jueves, 26 de marzo de 2020

EL BECARIO (UNA FÁBULA POLÍTICA) - Don Cleofás



Monumento a las Cortes de Cádiz. Detalle.
(Modesto López Otero y Aniceto Marinas,1912)
Fotografía: SGS


Juan había emprendido con entusiasmo el encargo del ayuntamiento de su ciudad de catalogar la biblioteca de un ilustre prócer, que yacía en los sótanos de la casa consistorial desde que los últimos herederos no sabiendo que hacer con ella, el libro viejo ha perdido mucho valor en el mercado a no ser ejemplares escogidos, decidieron donarla al consistorio. El importe de la beca no era mucho, aunque no le irían mal unos dinerillos, pero lo importante es que se trataba de su primer trabajo tras su graduación en Historia, una forma de iniciar currículo para ir abriéndose paso en el difícil mundo de su profesión, y ¿quién sabe? podría encontrar alguna rara obra sobre la que realizar algún estudio. Sin embargo, hoy se le ve inquieto, mirando el reloj constantemente, como si la jornada se le hiciera pesada y tuviera deseos de que llegara la hora de dar de mano. Mientras, cataloga unos volúmenes impresos en el siglo diecinueve, que no parecen tener más valor que el de sus bellas encuadernaciones en piel. 

Terminada por fin la jornada, desperezándose ligeramente, coge su abrigo y bufanda y abandona el trabajo con premura. Espera impaciente el autobús que lo llevará a casa. Se despoja rápidamente de las prendas de abrigo y se arroja literalmente sobre su mesa de trabajo en el pequeño estudio. Allí, entre algunos diccionarios y algún otro libro, se encuentra un mazo de fotocopias sobre las que trabaja. Ahora descubrimos su impaciencia por terminar la jornada laboral, no se debía, como alguno pueda pensar, por la cita con alguna chica, o por haber quedado con los amigos para tomar unas cervezas, ni por haber perdido el entusiasmo inicial por su trabajo, sino para enfrascarse en el desciframiento de esas fotocopias. Resulta que lo improbable ha ocurrido y entre los volúmenes de la biblioteca ha descubierto un viejo manuscrito que parece interesante. Sacó fotocopias de él y las tiene en casa para su examen. Nadie había reparado en el original hasta ahora, por lo visto. No es extraño, los libros se encontraban almacenados en el sótano del ayuntamiento desde que la nieta del antiguo propietario falleciera y sus herederos realizaran la donación, una encantadora viejecita no muy leída, pero sí pagada de ser la descendiente del insigne filólogo, aunque la gente le hiciera repetir el nombre antes de exclamar ¡Ah, ese ilustre conciudadano nuestro!, más por cortesía que por saber a quién se refería. La anciana se había erigido en guardiana y conservadora de la residencia y enseres de su sabio abuelo, y a su muerte sus herederos se precipitaron a vender lo que tuviera algún valor y a deshacerse de tanto cachivache. 

El manuscrito en cuestión recoge una colección de leyendas y cuentos tradicionales, es difícil de fechar y está escrito en una lengua antigua, aunque Juan no es filólogo, sabe que no es castellano medieval, ni tampoco catalán, una lengua intermedia, tal vez un viejo dialecto aragonés. Juan tiene alguna dificultad en su lectura y tiene que echar mano de un par de diccionarios lexicográficos. Tras un primer examen le llama la atención un cuento que parece una primitiva versión del conocido “La bella durmiente”, pero difiere bastante de la redacción de Perrault, y aun más de la de los hermanos Grimm. Esto promete, quizá haya tenido la suerte del principiante y pueda dar al público una versión patria anterior y desconocida hasta la fecha de estos cuentos tradicionales. 

El sentido de la narración ya lo conoce, aunque su traducción le llevará algún tiempo y seguramente tendrá que consultar a algún experto, él no es filólogo, es historiador. El cuento se presenta aquí de modo distinto al popularizado, la princesa y todo el pueblo se sumergen en un profundo sueño, pero en la corte no todo el mundo duerme, el rey permanece despierto y hay una siniestra camarilla que tampoco se ha sumido en el sopor. 

