sábado, 2 de mayo de 2020

"DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE", de Daniel Defoe (Por Antonio Envid)



Daniel Defoe al redactar la crónica de la peste que asoló Londres -y otras capitales europeas- en 1665-66 cuenta como muchas conciencias fueron estimuladas a arrepentirse de pecados y delitos pasados haciendo penitente confesión, como se ablandaron muchos duros corazones. Claro está que no todos los comportamientos fueron tan dignos, en las casas donde había algún enfermo, que fueron clausuradas por orden del ayuntamiento impidiendo salir y entrar a nadie, en algunos casos los habitantes huían por la noche dejando desamparado a la víctima, o, como cuenta con indignación el narrador, el caso de un grupo de personas que se reunía en una taberna por cuya calle pasaba al atardecer el carro que transportaba a los muertos a la fosa común; cuando pasaba por allí el macabro transporte, abrían las ventanas del establecimiento para mofarse de los muertos y los familiares que los acompañaban, riéndose a carcajadas y profiriendo blasfemias y escatológicas bromas.
El miedo impulsa a realizar actos indignos y huir del contagio. Esto también lo estamos viviendo ahora, ancianos que han sido abandonados a su suerte en residencias o han quedado aislados en su domicilio. Pero en el actual episodio se echa en falta esa contrición de la comunidad por la desgracia de tantos seres fallecidos, un duelo general por quienes nos han abandonado en esas trágicas circunstancias, la solidaridad necesaria con la gente que ha perdido a seres queridos, muertos en la soledad de una UCI, o peor, en una residencia de acianos, y enterrados casi en la clandestinidad. La gente sale al balcón o ventana de su domicilio puntualmente cada día a las ocho de la tarde a dirigir unos aplausos y siempre alguien saca un reproductor de música para amenizar la velada. La excusa es que se aplaude la labor de los sanitarios que luchan contra la enfermedad con escasez de medios debido a la negligencia de las autoridades, y con una abnegación digna de todo aplauso y agradecimiento, también la policía y fuerzas armadas realizan su trabajo con gran riesgo personal. Es muy plausible este reconocimiento, pero se está convirtiendo en una rutina, algo como una expresión de fiesta poco acorde con la trágica realidad. Lo que no veo por ninguna parte es la expresión de duelo exigible a una comunidad sensible ante el dolor humano, esa expiación necesaria de una sociedad banal con unos valores meramente materiales, basada en la frivolidad, un examen interno para comprender como hemos podido llegar a esta trágica situación, qué errores hemos cometido y seguimos cometiendo.
Pero esta pandemia derribará los últimos dioses. Tras esto nadie tendrá fe en nada. Esta sociedad hace tiempo que abandonó la creencia en un dios sobrenatural y lo sustituyó por conceptos abstractos como el progreso humano, la justicia social, y otros tan ilusorios como estos. La ciencia, especialmente la medicina, uno de los últimos falsos dioses, que nos prometía la sanación de todas las enfermedades, incluso una cuasi eterna vida, ciento cincuenta años o más de longevidad, ha demostrado su fracaso y nos ha vuelto al temor de las enfermedades sociales. El Estado, al que los españoles tan dados somos en reclamar que se haga cargo de nuestros problemas, enseñanza gratuita para nuestros hijos, residencias gratuitas para nuestros padres y abuelos, sanidad gratuita, cultura gratuita, subvención si no trabajamos, y un largo etc. ha resultado ser otro ídolo de barro. En qué tendremos fe después de esto.



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