El cielo tiene color esta madrugada. No es precisamente negro el aspecto que ofrece el fondo de la
calle, entre las casas, ni destacan puntos brillantes como si fueran estrellas. Lo que hay es una mancha
marrón y naranja, trazada de golpe por una pincelada única, y parece, eso sí, que tras los últimos
rasgos de las líneas está la luz, aunque muy lejana, tenue y como rebotada sobre una superficie helada
de un color amarillo intenso.
Andrés Hurtado Caparrós, de treinta y cinco años, trata de ir más rápido de lo que sus pies le permiten,
camina tambaleándose y lleva la mano derecha sujetando su brazo izquierdo. Cada tres o cuatro
pasos, se vuelve y mira hacia atrás.
Son cerca de las seis y apenas hay gente en la calle. Andrés Hurtado, que había sido fresador en un
pequeño taller de las afueras de la ciudad, ha conseguido escapar de la explosión con un brazo partido
y una profunda herida en el muslo derecho. En la retina de sus ojos están aún las llamas de los
vehículos ardiendo en mitad de la plaza, y los gritos que vinieron de las ventanas resuenan en sus
oídos junto al silbido de las balas de aquella mañana maldita, todavía tan presente.
Al doblar una esquina, gira la cabeza y comprueba que no lo siguen. Vuelve a mirar al frente arrastrando
la pierna y ve que una agente de la policía, morena y de unos treinta años, viene hacia él con
su arma en la mano. Se asusta, pero le bastan unos segundos para entender que la mujer no ha reparado
en él, sino que corre para hacer su trabajo. Trata como puede de recomponer su imagen y de paralizar
el temblor de sus piernas. “Apártese”, grita la joven. YAndrés Hurtado se apoya en la pared fingiendo
sobresalto y ocultando con él la expresión del dolor en su rostro. La policía continua hacia la
calle por la que ha venido él y desaparece. Andrés se queda todavía un instante recostado en la pared.
Pero cuando intenta proseguir su marcha le parece que ella retrocede hacia la esquina en su busca. Y
no tiene tiempo de asegurar sus pensamientos porque, en efecto, esa mujer está allí, encañonándole
por la espalda. “Alto”, oye que le grita.
Andrés Hurtado agarra entonces la culata de su pistola con la mano derecha, la saca del pantalón,
donde la esconde cubierta por la chaqueta, y se vuelve hacia ella.
Rosario Narváez Ruiz, que ingresó en el cuerpo de la policía tres meses antes, está a punto de disparar
al que hubiera sido su marido. Tiembla antes de apretar el gatillo. Pero recuerda que en su aprendizaje
le hablaron de la fatalidad de la duda y cierra los ojos y vacía el cargador. Todos los disparos
resultan fallidos menos el último, que consigue atravesar el pecho de Andrés por su lado izquierdo, y
Rosario abre los ojos al escuchar su quejido. Lo que ve, sin embargo, es que Andrés se ha adelantado
unos pasos con una mano en la herida y con su pierna inútil, y que lo tiene a dos metros con la pistola
en alto.
Ahora es él, Andrés Hurtado, obrero cualificado del metal en paro, el que tiene la ocasión de matar a
la que hubiera sido su compañera para toda su vida. La mira durante un instante a los ojos y le dispara
luego cerca del corazón. Rosario suelta el arma y se lleva la mano a la herida. Siente un fuerte
ardor y mana sangre roja y cálida a borbotones entre sus dedos. Cae hacia atrás, la mirada diluida en
lágrimas.
El cielo tiene color aún, pero el relámpago de ese momento no se refleja en los charcos recientes del
asfalto. Andrés se acerca a ella apuntándole con su arma. La mira, y allí de pie, incrédulo aún, le dice:
“Puedo quererte tanto”. Después le dispara por segunda vez en el pecho y por última en la frente, entre
los ojos.
(Extracto del relato "Estamos en paz" - http://www.xiloca.com/data/Bases%20datos/Literatura/3981.pdf)
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