Mientras el pueblo permanece recogido y traspuesto en sus casas, los cortesanos intrigan y maquinan activamente. Constituyen un tribunal ante el que llevan al rey acusándolo de ser el causante de la calamidad que aflige al país. Lo juzgan sumariamente deponiéndolo y condenándolo al exilio. No pudiendo reunirse el parlamento de la nación, por falta de miembros, que dormitan plácidamente, modifican la constitución, derogan leyes, aprueban otras, trasforman el país en una república, nombran un presidente vitalicio y un gobierno republicano, modifican las leyes electorales que les asegurarán un futuro con escasa competencia, destruyen los símbolos de la vieja monarquía y los sustituyen por emblemas cívicos, cambian himno, banderas y escudos. Cuando el pueblo despierta ve cómo sus tradicionales derechos y libertades ciudadanos han quedado suprimidos, como ya no les rige una monarca sino un presidente de la república, y como todos los puestos públicos han sido ocupados por la camarilla que ha permanecido despierta, sus parientes y adictos. 

Al día siguiente, pasada la fiebre del descubridor de la pepita de oro, Juan reflexiona sobre lo extraño del caso. ¿Y si se tratara de una mixtificación? un manuscrito dejado con intención por alguien. ¿Y cuál sería esa intención? una burla para dejarlo en ridículo. Pero también podría estar ante un fenómeno más sofisticado, que el autor del apócrifo hubiera buscado este medio para dar a conocer la fábula, que se le diera publicidad como un importante descubrimiento, y de esa manera advertir a la población sobre algún peligro que se cerniera sobre ella.



sábado, 22 de febrero de 2020

LAS BUENAS GENTES (Don Cleofás)



Pericles (foto: sgs)


España está llena de buenas gentes. Personas que respetan las normas y las leyes, no por miedo al castigo si las infringen, sino porque consideran que las leyes son justas, son buenas para todos, hay que observarlas. Son gentes que acuden todos los días a sus trabajos y ocupaciones y tratan de desarrollarlos de la mejor manera que saben, no para recibir ningún premio o distinción, sino por ser su obligación. Gentes que respetan la autoridad. Las autoridades velan precisamente para que se cumplan las normas, están al servicio de todos. Gentes que sienten un gran respeto por quien ostenta la autoridad. No solo se le respeta, sino que un simple apretón de manos por parte de un político supone una deferencia hacia ellos, simples plebeyos. Cuando llega uno de estos regidores, van corriendo a vitorearlo, a aplaudirlo y si consiguen hacerse con él una foto, levitan de gozo. Estos ciudadanos ven normal que quienes se ocupan de lo público gocen de numerosos privilegios y preferencias. Son gentes que ven y escuchan la televisión y la radio públicas y se sienten incapaces de pensar que quienes le están informando lo hagan torticeramente, sesgadamente, faltando a la verdad. Gentes que piensan que los cargos institucionales están ocupados por personas bien preparadas, dispuestas a resolver los problemas de los ciudadanos, que su principal prioridad es anticiparse, incluso, a cualquier emergencia, desarrollando planes para acometerla.
Las buenas gentes son muy nocivas para la sociedad, son las que permiten que prosperen los logreros, los que se aprovechan de sus cargos para sus propios intereses, los que retuercen las leyes o las hacen a su gusto, los que disfrutan los bienes públicos convirtiéndolos en sus bienes exclusivos.


jueves, 20 de febrero de 2020

DE CALENDARIO, o Amor en el Parque Grande (Servando Gotor)

WIFRIED FITZENREITERI: Tres muchachas y un chico - Berlín (Foto sgs)



