Lo que quiere la gente es ganar dinero, aunque a veces lo disimulen diciendo que si el amor o que si tal o que si cual o que si la salud. Pero no siempre. Un ejemplo. Bajo a comprar tabaco. Hace sol, pero mucho viento. Cruzo la avenida hacia el restaurante. La máquina de tabaco estaba estropeada ayer. Supongo que sigue. Sigue. Unos metros más allá hay otro bar. Este bar. Abro y entro. Está la señora, que lleva gafas, como yo. “Un güisqui” -digo, y voy hacia la máquina. “No. Espera. Yo te lo doy. A ver si baja mi marido y la arregla”. Pone hielo en un vaso y lo llena. Le digo: “Joder con el viento”. Todavía no me ha mirado desde que he entrado en su bar. Ha mirado las botellas, ha mirado también la máquina de tabaco y ahora mira hacia la calle y dice: “Sí”. Pero yo sé que desea mirarme y decirme que me quede más y le pida algo imposible. Fuera hay sol, pero como si no. “¿Cuándo bajará tu marido?” -le digo. “Qué” (ahora me mira). “Que lo bueno de las terrazas es que estén al abrigo”. “Sí” -dice, pero sé que me ha oído bien. “Este barrio, lo malo que tiene es el invierno” -dice. “La gente sale menos que en verano en días así”- le digo yo. “La cosas tienen que ser como se espera que sean o se comporten”. “Tengo que llamar por teléfono” -dice. “Muy bien” -digo yo. “Te espero”. Sale. Entra en la cocina. La máquina tragaperras emite una música llamativa dirigida a mí, aunque yo no soy de esos. Vuelve. “Mi marido bajará pronto” -me dice. “Ah” -le digo. Hace sonar el cristal de los vasos al fregarlos para enseñarme sus nervios. No me mira. Se ha quitado las gafas. “Lo digo por la máquina. El sabe arreglarla” -me dice. “Ah” -repito. Me acerco para ponerme frente a ella. Le miro el escote. Tiene los senos prietos, con los poros bien marcados. Se le mueven al compás de los brazos mientras friega. Los miro con descaro. Ella aguanta. Levanta la vista entonces, hacia el vaso, casi vacío ya. Un poco más arriba ahora, hacia mis ojos, y la deja allí. Aquí. Cuatro o cinco segundos, de uno de mis ojos al otro, como yo con los de ella. “Se me está acabando” -le digo moviendo el vaso. “Me voy”. Entonces baja la mirada y sigue fregando. Voy hacia la puerta. “A veces me dan unas ganas desesperadas de irme”- me dice. ”Yo conozco un sitio”- le digo. “Es un lugar donde el silencio habla. Lo bueno que tiene es ir allí y sentarte y ponerte a escuchar las palabras que jamás has dicho o que nunca te dirán”. Me mira. Y yo a ella durante unos segundos. Luego miro hacia el exterior. “A veces se mueve el viento, pero más suave” -le digo. “Hace tiempo he paseado en barca en un lago de por allí. Pero creo que ya no existe”. Me sigue mirando cuando vuelvo yo a mirarla. “No sé. Tal vez sabría encontrarlo”- le digo. Ella deja de mirarme y sigue fregando mientras abro la puerta. “¿Quieres que suba luego?” -me dice. “No recuerdo cuánto cobras” -le digo. “Te saldrá gratis esta vez. Ha sido bonito” -me dice, sin mirarme todavía. Yo sí la miro. Pero no digo nada. Salgo y cruzo la avenida entre el viento pensando en el mapa que tengo entre los libros. Aunque sé que el lago ya no existe y recuerdo que cobra sesenta.
José Antonio Vizárraga
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