Daniel Defoe al redactar la
crónica de la peste que asoló Londres -y otras capitales europeas- en 1665-66
cuenta como muchas conciencias fueron estimuladas a arrepentirse de pecados y
delitos pasados haciendo penitente confesión, como se ablandaron muchos duros
corazones. Claro está que no todos los comportamientos fueron tan dignos, en
las casas donde había algún enfermo, que fueron clausuradas por orden del
ayuntamiento impidiendo salir y entrar a nadie, en algunos casos los habitantes
huían por la noche dejando desamparado a la víctima, o, como cuenta con
indignación el narrador, el caso de un grupo de personas que se reunía en una
taberna por cuya calle pasaba al atardecer el carro que transportaba a los
muertos a la fosa común; cuando pasaba por allí el macabro transporte, abrían
las ventanas del establecimiento para mofarse de los muertos y los familiares
que los acompañaban, riéndose a carcajadas y profiriendo blasfemias y
escatológicas bromas.
El miedo impulsa a realizar actos
indignos y huir del contagio. Esto también lo estamos viviendo ahora, ancianos
que han sido abandonados a su suerte en residencias o han quedado aislados en
su domicilio. Pero en el actual episodio se echa en falta esa contrición de la
comunidad por la desgracia de tantos seres fallecidos, un duelo general por
quienes nos han abandonado en esas trágicas circunstancias, la solidaridad
necesaria con la gente que ha perdido a seres queridos, muertos en la soledad de
una UCI, o peor, en una residencia de acianos, y enterrados casi en la
clandestinidad. La gente sale al balcón o ventana de su domicilio puntualmente
cada día a las ocho de la tarde a dirigir unos aplausos y siempre alguien saca
un reproductor de música para amenizar la velada. La excusa es que se aplaude
la labor de los sanitarios que luchan contra la enfermedad con escasez de
medios debido a la negligencia de las autoridades, y con una abnegación digna
de todo aplauso y agradecimiento, también la policía y fuerzas armadas realizan
su trabajo con gran riesgo personal. Es muy plausible este reconocimiento, pero
se está convirtiendo en una rutina, algo como una expresión de fiesta poco
acorde con la trágica realidad. Lo que no veo por ninguna parte es la expresión
de duelo exigible a una comunidad sensible ante el dolor humano, esa expiación
necesaria de una sociedad banal con unos valores meramente materiales, basada
en la frivolidad, un examen interno para comprender como hemos podido llegar a
esta trágica situación, qué errores hemos cometido y seguimos cometiendo.
Pero esta pandemia derribará los
últimos dioses. Tras esto nadie tendrá fe en nada. Esta sociedad hace tiempo
que abandonó la creencia en un dios sobrenatural y lo sustituyó por conceptos
abstractos como el progreso humano, la justicia social, y otros tan ilusorios
como estos. La ciencia, especialmente la medicina, uno de los últimos falsos
dioses, que nos prometía la sanación de todas las enfermedades, incluso una
cuasi eterna vida, ciento cincuenta años o más de longevidad, ha demostrado su
fracaso y nos ha vuelto al temor de las enfermedades sociales. El Estado, al
que los españoles tan dados somos en reclamar que se haga cargo de nuestros
problemas, enseñanza gratuita para nuestros hijos, residencias gratuitas para
nuestros padres y abuelos, sanidad gratuita, cultura gratuita, subvención si no
trabajamos, y un largo etc. ha resultado ser otro ídolo de barro. En qué
tendremos fe después de esto.
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