La Charito Rosales es buena chica, no se merece que la tratemos mal ni que murmuremos ni la insultemos, a media noche te lleva al parque grande y a la luz de la luna descubre orgullosa su desnudez, sus buenos pechos de chica playboy, sus caderas a juego y, bajo el ombliguito, su conejito peluche; también te hace posturas estirando los brazos hacia el cielo para que las tetas, sin perder su voluminosa redondez, aparezcan más firmes y puntiagudas, ladea la cadera en escorzo hacia ti y luego te empuja al suelo hasta que te caes largo, se te sube encima y cabalga y cabalga, primero al trote, un trote suave, luego una locura y al final un galope ligero como volando dulcemente por el cielo. Si vas con la Charito Rosales al parque, si ella te lleva al anochecer, no hace falta ni que vayas preparado porque tiene condones en el bolso que para eso se los quita a su madre de la mesilla, porque sabe que no lleva la cuenta. La Charito Rosales sueña con ser algún día modelo de calendario, así, ¿eh? ¿te gusta? ¿a que no tengo nada que envidiarlas?, no Charito más quisieran, tú estas mejor, mucho mejor, dónde va a parar pero sigue por favor sigue, no te pares; los camioneros llevan calendarios para masturbarse, claro son muchas horas solos, de viaje, sí Charito, sí, los calendarios llevan camioneros para masturbarse pero no pares, por lo que más quieras. Charito Rosales quiere salir en los masturbos que llevan los calendarios para camionarse para que se miren masturbándole a ella, y no sólo los camioneros, le gustaría que todos los hombres del mundo se calendaran camionándola así con los brazos en alto y la cadera avanzando en escorzo. Charito Rosales va a la Kühnel dos veces por semana para aprender francés pero no le gusta y como a su madre le da lo mismo, que la manda para tenerla ocupada, Charito Rosales pasa del francés, de su madre y de que la suspendan, ella sólo sueña con ser modelo de calendario o, mejor aún, con llegar a ser algún día playmate. A Charito Rosales no le gusta estudiar, ni ser dependienta, ni siquiera de Galerías Preciados ni de una boutique del Coso o de la calle Alfonso.


La ciudad sin faro, pág. 222


miércoles, 5 de febrero de 2020

AD ETERNUM - Microrrelato (Antonio Envid)


Afrodita. Museo Nacional de Atenas (sgs)


Como es archisabido, Juan Rulfo se ha convertido en un clásico de las letras españolas por haber publicado una novela corta, “El llano en llamas”, y unos cuentos. Augusto Monterroso es mundialmente conocido por su microrrelato del dinosaurio. A Pepín Bello, ni siquiera se le atribuye nada de especial interés, recibió la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes, solo por haberse codeado en la Residencia de Estudiantes con sus amigos Dalí, García Lorca, Buñuel, y haberse corrido más de una juerga con ellos. De modo que, como yo no he alcanzado especial mérito por toda una vida de trabajo, voy a probar suerte con la pereza. He ahí mi obra literaria:


De pronto, el reloj de la funeraria quedó parado.




martes, 3 de diciembre de 2019

CÓMO CONTRIBUYE EL PEDO AL CAMBIO CLIMÁTICO (don Cleofás)




