martes, 23 de diciembre de 2008

Narciso (que sigue oculto en su silencio)

Narciso, siempre Narciso. Lo que aquí puede haber de malo es mío, por supuesto.



Platón Andrade, como todo hombre, se parece a su dolor. Certeza no lo quiere, pero está empeñada en quererlo. ‘Todas las cosas llegan, le hacen a uno daño y se van’, le dice Platón, víctima. ‘Siempre habrá un perro perdido en alguna parte que le impedirá ser feliz’, se dice Certeza al oído, de espaldas a la realidad, ‘hay pasados que nunca terminan de pasar’.

‘Si juzgamos el amor por sus defectos, se parece más al odio que a la amistad’, dice Platón, viendo siempre el lado letal de las cosas. ‘Pues yo nunca odié a un hombre lo suficiente como para devolverle sus diamantes’, piensa Certeza. ‘Platón, cielo, no nos quedan más comienzos’, le dice tal vez queriendo animarle, tal vez comenzando a despedirse de él, ‘la vida es muy corta para aprender alemán’.

Certeza sabe y siente que el fuego realiza. ‘Exagerar, esa es el arma’, se dice al oído. ‘Si parezco libre es porque siempre corro’, le dice a Platón, tal vez queriendo consolarlo, tal vez despidiéndose de él, ‘pon un gramo de audacia en todo lo que hagas, no sé, olvidar lo malo es una espléndida forma de memoria’. Pero Platón no vive nunca, está siempre esperando la vida, ‘me matarán como a un perro. Es una muerte muy bella. Siempre he deseado morir como un perro’, dice. Certeza está cansada de Platón, de pronto se da cuenta de que está harta de Platón, de que no lo soporta, ‘el universo está hecho de historias, no de átomos’, se dice al oído, sintiéndose repentinamente muy agresiva. ‘Pocos comprenden la simple felicidad de patear un gato; puedo ser sucia, pero jamás azucarada. No sé, si por lo menos dejara el trabajucho ese como aprendiz en la droga Alfonso y se pasara a dirigir alguna de las empresas del edificio Adriática... Ay, Platón, Platón’.

‘Hay algo dulce, sosegador y sabio en eso que los hombres del mundo llaman aburrirse’, le dice Platón, insistiendo en su desgraciada actitud. Certeza, súbitamente, siente el impulso de matarlo como a un perro, de matar con él todo lo que representa, todo lo que ella odia: el miedo a la vida, el apocamiento, el pesimismo, la autocompasión, el tedio, la satisfacción en la rutina. Conteniéndose, baja a los sucios subterráneos; necesita sentir su piel herida, el dolor de la roca contra el vientre, la negra dureza del carbón en la boca, la asfixia, el sabor oxidado del aire, desnuda en la oscuridad del túnel, temblando de frío y de miedo y de placer, violentamente muerta.

Platón la abraza, la aprieta contra él queriendo besarla; Certeza, siguiendo su instinto y su justicia, sin apartarse de él, coge una piedra con la mano derecha y, en vez de dejarse besar, golpea con fuerza y rabia a Platón en la boca, rompiéndole los dientes, rasgándole los labios, tirándole del pelo con la mano izquierda para que no esconda la cara, golpeándole una y otra vez, sólo en la boca, machacándole los dientes y los labios, dejándolo caer después sobre la arena de la playa y alejándose satisfecha, crecida, con el vigor y el orgullo de haber vencido al enemigo, lamiendo con fruición la sangre que mancha su mano y sus dedos. ‘Quien esté libre de piedra que lance la primera culpa’, se dijo.

- Lo siento Platón, pero era necesario. Ahora hablarás menos, te quejarás menos y pensarás más.
- Bracias Herdeza, ho sahes hómo de lo abradehco.

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