Se cierran en dos, sí, pero son diez. Como los dedos de ambas manos, las orejas de cinco ingleses o tu silencio arcano. Diez. Como los diezmos, las lámparas, las vírgenes y los talentos. Ni uno más, ni uno menos: diez. Como las gotas de lluvia de un verano sin fin o los dorsales de Pelé, Maradona o Platiní. Diez, ¡es el diez! El cuarto número triangular tras el seis y previo al quince. La tétrada, la divina proporción que lo alcanza añadiendo a la unidad los números sucesivos hasta el cuarto (uno más dos, más tres, más cuatro… hacen diez). Zócalo del sistema decimal. Las sefirot, la Yod y la perfección pitagórica. Diez. Plenitud. Número compuesto, defectivo y triangular que precede al once y adelanta al nueve. El X romano. El más grande (‘no hay otro cuya condensación lo exceda’). Diez. En octubre se hace otoño y en la mañana, azul. Rueda de la fortuna en el tarot y cítrico al atardecer. Diez. Todo o nada. Decena si a la docena robas dos… Diez, sí, otra vez diez. Siempre el diez. Inimaginable tamaña perfección que hasta las sotas lo lucen con rigor. Top ten o ten top, la sexta parte del reloj. Ten. Ten seis. Escalera de color. Ten. ¿Ten?
Ten , dix, zehn, deca… Diez. Las mareas de mi embriaguez.
‘… y llamó Dios a la parte seca Tierra, y a la reunión de las aguas llamó Mares; y vio Dios que esto era bueno…’
Zehn. Las que cuentas para no reventar porque si no las cuentas revientas y se oye lejano un grito de valkiria coagulando la noche. Ten, dijiste, ten las cuentas de este collar que se cuentan por diez. Por diez tipos de piedras. Por diez heridas sangrantes. Ten. Trae. Como las gotas, también de sangre, de esos diez grandes ríos que agonizan sin agua implorando una lluvia densa: en Asia el Yangtze, el Mekong, el Salween, el Ganges y el Indo; el Danubio en Europa; en América, el Bravo y La Plata; en África, el Nilo; y el Murria en Australia. Dix. Dix cauces de dolor y un llanto aliquebrado. Ten. Trae. Dame tus noches, todas tus noches, tus diez primeras noches. Aquellas noches de las bodas de diez leguas como diez gladiadores reptando hacia la reina Arbal. Y luego, cuando te vayas, no te rías de mi sombrero azul ni de los arrecifes cuarteados que imbéciles sonríen al alba. Ten. ¡Ten! Si tú me dices ten, lo dejo todo: ‘Los diez libros de Fortuna de Amor’ de Antonio Lofrasso y los diez ‘De Architectura’ de Marco Vitruvio. Todo. La última baza del guiñote y los diez bruscos minutos de tus demoras. Que son diez, que los tengo contados: diez. Lo juro por tetractis. Juro por tetractis que aquellos minutos parecen cien. Pero nocturnitos somos y en la noche nos encontraremos, que perito en lunas soy y por tal me tengo. Ten. Dame tus noches, dame tus días, dame tu diez. Y, luego, cuando al amanecer tus ojos se inunden de añil, nunca olvides mi luna negra.
Ten, dix, zehn, deca… Diez. Madrugadas de lucidez.
1999. Un viernes. 14 de mayo. Otros vientos, otras aguas.
Diez. Proporción. Tesoro estable, sobrio templo de Minerva. Es un número. Pudiera ser canción: ‘¡volad, volad, hojas deslumbradas!’. Ten. Dos lustros. Los años de una década. Todo un poema si de cada uno haces verso: un decasílabo francés (‘envolez-vous, pages tout éblouies!’), por ejemplo.
2009. Un viernes. 15 de mayo. Y el hilo sigue, sigue, sigue. Viento en popa, a toda vela.
Diez, sí, qué gran número si se sabe contar.
Si se cuenta bien.
(El Comarcal del Jiloca, 15/05/09)
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