La población del planeta actualmente estará sobre los siete mil millones de personas. Como consecuencia de los procesos digestivos, cada uno de nosotros emitimos de media unos 600 ml. de gas por persona. La composición química de estos gases es compleja, pero predominan en ellos el dióxido de carbono y el metano, ambos causantes del efecto invernadero. De modo que 600 ml x 7.000 millones es igual a 4.200.000 litros de gases contaminantes lanzados a la atmósfera diariamente. Eso sin contar con el dióxido de carbono que emitimos por la respiración. Aparece claro por qué el peo (tal como lo recoge el diccionario de la R.A.E.), flato, ventosidad, o más coloquialmente, pedo, es un término tabú en nuestra civilización occidental, por su peligrosidad para el género humano. Se trata por todos los medios de ignorar el peligro.
A pesar de ser púdicamente ocultado, existe un principio universal: cada uno se solaza de los suyos y abomina de los de los demás; por otra parte, este fenómeno neumático ha dado lugar a sustanciosas anécdotas. Aquí algunas:
Mozart escribía frecuentemente a su prima Maria Anna Thekla. Ambos eran jóvenes de parecida edad y se expresaban con la total libertad que les proporcionaba su parentesco. Mientras Mozart le escribe una de sus cartas, expele uno de estos vientos, que suelen huir de nuestro cuerpo con alguna alegría. Sin embargo, Mozart, genio y figura…, expresa a su prima su sensación así: “¡qué nota tan larga y tan triste!”
La reina Victoria de Inglaterra, ya anciana, en una audiencia, perdido ya, por razones de edad, el perfecto control de su cuerpo, deja escapar un pedo. El embajador francés haciendo gala de unos extraordinarios reflejos, envuelto entre los regios gases y poniendo cara de circunstancias, exclama ¡Pardon! Cuando por segunda vez se pronuncia la popa real, suenan otra vez los “mille pardons”. Cuando, por tercera vez se pronuncia el regio trasero, el embajador alemán adelantándose a todos los presentes, manifiesta, “¡Majestad! ¡En nombre del gran Imperio alemán asumo este pedo y los cinco siguientes!”.
Cuenta Péter Esterházy que el hijo, un niño, de un antepasado suyo, con ocasión de agradecer junto a su padre el nombramiento de teniente de la guarda imperial, al arrodillarse ante Catalina II dejó escapar una ventosidad. La emperatriz murmuró: ¡Por fin, señores, una palabra honesta!

Don Cleofás


martes, 5 de noviembre de 2019

LA JULI (Opiniones de don Cleofás)

"En el bar" (Ricard Canals Llambí, 1910. Foto: SGS)


La Juli regentaba, no creo que a título de dueña, un bar de la zona oscura de la ciudad. Bar lo titulaba el rótulo pintado en el dintel de la entrada, pero en realidad era una sucia taberna que ya frecuentó mi abuelo, y alguna de las izas, rabizas y colipoterras que allí se congregaban -no precisamente para convencer a los parroquianos de que estarían mejor en sus casas, que allí tirando su mísero jornal- podrían contarme algunas intimidades de él, de haber tenido yo alguna curiosidad. Eran tiempos ya abolidos, en los que ni siquiera se conocía el “chocolate” por aquellos tugurios, a no ser que algún caballero legionario hubiera hecho parada en él durante breve permiso, y la sífilis y la gonorrea reinaban en su esplendor.

La Juli, así la llamaba todo el mundo, tendría apellidos pero a ella misma le costaba recordarlos, era delgada, huesuda, cetrina, dos enormes azabaches como ojos, fríos y hermosos, aureolados por unas ojeras de vicio, melena negra como noche sin luna, angulosa y de maneras algo hombrunas. Como había algo de confianza, mientras se tomaba un orujo invitada, abría algo su alma y te contaba como tuvo que salir de su casa, en un pueblo de Granada, de jovencita porque su padrastro la perseguía, y su madre prefirió prescindir de ella antes que de su marido. Lo normal, con otros clientes, es que contara que era hija de un general, que la expulsó de casa al encontrarla en la cama con el chófer de quien estaba perdidamente enamorada, “mi debilidad es enamorarme de quien no debo”, añadía, repitiendo lo que había leído en alguna novelucha de quiosco, “pero de niña he tenido niñera e institutriz”. Yo la miraba, a veces, desde el fondo de la barra mientras contaba estas historias y lo hacía con tal firmeza, que estoy seguro, que para ella eran la pura verdad.

