Villamayor de Gállego, 3 de febrero de 2010
En la trasnochada, poniendo en orden las fotos de la matacía de un tocino que se llevó a cabo en la Peña Gastronómica El Cerdo, me viene a la memoria la primera matacía a la que asistí siendo prácticamente una niña. Acontecimiento este que no se olvida y que me apetece rememorar a estas horas previas al sueño, horas que avivan el recuerdo. Y lo voy a contar como debo contarlo, al estilo de Villamayor de Gállego, mi pueblo.
Para los niños pertenecientes a la generación de los Planes de Desarrollo, la matanza del cerdo suponía todo un acontecimiento, era por así decirlo el acontecimiento por excelencia del frío invierno.
Días antes, la casa empezaba a oler a ajos, hinojo, pimentón, anisetes, avellanas, piñones y demás especias. Los instrumentos y útiles salían de sus polvorientos y entelarañados aposentos para ser fregados y refregados una y otra vez hasta sacarles el lustre, ese lustre primigenio que sólo el esparto natural sabe sacar: pucheros, terrizos, trébedes, caldera, espumadera, capoladora, envasadora de morcilla… Apilados por cocinas, cubiertos y graneros, esperaban su turno en el gran día de invierno. A mí, todos aquellos preparativos me ponían en un estado más nervioso del habitual, eso de matar al tocino suponía jaleo, entrar y salir a los corrales, estar en medio del zancocho; vamos, que me encantaba estorbar para ver y comprobar, para saciar mi curiosidad infantil. Pero claro, yo nunca había visto matar al tocino. Mis padres se negaban a que lo viera, porque consideraban que no tenía edad para presenciar la matacía.
Pero llegó el día en que mi padre decretó que ya podía asistir a la matanza del cerdo. Lo voy a contar, tal y como lo siento. A las cinco de la mañana, de noche oscuro, llegaron los matarifes armados con los ganchos y cuchillos, se dirigieron a la zolleta, y con alevosía y nocturnidad, engancharon al cerdo de las orejas y lo agarraron del rabo. Los gruñidos del animal eran estremecedores en el silencio y la oscuridad de la madrugada. Yo no perdía ripio de todo lo que estaba presenciando. Los matarifes con fuerza y destreza redujeron al animal hasta tumbarlo en la bacía, completamente estirado y en medio de convulsiones, uno de los matarifes clavó el gran cuchillo en la garganta del cerdo: la sangre comenzó a manar a chorro. Mientras, la mondonguera arrodillada sobre un gran terrizo, remangada hasta los codos recogía la sangre del animal dándole vueltas con brío y sin parar para que no se echara a perder. Yo, viendo aquella carnicería, me había quedado petrificada. Terminada la recogida de la sangre, le tendieron a la mujer un paño blanco e inmaculado para que se limpiara el brazo sanguinolento. Aquel brazo teñido de sangre, el tajo en la garganta del tocino y la agonía del animal hicieron que no volviera a presenciar una matanza. Al terminar la faena mi padre me dijo secamente: bueno, ya lo has visto. Aquel año no comí ni bolas ni morcillas.
Y rememorando esta matanza tradicional me viene otra al recuerdo, sólo que más cálida, más mediterránea. La matanza que nos contó Elio, el guía que nos acompañó en el viaje a las Islas Égadas. Desembarcamos en Favignana, la isla por excelencia del atún; el día era claro y la mar, de un azul intensísimo, estaba en calma. En el mismo puerto, antes de seguir adelante, Elio se puso muy serio, reunió el grupo en torno a él y comenzó su relato. Me gustaría contarlo como lo hizo él, con ese sentimiento ancestral que tienen los sicilianos a la hora de contar sus tradiciones; pero no es lo mismo relatarlo en español que escucharlo en italiano.
La palabra “mattanza” sólo la utilizan los italianos cuando se refieren a la “tonnara”, la matanza del atún. La pesca del atún en Sicilia es un rito sacro y presenciarlo debe ser tan bello como impresionante. En alta mar, diferentes tipos de embarcaciones preparan una trampa, una especie de laberinto hecho con finas mallas por el que entran los atunes hasta llegar a la sala de la muerte, un gran cuadrado forrado con redes donde arponean al atún. El Rais (el jefe) -palabra árabe con la que designan al que gobierna la pesca- en el momento que él estima oportuno, se quita la barretina y con un solo gesto ordena silencio; los pescadores cesan los cánticos y se miran entre ellos: el silencio debe ser sepulcral. En ese instante casi épico y silente, en medio del mar y en la sala de la muerte, se aproximan todas las embarcaciones al palo de San Pedro (una cruz) que porta El Rais, éste entona una oración dejando todo en manos de Dios y la Naturaleza. Sigue el silencio más absoluto en espera de que El Rais dé la señal, un silbido y un gesto: comienza la matanza de los atunes. Intento imaginarme ese momento silente, esa oración plañidera, la seriedad de la batalla entre los atunes saltando y retorciéndose mientras los atuneros clavan el arpón una y otra vez; en cuestión de minutos ese mar plateado de espuma y escamas hierve en sangre. Finalmente, El Rais emite un silbido y hace una señal con el brazo: la “mattanza del tonno” ha terminado. Y este es el breve relato de una “mattanza” secular, semejante a una procesión ritual encabezada por un gran sacerdote hasta oficiar el sacrificio final.
No deja de ser una casualidad que las palabras rais y matarife provengan del árabe y que la palabra matanza signifique lo que viene a ser entendido vulgarmente como una escabechina.
Fotos.- Cerdo abierto en canal en la peña gastronómica “El cerdo” (Villamayor de Gállego) Factorías de atún en Favignana (Sicilia)
Señorita Mayoral, una vez me invitaron a la matanza del cochino y como usted, jamás lo olvidaré. Estaba muy emocionada. Aparece el matarife, un montón de hombres y el cerdo. Lo tumban, lo sujetan y clavan el cuchillo.
ResponderEliminar¡Ahhhhhhhhhh! ¡Todavía lo oigo!¡Dios mío cómo chillan! Dí un brinco, eché a correr hasta una bendita tapia. No recuerdo como subí a ella, pero subí y allí estuve toda la matacía.
¡Increíble como chillan los cerdos cuando los matan. Increíble!
La Conchaparis