“Cuando el médico llegó al lado del infeliz Werther, le halló todavía en el suelo (...). Había entrado la bala por encima del ojo derecho, haciendo saltar los sesos. Le sangraron de un brazo, y corrió la sangre; todavía respiraba. Unas manchas de sangre que se veían en el respaldo de su silla indicaban que consumó el suicidio sentado delante de la mesa donde escribía y que en las convulsiones de la agonía había rodado al suelo. Se hallaba tendido boca arriba, cerca de la ventana, vestido y calzado, con frac azul y chaleco amarillo”.
Aquí me tienen, leyendo a Goethe. He zapeado informativos en mi televisión de tubo y, después de tanta violencia, me he dado de nuevo a la poesía. Es lo mejor entre visita y visita de mi Laura, ya saben. Por ella, precisamente, por Laura, por sus cabellos rojos (“Tu cuerpo, ígneo papel de fumar”), he llegado también al Werther.
Y con el Werther (1774), al denominado “efecto copycat”, de imitación o contagio, que propició ya en su época una lamentable escalada de suicidios de jóvenes enamorados, reproducida un siglo después con “Tristán e Isolda” de Wagner. Hasta en la muerte de nuestro Larra hay quien ha visto ecos de ese síndrome, también denominado “efecto Werther”. Pero de esto, de lo de Larra, ya no estoy tan seguro. Primero porque Larra, aun joven (28 años cuando se quitó la vida), no era ya un adolescente y, segundo, porque sus escritos revelan una madurez inusual incompatible con el mimetismo autómata de la incultura, que es lo que subyace tras la estúpida imitación. Cosa distinta es un estado de enajenación.
Lo cierto es que expertos en sociología, psiquiatría y ciencias de la información (L. Coleman A. Schmidtke, H. Häfner...) conocen perfectamente el pernicioso “efecto copycat”. Fernando Sánchez Dragó, en su ya concluso “Diario de la noche”, (telediario “de autor” le llamó, incluso “teledragó”) tenía como norma no informar sobre malos tratos porque -decía- estoy convencido, y me avala un informe de la Junta de Andalucía, que crean un efecto de imitación muy pernicioso.
En definitiva, ese efecto de imitación o contagio fruto de la ignorancia más atroz que nos inunda (“the copycat culture”), no deja de estar en la base de toda manipulación (con mayor motivo, en los cimientos de la publicidad, claro), constituyendo el más preciado arsenal de todo poder que, encima, se las da de “guapo” (y cuando hablo de “poder” no me refiero sólo al político). ¿Qué mejor forma de mandar que evitar órdenes? Pues esto es lo que pasa. Ahora llámenme fascista porque de lo que digo puede inferirse -torticeramente- una oda a la censura. Nunca más lejos de mi intención. Sí a la determinación de cierta ética profesional (deontología) que sólo puede conseguirse por serios ejercicios de introspección (reflexión) y extraversión (cultura), para lograr el máximo acercamiento a la verdad. No a la manipulación; a la atroz hipocresía con que nos machacan, dándonos una información plagada de detalles escabrosos que, sin aportar nada, fomentan la violencia, mientras el “periodista” se lleva las manos a la cabeza por los horrores que nos cuenta cuando él, consciente o inconscientemente, propicia más horrores como los que cuenta al contárnoslos como nos los cuenta. Y que nadie se rasgue las vestiduras, que si el dato es aséptico rara vez lo es su comunicación, inevitablemente impregnada de circunstancias, límites y contextos ajenos a él.
¿Censura?, no. Cultura. Diré con Voltaire aquello de, “miré usted, aunque no estoy de acuerdo con lo que dice, defendería hasta la muerte su derecho a decirlo”. Defendiendo con igual razón mi derecho a discrepar. Y eso es lo que acabo de hacer.
(El Comarcal 04/04/2008)
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