederían hoy mismo a la tentación de exagerar el papel que representaron. Pero el cronista está más bien tentado de creer que dando demasiada importancia a las bellas acciones, se tributa un homenaje indirecto y poderoso al mal. Pues se da a entender de ese modo que las bellas acciones sólo tienen tanto valor porque son escasas y que la maldad y la indiferencia son motores mucho más frecuentes en los actos de los hombres. 

Esta es una idea que el cronista no comparte. El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad. Los hombres son más bien buenos que malos, y, a decir verdad, no es esta la cuestión. Sólo que ignoran, más o menos, y a esto se le llama virtud o vicio, ya que el vicio más desesperado es el vicio de la ignorancia que cree saberlo todo y se autoriza entonces a matar. El alma del que mata es ciega y no hay verdadera bondad ni verdadero amor sin toda la clarividencia posible. 

Por esto nuestros equipos sanitarios que se realizaron gracias a Tarrou deben ser juzgados con una satisfacción objetiva. Por esto el cronista no se pondrá a cantar demasiado elocuentemente una voluntad y un heroísmo a los cuales no atribuye más que una importancia razonable. Pero continuará siendo el historiador de los corazones desgarrados y exigentes que la peste hizo de todos nuestros conciudadanos. 

Los que se dedicaron a los equipos sanitarios no tuvieron gran mérito al hacerlo, pues sabían que era lo único que quedaba, y no decidirse a ello hubiera sido lo increíble. Esos equipos ayudaron a nuestros conciudadanos a entrar en la peste más a fondo y los persuadieron en parte de que, puesto que la enfermedad estaba allí, había que hacer lo necesario para luchar contra ella. Al convertirse la peste en el deber de unos cuantos se la llegó a ver realmente como lo que era, esto es, cosa de todos. 

Esto está bien; pero nadie felicita a un maestro por enseñar que dos y dos son cuatro. Se le felicita, acaso, por haber elegido tan bella profesión. Digamos, pues, que era loable que Tarrou y otros se hubieran decidido a demostrar que dos y dos son cuatro, en vez de lo contrario, pero digamos también que esta buena voluntad les era común con el maestro, con todos los que tienen un corazón semejante al del maestro y que para honor del hombre son más numerosos de lo que se cree; tal es, al menos, la convicción del cronista. Éste se da muy bien cuenta, por otra parte, de la objeción que pueden hacerle: esos hombres arriesgan la vida. Pero hay siempre un momento en la historia en el que quien se atreve a decir que dos y dos son cuatro está condenado a muerte. Bien lo sabe el maestro. Y la cuestión no es saber cuál será el castigo o la recompensa que aguarda a ese razonamiento. La cuestión es saber si dos y dos son o no cuatro. Aquellos de nuestros conciudadanos que arriesgaban entonces sus vidas, tenían que decidir si estaban o no en la peste y si había o no que luchar contra ella. 

(...)


(Albert Camus, 1947)


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