EDWARD Gibbon en su monumental “Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano”, que sorprende por la modernidad e independencia de pensamiento a pesar de haberse iniciado su publicación en 1776, asegura que la decadencia de Roma fue el efecto natural e inevitable de su grandeza. “En su prosperidad maduró el principio de la decadencia; las causas de la destrucción se multiplicaron con la amplitud de la conquista”. Concluye diciendo que en lugar de preguntar por qué cayó el Imperio Romano, deberíamos sorprendernos de que durara tanto.
Lo mismo podríamos preguntarnos hoy, que las manifestaciones de nuestra cierta decadencia son tan evidentes, sobre el éxito de los pueblos europeos en la Edad Moderna: ¿Cómo ha podido durar tanto tiempo nuestra prosperidad y nuestro dominio del mundo? Nuestro declive guarda, por cierto, muchas concomitancias con el
ocaso de Roma. Nuestros ejércitos son de mercenarios, nuestras mujeres se niegan a ser madres, hemos abandonado la ética por la estética y un cocinero, hoy, es más famoso y gana más que un reputado científico y, qué decir de los aurigas modernos, los futbolistas. De los Estados Unidos de América nada hay que analizar, pues han pasado del ascenso a la decadencia sin haber pasado por la etapa de la cultura, como aseguró Oscar Wilde.
Por cierto que para Gibbon la introducción del cristianismo en la sociedad romana contribuyó a su declive, la prédica de doctrinas que prestigiaban la paciencia y la pusilanimidad, las discordias teológicas, que desgarraron en facciones a la sociedad y, en definitiva, la tiranía que la religión supuso para el pueblo, lograron una sociedad decadente, desprovista de las virtudes viriles que este autor atribuye a la Roma imperial.
En el siglo XIX, Europa se mostró tan arrogante frente a otros pueblos, asiáticos, africanos…, a los que despreció sin tratar de conocer, mucho menos comprender, que la venganza a tanta prepotencia ha de ser duradera y profunda.
Antonio Envid Miñana
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