Transcurre la tarde tranquila por entre los encinares de Castilla. A lo lejos se divisa una antigua paridera que muy posiblemente en su día albergó algún ganado tránsfuga. Hoy, por sus características exteriores, se la ve abandonada, faltan varias tejas y un madero se balancea sin sujeción alguna. Posiblemente en la época invernal sería refugio de pastores cuando la nieve hacia acto de presencia y la bajada al pueblo era totalmente imposible por lo intransitable de los caminos.
En el horizonte se divisa una gran orla amarilla que me acompaña, a la vez va perdiendo brillo según transcurre el tiempo, también su calor denota cierto enfriamiento cuando entre la maleza me acerco al viejo manantial para saciar mi sed. Por momentos me asusto al ver reflejar mi silueta fantasmal en el agua. Lo mismo le ha ocurrido a una manada de palomas asilvestradas que refrescaban su plumaje en la vieja poza receptora del líquido sobrante.
Estos paseos por el monte me resultan cada vez mas oníricos, la memoria me retrotrae a épocas pasadas, aparecen imágenes que distorsionan la realidad, acontecimientos intemporales, sitios lúgubres, quizá sea una preparación a la muerte, que con su daga cruza estos peñascos castellanos raídos por el viento, que en ocasiones deja las viejas colinas a la intemperie arrastrando la poca tierra fértil que cubre su alma.
Al cruzar la última chopera, aparece mágicamente la gran balsa plagada de renacuajos asomados entre el tarquín y el espliego. Me viene a la memoria la chiquillería de la vieja escuela, hoy derruida, las tardes de los jueves practicando anatomía, Ciencias Naturales, sin más herramientas que guijarros afilados en las rocas, resultando una tragedia supina la operación a la que sometíamos a estos pequeños anfibios. La clase finalizaba con una exposición de tamañas fechorías, auspiciada por el viejo profesor cuya máxima aspiración era ver pasar los días para cambiar de destino y olvidarse de esos endiablados niños, que curiosamente nunca jugaron al fútbol; por el contrario nos atraía el escondernos entrada la noche por los callejones, apareciendo súbitamente al objeto de asustar al viandante que tenía la mala suerte de cruzar la calle. A ello acompañaba la escasa iluminación con sus sombras proyectadas en paredes de adobe. La imagen de una abuela asomada con su bata negra en la ventana tambaleándose por el viento me persigue en las noches de cierzo y me lleva directamente al Camposanto donde reposan sus restos, aunque veo esas noches su figura reflejada al final de cualquier calle, posiblemente sea la vejez que no asumo. (Arcadio Muñoz)
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