lunes, 3 de octubre de 2011

NO HAY NADA QUE GUSTE MÁS A LOS HOMBRES QUE HACER TONTERÍAS (Antonio Envid)

AEM
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Soy un pésimo lector, una novela me dura una eternidad, leo: “No hay nada que les guste más a los hombres que hacer tonterías; claro está que las tonterías que se cometen por amor son las más excusables.” A continuación cierro el libro, “Las dos Sicilias”, del estupendo y olvidado Alexander Lernet-Holenia, y comienzo a considerar, que si bien estoy de acuerdo con la primera afirmación, no puedo estarlo con la segunda. Las tonterías que un hombre comete por amor, suelen ser las más estúpidas de todas. No lo digo porque sí, es por experiencia propia. Me explicaré, hace bastantes años me enamoré perdidamente de una écuyère. Trabajaba en un circo que viajaba por provincias, era un circo pequeño y destartalado, pero a mí me parecía un mundo mágico donde ella reinaba desplegando todo su esplendor. Se me antojaba la muchacha más grácil y bella del mundo, era joven, y ese era todo su encanto, pero verla evolucionar con los caballos en la pista y antojárseme la reina de las amazonas, todo era uno. Una Talestris, la seductora del Gran Alejandro. Señalo a la reina de las amazonas, precisamente, porque debía de ser bella sobremanera, ya que Alejandro el Magno tiraba por otros parajes más agrestes, no por los suaves y venéreos montecillos femeninos.

En fin, noche tras noche iba a ver la función circense y esperaba a que terminara su actuación para luego invitarla a cenar en algún restaurante caro o ser invitado a una cena íntima en su caravana. Quedaba arrobado por la gracia y la galanura de tan exquisito ser, aunque cogiera los alimentos con los dedos y riera a carcajada limpia cualquier tontería que yo dijera, los efluvios equinos que siempre envolvían su cuerpo me parecían suaves y delicados perfumes. Para qué seguir. Una noche entre gimoteos me dijo que se hallaba desesperada, el propietario del circo estaba dispuesto a cerrarlo y jubilarse. Irían todos a la calle y ella no concebía la vida fuera de aquel circo. Qué iba a ser de ella y de sus adorables caballitos. La consolé como pude y le prometí comprarlo. Su alegría, la expresión de agradecimiento de su rostro y su sonrisa me compensaba de cualquier dispendio. Al día siguiente cerré el trato, a un precio muy razonable, con el propietario.

¿Creen ustedes que haya castigo más grande en el mundo que ser propietario de un circo? No había manera de cuadrar las cuentas, éramos recibidos en todas las partes como si fuéramos una partida de ladrones, cuando, por el contrario, eran los lugareños quienes nos asaltaban cobrándonos todo al doble de su precio. Pero eso no era lo peor. Lo peor era bregar con el personal, con aquellos “artistas”. Una vez, el domador se fue de copas con una elefantita, entraron en un club y destrozaron todo el establecimiento; hube de ir a rescatarlos a fuerza de dinero, pues querían lincharlos a los dos. ¿Qué explicación creen que me dio? Que ambos tenían mal de amor, ella por el macho del rebaño, que, aseguraba, no le hacía caso, y él por un trapecista, que lo despreciaba, por eso habían ido a matar con copas su dolor. Si me pusiera a contar no acabaría, se lo aseguro.

Sin embargo, un día, que teóricamente estaba en la capital gestionando unos permisos, volví antes de tiempo y encontré a mi exquisita amazona en la cama cabalgando al enano que vendía los números de la rifa que celebrábamos en los intermedios. El enano, que era un malvado bellaco, aborrecido por todos por su malicia, escapó ágilmente pasando por entre mis piernas y no pude alcanzarlo, hasta le dio tiempo para hacerme una higa cuando se alejaba. Si lo atrapo lo estrujo y acabo con su mísera vida. En cuanto a ella, sus lloros, sus peticiones de clemencia, sus pucheritos y mi débil voluntad la libraron de un castigo merecido. Al día siguiente había desaparecido. Una alma caritativa me dijo que no la buscase, que el enano y ella siempre habían sido amantes y habrían huido juntos, que el enano era un sinvergüenza redomado que tenía harto a todo el personal y que cuando el propietario iba a despedirlo aparecí yo comprando el circo; sin embargo, ella bebía los vientos por él y era capaz de todo por su amor. Por algo decía Beaumarchais que las pasiones nos llevan a cometer faltas, pero las amorosas nos conducen al ridículo.

Continúo la lectura y tropiezo con: “muchos no encuentran la verdad porque es muy pesado ir a buscarla…”. Otra vez cierro el libro y pienso que en una ocasión….. ¡Alto, ya está bien! No te pongas a discutir otra vez con el autor, que además no te replica nunca, así no acabarás la maldita novela.



Antonio Envid      

1 comentario:

  1. Je, así que el del circo eras tú... El trapecista, el acomodador, el taquillero, el presentador... y el único espectador para el que hacían la función.

    En los últimos tiempos del oasis había un espectador que iba todas las noches (a veces no hacían la represetáción porque no había público suficiente, a veces incluso sólo iba él), bueno pues iba todas las noches porque estaba enamorado de una bailarina.

    Qué cosas, qué cosas les pasan a algunos tontorrones...

    (Me he reído, y cambio la etiqueta de "opinión" por biograf... digo: por "narrativa").

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