FOTO: NDREA FASANI / EFE / EPA |
¡Dios mío, qué tragedia! Mire,
mire usted, qué desastre. Con la compañía que me hacía. Cuando asomaba la luz
de la mañana en el dormitorio solitario, no tenía ánimos para levantarme de la
cama. El dormitorio desierto, lleno de sombras, las malas sombras del
duermevela y del insomnio de la larga noche, que ni siquiera la luz del día
llega a disipar. Como un muro, como un muro de cemento se alza el día. No me
habría levantado la mitad de las veces. Se lo juro, no tengo fuerzas. Pero pensaba, el pajarico me está esperando,
tengo que limpiarle la jaula, cambiarle el agua, ponerle grano, estará
inquieto, pobrecico, mira que si un día no puedo levantarme y arreglarlo, qué
será de él. Me necesita. Y hacía un esfuerzo, primero sentarme al borde del
colchón, luego, otro esfuerzo, ya estoy en pie, los primeros pasos, torpes
¿sabe usted? porque las bisagras están todas oxidadas. Es la edad, dice el
médico, tómese estas pastillicas, le irán bien, son de calcio con no se qué.
Nada, no me hacen nada, cada vez me cuesta más dar esos primeros pasos, pero
luego, la verdad, una vez que se calienta el cuerpo, pues ya va mejor. ¿Qué le
estaba diciendo? Ah, sí, que el pajarico me obligaba. Y luego, después yo le
hablaba mientras le limpiaba la jaula y él echaba a cantar. Qué cantos, qué
alegría. La cardelina más cantora que haya visto y oído usted, la más garbosa,
había ganado concursos, tenía más arreos que ninguna otra. Qué trinos más
melodiosos, cómo me alegraba el día. Cuando la sacaba a la ventana, mientras
regaba los geranios, atronaba con sus cantos a toda la vecindad. La gente me
decía, qué pájaro más alegre tienes Albertina, y yo les contestaba orgullosa,
es de raza de cantores, todos con medallas, es lo que me queda de mi hermana. Y
ahora, ya ve usted, unas plumas y unos colgajillos sanguinolentos de carne. No
llegué a tiempo. Ese monstruo, la picaraza, negra como el pecado, ha metido el
pico por las rejas de la jaula y ha destrozado al pobre pajarico. Pero si no
tenía carnes ni para un picotazo. Cómo puede haber tanta maldad en el mundo.
Dios mío, es el Mal, que se ha apoderado de todo. Yo que le juré a mi hermana,
que marchara tranquila, que yo me ocuparía de la cardelina. Bueno, ella seguro
que me dijo en sus últimos momentos, Albertina, sobre todo cuida del pajarico,
pobrecico, que no tiene a nadie nada más que a las dos, y ya ves, yo me voy,
pero me voy tranquila porque sé que queda en buenas manos. Esas serían sus
últimas palabras, aunque yo no las oí. Ni yo ni nadie, porque murió sola, qué
tristeza más grande, sola, rodeada de tubos, sin una mano que estrechar al
marcharse. Murió en una de esas tétricas ucis, que llaman. Se la llevó la
epidemia. Ni siquiera pudimos darle un entierro de cristianos. Nada, una caja
con cenizas. Y ahora, esto, lo único que me quedaba de ella. Parece que
mientras viviera el pajarico, algo de ella estaba con nosotros. Su alegría
había quedado en el animalico. Porque ¿sabe usted? mi hermana era muy alegre,
siempre estaba cantando y cuando yo escuchaba a la cardelina, la escuchaba a
ella cantar, aunque ya nos hubiera dejado. Con qué inquina el mal se está
cebando con nosotros, ¡Dios mío, qué cosas habremos hecho para merecer tanto
castigo! El Maligno es quien manda ahora en el mundo. Qué estará pensando mi
hermana, cuando haya visto mi descuido. ¡Ay, qué será de mí ahora! además de
quedar sola, la carga de la culpa por no haber sabido cuidar del pobre
pajarico.
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