La Juli tenía arraigadas ideas socialistas, hasta citaba a Marx. Era miembro del clandestino partido comunista y cuando sufría algún arresto se la beneficiaban los policías a cambio de no recibir una mano de hostias, al menos eso contaba a su vuelta. A los obreros les hacía descuento en sus servicios, y cuando algún aprovechado, sabiendo como era, le contaba que acudía a ella porque su mujer padecía una larga enfermedad, se le arrasaban esos ojos de azabache, limpiándolos con una punta del delantal disimuladamente, y no le cobraba. Pero había que saber mentir, porque luego había que ir contándole la evolución de la enfermedad, sus periodos de mejora y sus crisis de agravamiento. No habría yo aconsejado a nadie ese peligroso juego, en caso de no responder a la verdad, porque la Juli era de armas tomar y de haber descubierto la mentira era capaz de clavarte el cuchillo que usaba para cortar unas lonchas de jamón cuando algún parroquiano se sentía rumboso.
Si todavía vive, que lo dudo, la Juli dormirá en el metro y durante el día deambulará perdida por las calles. Dios la tenga perdonada.
Dicen que Hemingway empuñando una metralleta y al mando de unos cuantos resistentes se adelantó unas horas a los aliados y liberó el bar del Hotel Ritz de París. Una hazaña admirable y justificadísimo el empuñar un arma para acometerla.
Aparentemente, poca relación cabría establecer entre el “Petit Bar” del Ritz donde Cole Porter, F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway y otros norteamericanos exilados a Europa por las leyes prohibicionistas de su país ahogaban sus angustias vitales en dry martinis y cócteles que se hicieron célebres, tanto por la calidad de sus elaboraciones como por la calidad y resistencia de sus consumidores, con el tugurio regentado por la Juli, donde ahogaban sus angustias reales en “quintos” de La Zaragozana y “chatos” de morapio una selecta parroquia de bebedores. No hay que echar en saco roto la advertencia del viejo Arcipreste de que bajo una mala capa puede haber un buen bebedor. Sin embargo, entre esos norteamericanos, que refugiados en la solidez del dólar en una Europa azotada por la inflación, contemplaban como auténticos voyeurs el desenfreno al que se entregaba el continente en vísperas del apocalipsis y que hacía decir cínicamente a Hemingway que eran muy pobres y muy felices, y los parroquianos de la Juli, que verdaderamente eran pobres, pero seguramente no eran felices, en todos existía una seria conexión, el bar constituía un refugio para sus naufragios.





Don Cleofás

jueves, 31 de octubre de 2019

OMNIA OMNIBUS UBIQUE (Servando Gotor)






Móvil, carné, tarjeta de embarque… Todo en orden. Del equipaje se encargaba Cris. La nikon, esencial: en la maleta facturada. Raquel y Martín, buscaban por las dutty free una tarjeta de memoria… Martín siempre tan abandonado con las fotos: a buenas horas se preocupaba por la memoria, al final del viaje… Repasando información del móvil, me despisté y perdí de vista a los tres. Bueno, ningún drama, por muy grande y destartalado que fuera el aeropuerto de Atenas. Sabíamos que el embarque era en la B18 en unos tres cuartos de hora: a las 17:30. De todos modos, los busqué con la mirada entre el barullo. Pero ni rastro. Aproveché para mear. Cuando me estoy aclarando las manos mis ojos se cruzan en el espejo con una mirada conocida que me sonríe. También él hace lo propio.
―¡Anda Eduardo, tú por aquí! ―le pregunto sorprendido.
―¿No lo sabías…? Estamos montando una sala VIPS, aquí, en el aeropuerto. Algo muy especial… Impresionante… ¿Quieres verla? La inauguramos el viernes. Anda ven. Hay tiempo.
Aunque a mí este tipo de cosas nunca me han interesado, me picaba la curiosidad y le seguí. Eduardo era gerente de un centro comercial en Zaragoza y, la verdad, no sé qué tenía que ver su trabajo con aquello, ni qué pintaba aquí, pero en fin…
Una puerta camuflada nos arrancó del bullicio y nos sumergió en un laberinto mudo y solitario. Al final, subimos unas escaleras y amanecimos en una lujosa sala estudiadamente iluminada, con luces bajas, las paredes revestidas de ébano. Y contrastando con la negritud, muebles y lámparas funcionales, modernas y de vivos colores.
―Ven, pasa…
Abrió una puerta de doble hoja y entramos en una especie de sala de cine para no más de diez espectadores.
―Hay veinte como esta ―me espetó orgulloso―. Mira, siéntate…
Y al sentarnos saltó automáticamente una lluvia de hologramas y sonidos seráficos estremecedores. En unos segundos se hizo de nuevo el silencio y emergió frente a nosotros un escritorio virtual con un menú de opciones y una voz angelical invitándonos a expresar nuestros deseos.
―Mira, pulsa aquí, en esta.
Pulsé y la sala se convirtió en la amplia nave de una iglesia gótica con decenas de venus aladas. Al frente de todas, la más hermosa se acercó a mí:
―Para los happy few…―me dijo, seductora.
―Victoria's Secret ―añadió Eduardo―. Todas a nuestra disposición… ¿Qué… qué te parece…?
―Impresionante. Pero…
Lo de Victoria's Secret, amén de insultante me pareció inapropiado: aquella belleza no era terrenal ni mucho menos comercial. A mí solo me remitía a la Victoria de Samotracia. En cualquier caso miré la hora preocupado.
―Sí, comprendo. Llevas prisa.
―Tengo apenas veinte minutos para el embarque.
―¿En qué puerta?
―En la B18.
―Bueno, sígueme, te llevaré por un atajo.
Pulsó de nuevo la misma opción del escritorio virtual, y la sala de cine recobró su aspecto inicial.
Salimos de aquel imponente espacio VIP y entramos de nuevo en el laberinto silencioso por el que habíamos accedido. Abrió una extraña puerta, de vieja madera carcomida, que contrastaba con aquel vacío y apareció ante mí lo que identifique con una enorme planta de electrodomésticos de cocina de unos viejos almacenes. Eduardo sonrío de nuevo, ante mi extrañeza:

