...y, entretanto, las carpas enfermas y en celo se deslizaban por el aire con las sublimes formas del camello ansioso. Rasgando alas de mariposa, clavando los crisantemos del ocio funeral. Nadando, saltando, trazaban lenguas de espuma sobre el profundo azul de la luna oscura, de la luna negra, de la luna veloz que huye del sol porque un día vio, porque un viernes supo, porque una tarde. Dame, dame el botiquín de blonda que llora persianas rotas, dame el murciélago amarillo, el triciclo enojado, la luna errante. Dámelo, dámelo todo. Todo, menos la luz del manantial. Que no quiero, que prefiero no querer. Ni arroyos obscenos ni rayos burlones. Que no busco la caja transparente, ni la linterna odiosa. Ni siquiera el reflejo leve del viejo candil. A mí déjame con mi luna errante, con mi mesa de autopsias, con mi cabreo de tortuga hostigada. No, no muevas mis conchas, deja mis caparazones, mi viejo cenicero de martini. Que no necesito ni la sonrisa de mil carmines gruesos ni el soplo de cien mulatos verdes. A mí déjame. Déjame en paz. Sola. Con mi canción opalada y mi bic azul. Con mis tangas fucsia de tirantes y mi beso bruno y fugaz. Sí, aquel de labios exentos. El de la boca sin luz.
(extraído de El Guacamayo Azul -Servando-)
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