sábado, 10 de octubre de 2009

XXII.-EL CIRCO ATLAS (por Antonio Envid)


Nunca un regalo será tan apreciado como el de las entradas que puntualmente nos llegaban en las fiestas patronales para visitar el Circo Atlas. Pepe y Manolo, los propietarios del circo, eran amigos de uno de los parroquianos de la taberna y cuando decaía la asistencia regalaban entradas para llenar la carpa, que eran recibidas por nosotros con alborozo.
A mí, con franqueza, el espectáculo no me entusiasmaba demasiado, prefería el cine. Aquellos leones con aire aburrido, que subían a un tambor, saltaban un aro de fuego y, de vez en cuando, como por compromiso, daban un manotazo al aire con un semirrugido, me parecían patéticos. Nada que ver con los que salían en Las minas del Rey Salomón, por poner un ejemplo. Tampoco los equilibristas, que de pronto daban un ensayado traspiés, ni los trapecistas volando entre cuerdas, me decían mucho, salvo la visión de las desnudas piernas de las chicas, que me producían una excitación no muy definida, y que me proporcionaban alguna información sobre la anatomía femenina, bastante misteriosa para mí.
Esperaba impaciente, sin embargo, la aparición de los Hermanos Tonetti, Manolo y Pepe, los propietarios del circo, que además eran el número fuerte del espectáculo. Pepe era el augusto. Su sola irrupción en la pista, ruidosa, con grandes carcajadas contagiosas, caminando a zancadas con sus enormes zapatones, su redonda nariz roja, su inverosímil atuendo, chaquetón de retazos de gayo colorido…., era un huracán de alegría y despropósito que agitaba nuestra monótona vida. Cualquier trasgresión, con él, era concebible. Manolo, en cambio, el clown, pausado, paciente ante los disparates de su hermano, con su cara pintada de lustral blanco y su brillante traje, rememoraba un lunar y alejado personaje.
Pepe increpaba al público. -¿Dónde están los del barrio del Rabal?- Siempre había alguno, claro. –¡María! Cada año más guapa ¿Cómo se ve que tu novio…? ¿Qué estás soltera y sin compromiso? ¡!Por que quieres…! ¡A ver, los del Gancho…- Y así continuaba un rato, con unos y con otros, soltando sandeces y sobreentendidos, que eran aplaudidas por un público fiel y entregado, fácilmente convencidos de que realmente eran reconocidos por el magnifico actor. Manolo le seguía, despacio, ingrávido, haciendo gestos de desesperación y asombro ante las manifestaciones de su hermano.
Pepe hacía un número graciosísimo: el de la pescatera, lejanamente inspirado en las vendedoras callejeras de pescado de su tierra (era santanderino). Se tocaba al efecto con una inverosímil peluca, sobre la que colocaba una esportilla de las utilizadas para llevar el pescado, vistiendo unas extravagantes sayas. El personaje le daba ocasión para meterse con todo el público, con el regocijo general. Al final, indefectiblemente, terminaba arremangándose las sayas para, con exagerados gestos, simular rascarse el ano.
Cual sería mi asombro cuando, de atardecida, aparecieron ambos hermanos por la taberna. Pepe aprovechaba sus ratos libres para familiarizarse con la población que visitaba, de modo que, después, ese trato con la gente del lugar y el conocimiento físico de sus calles, le permitía la familiaridad con que, en su espectáculo, trataba al público, como si fueran sus paisanos. Vestidos ambos hermanos con trajes de calle de esmerado corte, apenas si me fueron reconocibles. Pepe seguía siendo vivaz y simpático, pero totalmente correcto en su trato. Manolo le seguía, poco hablador y atento con todo el mundo. Entre los parroquianos tenían algunos conocidos y con ello, al poco, comenzaron a conversar con todos los concurrentes con familiaridad. Yo los miraba embobado, no me podía creer que mis idolatrados Hermanos Tonetti tuvieran una existencia al margen de la pista del circo y que hablaran y bebieran vasos de vino como cualquiera de mis convecinos.
La conversación, al principio festiva y banal, fue tomando aires de cierta seriedad y Pepe se lamentaba de las dificultades económicas que suponía explotar un circo. Alguien sugirió que había notado una curiosa coincidencia: cuando llegaba el circo a la ciudad se veían menos gatos. –A los leones les encantan los gatos- espetó Manolo y de nuevo la conversación continuó por los cauces festivos que nunca debería de haber abandonado. A pesar de los muchos años transcurridos todavía recuerdo la pícara cara que puso Pepe cuando, ante las manifestaciones de uno de lo divertido que debía de ser el trabajo de payaso, contestó: -Si, pero me han salido almorranas de tanto rascarme el culo al hacer “la pescatera”-
Pepe pone cara de pillo y saca una bola roja del bolsillo, con una goma, y se la encasqueta en la nariz.
- Manolo, te has echado una mancha.
- ¿Dónde?
- Aquí, en la corbata, que te regaló la madre.
Pepe actúa como en el circo, con voz de cómico, con gestos rápidos. Manolo adopta una actitud rígida, con movimientos lentos, como si se moviera dentro de un estanque lleno de agua, mira su corbata con una expresión de asombro exagerada.
- ¡Oh! Que desgracia.
- ¡Que desgracia!
Ambos al unísono: -¡Que desgracia!, ¡Que desgracia!- y se ponen a llorar: haciendo pucheros Manolo, con berridos, cada vez más potentes, Pepe. Caminan llorando en círculo, uno en pos del otro.
-No te preocupes, tengo un quitamanchas- dice parando en seco Pepe. .-¿Tienes un quitamanchas? ¿De verdad? ¡Me has salvado!
Pepe saca del bolsillo una tijera y con un movimiento rápido le corta la mitad de la corbata.
-Ya te he quitado la mancha-
Manolo hace gestos de desesperación y comienza a perseguir a su extravagante hermano, ambos, en su persecución, trazan circunferencias alrededor de un centro imaginario Yo me parto de la risa.
Como en un kynematoscopio ésta escena se repite en mi mente con frecuencia. Comienza, se desarrolla, termina y vuelve a comenzar de nuevo en un bucle sin fin, dando vueltas uno en pos de otro, como en las escenas que podían contemplarse en aquellos viejos cachivaches anteriores al nacimiento del cine, cuando el mundo era mucho más joven que ahora y la gente se entusiasmaba con la mera ilusión del movimiento.
Muchos años más tarde me enteré de que Manolo, agobiado por los problemas económicos causados por su circo, cayó en una depresión y terminó suicidándose, todavía joven. Me consuela pensar que en realidad emprendió un largo viaje a uno de los cuernos de la Luna, donde, vestido con su brillante traje de seda azul, con expresión serena en su blanco rostro lustral, instalado en la intemporalidad, contempla benévolo el circo de aquí abajo.

(Capt. XXII de "El tenue aroma de la acacia", Antonio Envid Miñana)

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