―No, no es el SEPU… Se trata de la reconstrucción ab absurdum de un antiguo centro comercial rumano. Lo tenemos de prueba… Pero tú sigue recto, recto, hasta el final. Veras una escalera y en su inicio, a tu derecha una puerta que imita a la de un submarino. Traspásala y enseguida darás con la B18…
―¿Y…?
―Haz lo que te digo. Tengo que dejarte.
―Ya, pero…
―Tú sigue y haz lo que te he dicho.
Tomé conciencia entonces del tiempo: las 17:20. Solo diez minutos para el embarque. Comencé a correr entre frigoríficos (neveras, más bien), cocinas antiguas y batidoras vintage. Ya al final, vi, en efecto, aquella puerta que parecía del Nautilius, pero entonces, y como una exhalación, se cruzó conmigo una vendedora, que quise esquivar, aunque al verla me detuve: era la misma venus alada, pero vestida de dependienta:
―Omnia ómnibus ubique… ―me dijo.
Y con los dedos índice y anular entre sus labios me lanzó un beso lejano. En todo caso se esfumó tan rápidamente como apareció. Seguí mi camino hacia aquella extraña puerta y nada más traspasarla me encontré en un rellano del que se salían tres escaleras de caracol… Definitivamente estaba perdido y parecía bastante complicado no perder el vuelo. Como no había tiempo que perder, seguí el consejo de los clásicos y opté por la escalera del centro.
Amanecí en una extensa avenida que me sonaba pero no acertaba a identificar. Pregunté a una mujer que pasaba con un perrito, pero no me entendió. Hablaba un idioma desconocido para mí, y no era precisamente griego. Me pasó lo mismo con un señor ataviado como un gentleman de los años 60, bombín y paraguas incluido, pero que no sé por qué me recordaba la imagen bohemia no sé si de Satie o de Jean Moréas. En todo caso tampoco era inglés lo que hablaba, ni griego, ni por supuesto francés. La angustia se apoderó de mí: Raquel y Martín estarían preocupados, y Cris hasta pensaría que me había ocurrido algo. No es normal que yo me despiste; y mucho menos que, en última instancia, no aparezca en la puerta de embarque. Al contrario, más bien soy yo quien lleva siempre la iniciativa para buscar los sitios, para resolver las salidas… No por ningún afán protagonista, quizá algún complejo de inferioridad… de inseguridad, mejor, me empuja a hacerme con el control de todo.
La avenida comenzó a extenderse a lo ancho y a inclinarse cuesta abajo. Vi algunos letreros en griego… ¿En griego…? No, no era griego. Cirílico. Sí, era cirílico, no había duda. Y bajando, a mano izquierda, una plaza presidida por una estatua de Pushkin, terminó por convencerme de que estaba en Moscú. La calle Tverskaya se derramaba como una lengua de glaciar hacia el Kremlin, anunciado por las torres del Museo de Historia.
La angustia me atenazaba y yo solo respondía con una irracional hiperactividad. Hasta tal punto que, aun pensando que Cris me habría enviado más de un wasap, no quise detenerme ni un segundo a comprobarlo. Ahora buscaba un cine. Una sala de cine. Y pregunté a un joven perroflauta:
