lunes, 20 de julio de 2009

Cuando la lánguida esperanza muere (Arcadio Muñoz)


Apenas había cruzado el umbral del patio cuando de repente me encontré con ellos. Eran dos: un matrimonio de esos de antaño, octogenario, solos. Su vida había estado dedicada al olvido, a la sinrazón, al ahorro, a la supervivencia. El corral por donde transcurría su vida era lúgubre sin apenas luz, un olor a muerte prematura atravesaba los viejos muros de la casona, la descendencia brillaba por su ausencia, en su lugar los melancólicos gatos hacían las veces de aquellos hijos que nunca llegaron, las habitaciones jamás habían tenido vida, unos viejos juguetes rotos con caras malévolas colgaban del viejo granero, más bien asustaban cada vez que en tardes de tormenta subían para ver de cerca el lejano monte. El chaparrón se difuminaba por entre las nubes, ellos apenas podían oír el estrepitoso ruido de los truenos, los sentidos a estas edades juegan malas pasadas haciendo ver lo inverosímil.

Aquella tarde tuve el presentimiento de que aquel mundo recreado alrededor de los umbrales de esas potentes paredes estaba a punto de sucumbir, un aliento de esperanza llegaba demasiado tarde, la vida había ido languideciendo con el paso de los años, la entrada se había cambiado, las caballerías habían dado paso al progreso, aquellos hijos que en su día no vinieron seguían en el limbo, demasiado tiempo dedicado al trabajo, al día a día. Quizá se habían olvidado de la esperanza. El tono amarillento de las paredes denotaba cierto aire a dejadez, al igual que las viejas sillas de anea que sujetaban sus decrépitos cuerpos con esas manos arrugadas por el sol de tantos veranos segando la mies de los campos baldíos.

Al salir tuve el presentimiento de que ya nada sería igual, el espejismo me hacía ondear en la soledad que recorría mi imaginación, la escena había transcurrido años antes, lo supe al cerrar para siempre el féretro que portaba sus cuerpos.

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