Hospital de Campaña por la pandemia del COVID 19
IFEMA - Madrid (Foto: Pedro Amestre - El País)
La
estancia era infinita, fría y luminosa.
Bombillas, lámparas…
Llegarían hoy a casa. Un juego de dos. Y yo aquí, sin poder salir. A buenas
horas… El baño sin luz, las dos lámparas a un tiempo… Y el puto flexo ese que siempre me saca de
apuros… Hmm… ¡Qué jodida esta respiración…! Si pudiera, ahora mismo me
tiraría por una ventana. Pero me fallan las fuerzas. Si al menos viera… ¿Habrá
ventanas aquí? El resplandor me ciega.
Pero no, eso no es lo peor… Lo peor es la nostalgia de quien solo se siente
huésped… (¿quién dijo eso?). Es como yo me siento aquí… un huésped, un eterno
huésped, que va subiendo peldaño a peldaño por la calle de la miseria…
Sí, la estancia era infinita. Infinita, fría
y luminosa. Al menos así la presentía, porque mis sentidos estaban muy
limitados. El aburrimiento era enorme aunque no mayor que el de por ahí afuera.
Ahora, además, apenas veía ni oía nada. Pero un sombrío murmullo delataba que
tenía gente a mi alrededor, bastante gente. Tranquila, eso sí: sosegada y a esa
prudente distancia tan recomendada también en el exterior. A veces,
puntualmente, se oían algunos gritos. Y solo las deficientes voces e imágenes
que, filtradas, elaboraba a duras penas mi cerebro, me daban idea, junto a los
dolores y el terrible ahogamiento, del extraño momento que estábamos viviendo.
Y de mi terrible situación física… Cada despertar, por muy débiles que tenía
los sentidos, era un verdadero martirio.
Entre la consciencia de la vigilia y el apagón del sueño, suele haber
un momento de transición muy breve que siempre he intentado retener pero que
siempre acaba por escaparse. Porque cuando las tinieblas te envuelven,
desapareces. Pero alguna vez… Alguna vez
he estado a punto de atraparlo. Es más, por décimas de segundos, por milésimas
quizá hasta he conseguido retenerlo. Te acuestas y, en la cama, piensas.
Piensas y recuerdas. Y dominas recuerdos
y pensamientos, hasta que llega un momento en que son ellos los que te dominan
a ti. Es en ese preciso instante en que la inconsciencia ha vencido a la
consciencia pero aún no ha conseguido eliminarla del todo. Recuerdos y
pensamientos se confunden con sonidos externos: el tráfico, la lejana bocina de
un camión, campanadas anónimas... Quizá las últimas. Porque siempre dudas del
regreso, del despertar. Y todo, todo, se cruza y amontona como en un
palimpsesto.
Bombillas, lámparas…
Llegarían hoy a casa, y yo aquí, sin poder salir… Una copia de un poema escrito por mi madre el mismo día que nació mi
hermano… ¿lo recuerdas…? Setenta
veces siete ¿Setenta…? No, no... lo correcto sería o setecientas o diez
veces siete… Ya, sí, pero suena mejor así… El oído, claro… Qué aburrimiento. Lo
peor es el aburrimiento. No, no seas ingenuo, es Graco, el cazador… Pero, ¿quién es libre siendo inferior?...
Antonio, mi amigo Antonio me lo ha dicho: esto es como en el Diario de la peste de Defoe. Sí, como en el siglo
XVII. Lo mismo… carros atiborrados de cadáveres… solo que ahora no los ves.
Pero existen… ―¿Tienes miedo, madre…? ―A mi edad no se teme mucho…London Bridge
is falling, down falling down… Hasta
el rumor del agua parece iluminarse.
Sí, llega un momento en que la consciencia se rompe, y el pensamiento,
los recuerdos, se hacen añicos. Dejas de dominarlos. Yo he podido examinarlo…
Sentirlo. ¡El plácido caos! Ese dejarse llevar… El caos del que venimos y al
que volvemos. Al que pertenecemos. La vida no deja de ser un calvario tan intenso como
inútil hacia el orden, un orden del que solo nos libramos con el
sueño y, al final, con la muerte. El orden, sí. La consciencia. La lógica. Eso
a lo que llamamos vida. Ese maldito sistema que nos esclaviza y martiriza: piensa
por la mañana, actúa al medio día, come al atardecer, duerme por la noche…
Pero hay un punto en que… Sí, yo lo he conseguido. Yo he tenido, he sentido,
destellos de ese caos. El verdadero paraíso perdido, al que solo se regresa
definitivamente con la muerte. Poco tiempo, cierto. Pero, sí, yo he llegado a
palpar ese material de desecho, esos rastros fragmentarios… La materia, la
verdadera materia de que están hechos los sueños.
―Hola, ¿qué tal hoy?
―No insistas, no te oye.
―¡Hola…! ¿Hola..? Sí, no parece
oírme…
Pero los oigo, claro que los oigo. Lejanos, pero los oigo. Y no solo los oigo, acierto a
escuchar lo que dicen. Ellos creen que no, pero todavía, y aunque sea por
momentos, me entero de todo.
―Entonces…
―Sí, a la UCI. Ya…
¿Dolor? ¿Angustia por el ahogo…? Sí, también el dolor y el ahogo, en
ese preciso instante, van diluyéndose. Pero qué dicen estos tipos. Sanitarios,
sin duda... Ahora veo, ahora alcanzo a ver algo. Qué nave tan grande. Camas, pijamas
celestes, médicos… Lo había visto en la tele…
Pero qué asfixia, ¡qué terrible asfixia! Me llevan a la UCI, claro…
Bueno, parece llegado el fin. Mejor. Moriré solo, sin familia. Pero solo, no
por el coronavirus, sino porque no tengo a nadie. Siempre he estado solo…
Y si vuelvo a casa, el
baño seguirá sin bombilla… Con el flexo… Hmm… ―¡Laufend! ―Ya lo has oído: ¡En
marcha! … ¡Qué asfixia…! Eduardo, tú por aquí! ―¿No lo
sabías…? Estamos montando una sala VIPS, aquí, en el aeropuerto… Ya se acerca,
ya se acerca ese mágico instante. Atento, tal vez sea el último… Y bajé. Bajé y
la besé… Y entonces pregunté: ¿es que basta la firme convicción de que algo es
tal cosa para que lo sea? Y respondió: Todos los poetas creen que sí…
―Pero queda una plaza, una sola plaza…
―Ya… Ya veo.
―Hay que elegir, ¡coño! ¡Otra vez tenemos que elegir…!
―No, perdona. No hay elección. Esta muy claro: primero aquel...
―¿Por ser quién es…?
―¡Ya basta, cabrón! No compliques las cosas… Es más joven que este
pobre hombre… ¡Punto!
Bajó
ella y bajé yo. Bajó y bajé. Bajé y me besó… Cris. ¡Cris, cariño…! ¡Mi
auténtica venus alada…! Qué solo sin ti!
de ESPLÍN
50 textos contra
las umbrías tardes de confinamiento
(Servando Gotor)
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