viernes, 13 de febrero de 2009

FABIOLA y su "En proceso"


Prólogo.-



No sonrió.

Decidió ir en autobús, aunque salía un poco tarde, apenas había desayunado y se había vestido de camino a la puerta. Aquella mañana sentía que era solo una sombra debajo de un abrigo bermellón cuyas mangas le cubrían las manos y de una bufanda verde que irradiaba una fragancia femenina. No le quedaba nada más.
Subido en el autobús, entre uno y otro brazo de los apretujados pasajeros, se topó desde su ensimismamiento con una cabeza que no levantaba más de un metro del suelo. Una niña rubia que le sonrío con sus profundos ojos azules, ojos que traspasaron su propia mirada y se colaron en su mente, un retrato angelical del quattrocento conquistando un desorden dadaísta, perturbado y oscuro. Y una sonrisa a la que no pudo responder, pues su rostro permaneció estéril.
Los trayectos entre dos puntos son la mejor vía de escape para la indecisión, las cavilaciones, la desgana y la desilusión, características todas que le acompañaban esa mañana y muchas atrás. Mientras estás de camino a algún sitio no hay que hacer nada más, solo eso, estar de camino. No hacen falta excusas. Es el momento del “si estuviera ahí…”, del “si yo fuera tú…” y de todos los deseos que consideramos tales solo porque podemos compadecernos y sentir que hacemos todo lo que está en nuestra mano cuando exhalamos el “pero” final, la adversativa rotunda que nos libra de la responsabilidad de hacer lo que realmente queremos hacer, solo porque nos engañamos creyendo que es imposible. Aunque sabemos que nada es imposible. Sabemos que todo puede ser, que deba ser es otra historia. Y él lo sabía, aunque quería ignorarlo.
Comenzó a pisar fuerte desde que su pie izquierdo bajó del autobús y con él todo su cuerpo quedó en la calle. Dobló la esquina con una fuerza interior nueva. Dejó de oír las voces de las personas que sostenían móviles a su alrededor o llevaban ajetreadas conversaciones entre ellas, y la concurrida avenida se le antojó borrosa, como un universo paralelo en el que las luces de los semáforos se velaban y sus sonoros pasos retumbaban junto con el eco de los latidos de su corazón. Avanzaba firme y seguro, consciente,… y a la vez le temblaban hasta las ganas.
El edificio no quedaba muy lejos, había recorrido la distancia casi tantas veces como había imaginado que lo hacía para planear ese momento, y llegó antes de darse cuenta de que, al fin, esta vez no se iba a echar atrás.
Abrió la puerta del todo antes de entrar. Paró unos instantes, como mostrando sus respetos a aquel nuevo espacio que iba a invadir. Él mismo se dio la bienvenida, reflejado en un espejo que guardó su vacuo rostro mientras se contemplaba. Nunca iba a volver a ser el que era.
Entró al recibidor y cerró la puerta con sigilo, esquivando unas maletas que parecían estar preparadas para zarpar. Avanzó por el salón. Sus sentidos no le hablaron de nada, pero sintió una presencia. ¿Intuición? No. Sabía de sobras que iba a estar allí. Sino no hubiera entrado.
El pasillo quedaba en una sutil penumbra, vagamente iluminado por la luz que se colaba por las rendijas de la persiana del dormitorio. Una silueta sinuosa apareció en el umbral, desperezándose, y entornó los ojos para acostumbrarlos a la luz.
– … has vuelto. – dijo. Una afirmación con aires de pregunta en la que podían adivinarse muchos matices, pero todos imprecisos. Sorpresa, frustración, deseo, cólera… muchos sentimientos expresados en tan solo dos palabras y la pausa que las había precedido, un silencio tan callado como descriptivo.
– Lo siento. – se escuchó decir sin ser consciente de haber pensado en decir nada, como si su voz saliera de un altavoz que casi se descuidó en buscar a sus espaldas… o, peor aún, como si aquella voz hubiera escapado desde un lugar intrínseco y ajeno a la conciencia.
Fue su única respuesta. Lo último que iba a decirle. Lo último que iban a escuchar los oídos de aquella persona que tenía en frente, tan cerca y tan lejana. Y la brevedad del comunicado erradicó la vacilación que por unos instantes le había invadido al volver a estar allí, al fin.
Se aproximó un poco más. “Otra vez ese perfume…”. Cada uno de sus movimientos estaba calculado pero llevarlos a la práctica era harto complicado. Sintió que su cuerpo se desdoblaba y se observaba a sí mismo, un tercero curioso que contemplaba una imagen casi congelada, una sucesión de acontecimientos nimios a tiempo real pero de tal magnitud subjetiva que condensaban toda una vida. Como en una película, su yo externo pudo ver al actor rodear en sus brazos a la persona del umbral, y volvió a estar dentro de sí, sintiendo la calidez de un abrazo que pronto se apagaría.

Tres horas después volvió a pasar por la avenida. Ya había anochecido y destellos azules y rojos alumbraron los pasos que le quedaban hasta alcanzar de nuevo su puerta.
Dos coches patrulla estaban cruzados justo en frente del edificio. Uno de los agentes intentaba disuadir a los mirones que querían un fragmento de la anécdota con el que poder reinventar una película que contarían a sus familias al llegar a sus casas. Él se confundió con uno de ellos.
– Óscar, tienes que ver esto. – dijo una mujer procedente del interior de la casa. Pese a su joven edad y su vestimenta de paisano, su temple y resolución no dejaban duda de que estaba en la investigación y además era muy competente. Cuando el agente se acercó hasta ella, continuó. – No sé qué se me escapa, pero ahí dentro hay algo raro… todo es demasiado “evidente”.
El corrillo se cerró por delante de él y no alcanzó a oír lo que decían aquellos inspectores. Podría haberles leído los labios de no ser por la opacidad de una señora oronda que no cesaba de relatar, una y otra vez, y con un énfasis muy desagradable, todo lo que había deducido a todos los nuevos mirones que se acoplaban al bullicio.
¿Había hecho todo bien? ¿Todos los pasos de la lista? ¿Había cortado el último cabo? ¿Se había acabado todo? No era esa la sensación que había esperado sentir detrás de ese último “si lo hiciera”. Había obviado todos los “peros” y, tras esos instantes de decisión, plenitud, automatismo y celeridad de los acontecimientos, había vuelto a la desazón anterior, más agravada que nunca.
Nuevos “si hubiera…” se abrían paso en su mente que repetía una y otra vez la película que había visto y protagonizado simultáneamente; mientras se alejaba del lugar, aunque solo físicamente. Sobre todo uno, un “si no hubiera…”, gritaba por encima del resto. “Pero lo he hecho”.
Con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo regresó a casa, esta vez andando, como si quisiera demostrar a su espíritu que estaba regresando a su nueva vida y, a la vez, a su vida anterior, a la que tenía antes de que empezara todo aquello. Porque así le costaba más llegar, y volvía a ampararse en la vaguedad mental de los trayectos.
Entre la oscuridad de los árboles, sentada en un banco, una niña de profundos ojos azules se levantó para mirarle. Un aura de misticismo seguía envolviendo su infantil cuerpecillo y refulgía en sus cenicientos cabellos. Pero, esta vez, no sonrió.

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