jueves, 16 de julio de 2009

La muchacha muerta (Narciso)

Yo encontré el cadáver, sólo eso. No hice nada más. Bueno, observar, más o menos fascinado, más o menos perplejo, más o menos incrédulo. No tuve mucho tiempo antes de que comenzara el trabajo; enseguida empezaron a suceder cosas.

El cadáver era hermoso, como todos los cuerpos humanos recién muertos. La muchacha estaba extrañamente tranquila, como durmiendo una siesta profunda, como inmersa en un sueño lento y reparador después de muchos días sin descansar. Una camiseta blanca de algodón y unos pantalones vaqueros, descalza, el cabello moreno suelto y esparcido sobre la hierba. Una fina pulsera de oro en la muñeca izquierda.
Cuando la vi en el bosque, a la sombra de un enorme pino, tendida sobre la hierba, pensé que estaba durmiendo. Me pareció natural. No quise despertarla, por qué despertarla, pero tampoco quise dejarla sola en el bosque, no sé, me pareció que corría cierto peligro, tan profundamente dormida, tan vulnerable. Así que me senté en una piedra próxima a ella, no demasiado cerca, para que no se asustara al verme, cuando despertara. Sólo quería protegerla, proteger su sueño.

Las hormigas llegaron enseguida, a los pocos minutos. Una fila gruesa y densa de hormigas que pintaron una larga raya negra en el suelo. Entraron por el costado izquierdo de la muchacha, por la franja de piel desnuda entre la camiseta y el pantalón. Casi a la vez llegaron las arañas, pequeñas y pardas, que se descolgaban de las ramas del pino y aterrizaban sobre el cuerpo de la muchacha coordinadamente, como una brigada de paracaidistas conquistando una colina.

Entonces, alarmado, me acerqué a la muchacha y descubrí lo que los insectos ya sabían. Sus labios azulados, su piel demasiado pálida, sus párpados entrecerrados. No respiraba. No sé por qué no hice nada, ni siquiera le busqué el pulso, sino que volví a sentarme sobre la piedra. Las hormigas habían atravesado la piel y la fila se hizo más gruesa, algunas ya regresaban al nido con su carga humana. Las arañas atravesaban la ropa de la muchacha rápidamente y desaparecían en su interior. Enseguida, las grandes moscas verdes y azules cubrieron sus párpados, los orificios de la nariz, las comisuras de la boca entreabierta. De la hierba salieron unos cangrejos pequeños, rojos como la sangre, muy voraces, que comenzaron a romper la piel desnuda de la muchacha, abriendo túneles en su carne por los que entraban y salían velozmente sin dejar de comer, moviendo las pinzas con precisión, cortando y devorando pedazos ensangrentados de piel y de músculo.

Unos cangrejos de mayor tamaño se acercaron desde todas las direcciones; también buscaban la piel desnuda de la muchacha: de su cuello, de su cara, de los brazos descubiertos, de los tobillos y los pies. Negros, de caparazón brillante, con pinzas poderosas, no abrían túneles en el cuerpo de la muchacha, sino que la devoraban sin introducirse en ella, haciéndole grandes heridas ovaladas y profundas. La sangre era más roja sobre el negro brillante de los caparazones de los cangrejos. Las libélulas acudieron despacio y no se ensañaron con el cuerpo de la muchacha. Se detenían sobre ella y mordían deprisa, emprendiendo enseguida en vuelo. Naranjas, azules, verdes, irisadas, era hermoso ver el cuerpo de la muchacha cubierto de colores intensos y veloces. Las hormigas abrieron una segunda cadena que ascendía por el brazo y se introducía por la boca.

Justo entonces llegaron ustedes; yo encontré el cadáver, sólo eso. No hice nada más.

(Extraído de "Cuescos")

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