Asclepio Lumbar es un viejo farmacéutico que también estudió Medicina. Jamás vendió caramelos, compresas ni potitos: soy farmacéutico y despacho medicamentos, dice. Tampoco vendo condones, ya hay otros gremios que lo hacen. Y habiéndolos, ¿por qué coño he de venderlos yo y, encima, “obligatoriamente”? No tengo pasteles y nadie se queja. Sí, ya sé, ya sé que muchos farmacéuticos venden muchas cosas. Allá ellos mientras la ley lo permita. Que cada cual haga lo que quiera. Pero a mí que me dejen en paz. Siempre lo he dicho: “si es para curarte, salvarte o aliviarte y no te doy lo que precisas, que me ahorquen; en todo lo demás, exijo libertad”.
Bien, ¿y los anticonceptivos? ¿son fármacos? Asclepio Lumbar mira al vacío, suspira, y arremete: veamos, sentencia, porque ahí puede estar la clave: un fármaco es un medicamento y sirve para sanar; sanar es tanto como salvar, curar o aliviar. Todo aquello que no apunte a estos fines no es un fármaco y, por tanto, yo no tengo o no debería tener obligación de despacharlo. Ni aunque lo bendigan con un papelito disfrazado de receta. Porque una receta es sólo la que contiene una indicación medico-farmacéutica, y te lo digo yo que también estudié Medicina. Toda receta que no contenga esa indicación no es una “receta”, será una nota de un médico, un documento, una esquela, todo lo que quieras, pero no una receta. Ya está bien de adulterar las palabras cuando estas son claras. Porque con los médicos pasa lo mismo: tampoco están obligados a llevar a cabo actuaciones que no vayan encaminadas única y exclusivamente a curar, como por ejemplo una cirugía estética, puramente estética. Y no estoy diciendo que deban prohibirse estas intervenciones (que el adversario siempre acaba pervirtiendo el argumento), no; yo no exijo prohibir nada, ¡nada!, al contrario, es el poder quien –preocupantemente- camina hacia un sistema agobiante y absorbente, que todo lo controla y lo prohíbe. No, yo no aplaudo prohibiciones, yo abogo por la libertad: quien quiera vender chupetes y sonajeros, como quien quiera arrodillarse ante las multinacionales o vestirse de payaso, que lo haga, que haga lo que le venga en gana; y el médico que quiera “recetar” anticonceptivos, que los recete, allá cada cual. Yo exijo libertad para no hacer, si no quiero, cosas ajenas a mi profesión. Los demás, que hagan lo que quieran. Nada más. Y ello aunque pasemos de las inyecciones de los barberos, como en tiempos, a que los AA.TT.SS. corten el pelo.
Entonces, Asclepio, por esa regla de tres, sólo acataríamos la ley que nos interesara. Mira, concluye, todo esto está muy estudiado: ya en el siglo XIX un tal Thoureau, instauró el concepto “desobediencia civil”, del que deriva la objeción de conciencia. Yo no digo que pueda incumplirse la ley a nuestro arbitrio, lo que reivindico es que nadie puede obligarme a hacer algo ajeno a mi estatuto personal o profesional. Y en el estatuto del personal sanitario todo se centra en salvar, curar y aliviar. Todo lo demás es, o debe, ser libre. Repasa si no el juramento hipocrático de hace dos mil quinientos años, actualizado por la Asociación Médica Mundial en la Declaración de Ginebra de septiembre de 1948 (fecha significativa). Insisto: no estoy a favor de prohibiciones: cada farmacéutico, cubiertos los mínimos de su profesión, que haga lo que quiera. Lo que no pueden es obligarnos a prestar servicios ajenos, o incluso contrarios, a nuestra profesión. Esto se llama “libertad” y “objeción de conciencia”. Punto. Y que no me vengan con la cantinela de la sanidad pública: si se quieren ampliar coberturas amplíense y dótense de presupuesto y profesionales adecuados. Pero un sanitario es sólo (y nada más y nada menos que) eso: un sanitario.
Palabra de Asclepio. Boticario.
Bien, ¿y los anticonceptivos? ¿son fármacos? Asclepio Lumbar mira al vacío, suspira, y arremete: veamos, sentencia, porque ahí puede estar la clave: un fármaco es un medicamento y sirve para sanar; sanar es tanto como salvar, curar o aliviar. Todo aquello que no apunte a estos fines no es un fármaco y, por tanto, yo no tengo o no debería tener obligación de despacharlo. Ni aunque lo bendigan con un papelito disfrazado de receta. Porque una receta es sólo la que contiene una indicación medico-farmacéutica, y te lo digo yo que también estudié Medicina. Toda receta que no contenga esa indicación no es una “receta”, será una nota de un médico, un documento, una esquela, todo lo que quieras, pero no una receta. Ya está bien de adulterar las palabras cuando estas son claras. Porque con los médicos pasa lo mismo: tampoco están obligados a llevar a cabo actuaciones que no vayan encaminadas única y exclusivamente a curar, como por ejemplo una cirugía estética, puramente estética. Y no estoy diciendo que deban prohibirse estas intervenciones (que el adversario siempre acaba pervirtiendo el argumento), no; yo no exijo prohibir nada, ¡nada!, al contrario, es el poder quien –preocupantemente- camina hacia un sistema agobiante y absorbente, que todo lo controla y lo prohíbe. No, yo no aplaudo prohibiciones, yo abogo por la libertad: quien quiera vender chupetes y sonajeros, como quien quiera arrodillarse ante las multinacionales o vestirse de payaso, que lo haga, que haga lo que le venga en gana; y el médico que quiera “recetar” anticonceptivos, que los recete, allá cada cual. Yo exijo libertad para no hacer, si no quiero, cosas ajenas a mi profesión. Los demás, que hagan lo que quieran. Nada más. Y ello aunque pasemos de las inyecciones de los barberos, como en tiempos, a que los AA.TT.SS. corten el pelo.
Entonces, Asclepio, por esa regla de tres, sólo acataríamos la ley que nos interesara. Mira, concluye, todo esto está muy estudiado: ya en el siglo XIX un tal Thoureau, instauró el concepto “desobediencia civil”, del que deriva la objeción de conciencia. Yo no digo que pueda incumplirse la ley a nuestro arbitrio, lo que reivindico es que nadie puede obligarme a hacer algo ajeno a mi estatuto personal o profesional. Y en el estatuto del personal sanitario todo se centra en salvar, curar y aliviar. Todo lo demás es, o debe, ser libre. Repasa si no el juramento hipocrático de hace dos mil quinientos años, actualizado por la Asociación Médica Mundial en la Declaración de Ginebra de septiembre de 1948 (fecha significativa). Insisto: no estoy a favor de prohibiciones: cada farmacéutico, cubiertos los mínimos de su profesión, que haga lo que quiera. Lo que no pueden es obligarnos a prestar servicios ajenos, o incluso contrarios, a nuestra profesión. Esto se llama “libertad” y “objeción de conciencia”. Punto. Y que no me vengan con la cantinela de la sanidad pública: si se quieren ampliar coberturas amplíense y dótense de presupuesto y profesionales adecuados. Pero un sanitario es sólo (y nada más y nada menos que) eso: un sanitario.
Palabra de Asclepio. Boticario.
(El Comarcal del Jiloca, 08/01/10)
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