viernes, 20 de noviembre de 2009

EN LA TRASNOCHADA (Mª Jesús Mayoral Roche)


A finales del siglo pasado, cuando todavía no había televisión en los pueblos y hacía un frío que pelaba, existía la sana costumbre de pasar después de cenar a casa de algún vecino o pariente a charrar un rato. A esta especie de vigilia ligera se le llamaba “pasar la trasnochada”, era como una sobremesa hasta que entraba el sueño, o mejor dicho, se desplegaba el primer bostezo. Las trasnochadas comunitarias transcurrían sin bullas, hablando de uno en uno, serenamente. Y es que el sosiego venía impuesto por la hora, por el silencio de la noche. Los temas de conversación giraban en torno a lo cotidiano: el campo, sus faenas y de algún cotilleo de escaso alcance. Cotilleos que apenas llegaban al grado de murmuración, ya que la gente de bien no se afilaba la lengua y calumniar era pecado mortal. Recuerdo que la luz en las casas era amarillenta y temblorosa; las sombras se acentuaban y yo las contemplaba como si estuviera en medio de un teatro de marionetas. El calor de la estufa castañera, la semipenumbra y el cansancio me rendían enseguida al sueño.
También eran frecuentes las trasnochadas en solitario, recuerdo especialmente las de mi abuelo Florencio. Solía sentarse con el respaldo de la silla entre las piernas frente a la radio de baquelita, hacía acopio de galletas Marías y cuando las terminaba se dejaba seducir por el sueño o por los pensamientos al calor de la cocina económica; en pleno duermevela se recuperaba y se iba a dormir. Sumido en aquel placentero aletargamiento, a veces solía interrumpir su tranquilidad el estrapalucio -servidora en edad infantil y título merecido que él me otorgó-; acercándome sigilosamente me atrevía a levantarle la boina por el pirulo y esto lo alteraba de tal manera, que se alzaba de la silla braceando. ¡Cómo me quite la correa, pequeña! Esto me decía y yo me echaba a reír y a dar vueltas alrededor de la silla para marearlo. Cuando me cansaba de dar vueltas, me colgaba como un mono de un aparador y cogía el puchero donde escondía los caramelos Damel para birlarle unos cuantos. Y ya, cuando me ponía insoportable del todo, a mi madre se le soltaba la mano y me daba un manotazo en la boca para aliviarme el tabardillo, aquello era mano de santo. A mi generación nunca la premiaron por buen comportamiento, se daba por supuesto que era un deber y sólo premiaban ser aplicada. Por suerte no existía el huevo Kinder como premio al buen comportamiento; aunque algunos padres de hoy en día para aquietar a su niño le ponen en la manita el trofeo de chocolate. Yo creo que el huevo Kinder hubiese cambiando mi vida. De todo esto que estoy contando han pasado más de cuarenta años y me parece estar hablando de la prehistoria. Y es que hasta los sonidos han cambiado o desaparecido con el paso del tiempo. Yo escuchaba el crepitar del fuego, las ruedas de los carros entre las piedras, entre los charcos; hasta la radio sonaba diferente, se oían las voces como si estuviesen al otro lado del océano. Bueno, todo esto forma parte de mi memoria, de mi recuerdo. Algún filósofo ha definido la felicidad como una forma de la memoria.
La trasnochada de los solitarios era un período de reflexión, de recuerdos y vivencias, de recogimiento en el silencio de la noche. Así quiero que sea mi trasnochada en este blog, un alto en el camino, un repaso a la vida en medio de tanta velocidad, de tanto estrés. Quizá, si no tuviésemos televisión, si no existiera internet, tal vez, nos refugiaríamos en la trasnochada. En estos tiempos supone todo un ejercicio mental quedarse sólo, disminuir la luz de la lámpara halógena, semientornar los ojos y abandonarse al pensamiento. El griterío televisivo, a veces bochornoso, las tertulias políticas de la radio y los pantallazos de internet cargados de noticias que no sabría cómo calificarlas; lejos de aquietarnos nos alteran. Sin embargo, ese momento a solas con uno mismo, ese repaso mental de lo que se ha hecho en el día y de lo que se va a hacer al siguiente, ese recuerdo, esa mirada atrás siempre resulta reparadora, sobretodo cuando se hace con sosiego: el silencio de la noche siempre nos invita a hacerlo.
Espero que “En la trasnochada” no os defraude. Para aquellos que no lo sepan, yo escogí para nacer un bonito pueblo, Villamayor de Gállego; lo reseño porque de ahora en adelante aparecerá más de alguna vez en este blog.

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