―Está detrás del ayuntamiento ―me dijo amablemente―. Pero para no dar rodeos, métase por ese callejón, ¿lo ve? Métase por él, y accederá directamente a la Gran Vía.
Claro, claro, yo buscaba un cine en la Gran Vía madrileña, y el muchacho lo sabía. De modo que por aquel callejón ganaría tiempo.
Ni siquiera reparé que el joven perroflauta y yo nos habíamos entendido perfectamente en un fluido italiano; idioma por lo demás que nunca he hablado.
Al entrar en el pasaje, me sentí en Berlín. En el Berlín del Muro: Checkpoint Charli. Ni la valla ni el soldado americano de la garita me detendrían. El soldado me pidió la contraseña y yo respondí resuelto: "DINAMARCA". Me abrió paso, y hasta me sonrió. Enseguida comprobé que se trataba de una sonrisa de condescendencia: aquello no conducía a ninguna parte. Bueno, sí: a un amplio parque que nada tenía que ver ni con el aeropuerto de Atenas, ni con el cine de la Gran Vía madrileña que yo ―ignoro por qué― buscaba.
Miré el reloj. Las seis. Ya era tarde para todo. Desolado me senté en un banco… ¿Qué habrán hecho…? Supongo que no se les habrá ocurrido quedarse en tierra… Porque yo estoy perdido, sí. Pero estoy bien. Claro, que ellos no saben cómo estoy…
A ver, calma. Analicemos la situación: yo lo estoy pasando mal, pero ellos lo tienen que estar pasando peor. No saben qué ha sido de mí. Pobre Cris, qué de cosas le vendrán a la cabeza… Las peores. ¡Con lo pesimista que es!
Y ahora sí. Ahora que ya estaba rendido, que ya era tarde para todo, había que echar mano del móvil. Llamé a Cris. ¡Terrible! Me salió el mensaje de una operadora que hablaba (o más bien cantaba) en chino. Sí, solo podía ser chino… Debía dar instrucciones… ¿Y los mensajes? No, tampoco había mensajes.
Bueno, calma. Analicemos la situación. No pasa nada. Ellos están en pleno vuelo, ¿cómo van a coger el móvil? Dentro de unas horas volveré a intentarlo y los dejaré tranquilos: sí, estoy bien, me he perdido. Simplemente.
Así que calma. Analicemos la situación. No hay problema. Voy al aeropuerto. Al aeropuerto, supongo que de… ¿dónde? Miré a mi alrededor… Eso es: al aeropuerto de… Pequín. Porque esto debe ser Pequín. En todo caso, al aeropuerto. Ya me las ingeniaré para que me entiendan y me indiquen cómo llegar. Non problem: llego al aeropuerto, y tomo el primer vuelo para España. Se acabó.
Extasiado, me quedé dormido en el banco. Soñé que iba corriendo y mirando al reloj. Que no llegaba. Nunca llegaba. Nunca llegaría. Corría, corría más y más, pero no avanzaba ni sabía a dónde tenía que ir, aunque algo me decía que si andaba lo suficiente llegaría a algún sitio. Alrededor de mí la gente me susurraba cosas al oído en todos los idiomas, hasta que al final la dulce voz de Cris me despertó:
―¿Estás bien?
―Sí, cariño. Junto a ti siempre se está bien.
Era ella, Cris. Sí. La auténtica venus alada.



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