Algo nos arrastra. Algo desconocido sin duda, nos arrastra.
Arthur Schopenhauer nos dejó su filosofía en un monumental tratado: “El mundo como voluntad y representación”. Decía allí que la realidad se nos oculta bajo un velo (como el velo de Maya) y nuestros limitados sentidos sólo alcanzan a ver un reflejo, una “representación” de esa realidad. Que si levantáramos el velo veríamos que esa realidad está regida por una única voluntad que todo lo mueve y a todos nos mueve, una única voluntad que preside todos y cada uno de nuestros actos. Y explicaba así el movimiento del universo, desde las salidas y puestas del sol hasta el más mínimo actuar de cualquier ser vivo. Si observamos a abejas u hormigas, las vemos incansables, laboriosas y disciplinadas hacia un fin desconocido que ellas mismas ignoran. Es el instinto de conservación, una de las manifestaciones de esa “voluntad” única y desconocida que todo lo mueve (muchos han visto la influencia de Schopenhauer en las doctrinas freudianas sobre el sexo y el instinto, concretamente en el “ello” que tira de nosotros).
Si observáramos una ciudad a vista de pájaro y constatáramos el reiterado ajetreo del humano pulular, comprobaríamos lo poco que nos diferenciamos de esos insectos. Bien pensado, nacemos para luchar, prepararnos, superarnos, con el fin de… ¿Con qué fin? Con el fin de... ¿morir? Sí, morir. Porque –en lo que alcanzamos a conocer- ahí acaba necesaria, fatalmente, todo lo que vive: en la muerte. A fin de cuentas toda vida se encamina hacia ella. Luchamos y peleamos sabiendo que vamos a morir y lo hacemos para sacar adelante a nuestros hijos que también lucharán para luego morir, amén de pelear para sacar adelante a los suyos para que los suyos, a su vez, hagan lo propio. Y así seguirá el movimiento –absurdo, a lo que alcanzamos- generación tras generación. ¿Por qué?, no lo sabemos. ¿A quién obedecemos?, lo ignoramos. El velo de Maya (nuestra limitación perceptiva o sensorial) nos lo oculta. Pero está claro que formamos parte de algo, de algún ignoto proyecto, que somos él mismo, la misma y única “voluntad”.
Hay momentos (los artísticos, los sublimes) en que un flash levanta el velo y nos descubre desnuda esa “realidad” inmensa y cifrada en un verso o en una pincelada. Son segundos, décimas, milésimas de segundo: el arte, el amor. Pero también la intuimos en otras manifestaciones. Por ejemplo cuando nos duele el mal ajeno. Si vemos maltratar a alguien y sufrimos, comprobamos que la víctima y nosotros formamos parte de algo, de un todo único que ignoramos. Su dolor es el nuestro.
Kant -recordemos- consiguió dar con la mínima regla “moral” objetiva alcanzable desde nuestras limitaciones. Ese humilde "imperativo categórico" que te aconseja obrar de forma que tu conducta sea generalizable; si no lo es, abstente. Único criterio apto para valorar la conducta humana como buena o mala.
Ahora bien, si atendemos, al "ello", a nuestro obrar mecánico e inconsciente sometido a una desconocida voluntad, a una fuerza desconocida, a los naturales principios de supervivencia, al instinto, a la naturaleza… también podríamos tomarlo como una referencia para huir del relativismo moral que mina nuestra actual convivencia. Si obramos de acuerdo a nuestro instinto, protegiéndonos a nosotros y al prójimo, si nos mueve la compasión ante el dolor ajeno, compasión que nos sale de dentro, de un ignorado interior, seguramente encontraremos ahí si no un criterio para distinguir el bien y el mal al menos una referencia para obrar.
Y también desde el punto de vista puramente práctico puede valer: al menos para echarlo en cara a los que, amparados en esa dificultad de dar con criterios éticos, mantienen que todo vale. (Huelga insistir, que hablo siempre, al margen de toda creencia o confesión).
Arthur Schopenhauer nos dejó su filosofía en un monumental tratado: “El mundo como voluntad y representación”. Decía allí que la realidad se nos oculta bajo un velo (como el velo de Maya) y nuestros limitados sentidos sólo alcanzan a ver un reflejo, una “representación” de esa realidad. Que si levantáramos el velo veríamos que esa realidad está regida por una única voluntad que todo lo mueve y a todos nos mueve, una única voluntad que preside todos y cada uno de nuestros actos. Y explicaba así el movimiento del universo, desde las salidas y puestas del sol hasta el más mínimo actuar de cualquier ser vivo. Si observamos a abejas u hormigas, las vemos incansables, laboriosas y disciplinadas hacia un fin desconocido que ellas mismas ignoran. Es el instinto de conservación, una de las manifestaciones de esa “voluntad” única y desconocida que todo lo mueve (muchos han visto la influencia de Schopenhauer en las doctrinas freudianas sobre el sexo y el instinto, concretamente en el “ello” que tira de nosotros).
Si observáramos una ciudad a vista de pájaro y constatáramos el reiterado ajetreo del humano pulular, comprobaríamos lo poco que nos diferenciamos de esos insectos. Bien pensado, nacemos para luchar, prepararnos, superarnos, con el fin de… ¿Con qué fin? Con el fin de... ¿morir? Sí, morir. Porque –en lo que alcanzamos a conocer- ahí acaba necesaria, fatalmente, todo lo que vive: en la muerte. A fin de cuentas toda vida se encamina hacia ella. Luchamos y peleamos sabiendo que vamos a morir y lo hacemos para sacar adelante a nuestros hijos que también lucharán para luego morir, amén de pelear para sacar adelante a los suyos para que los suyos, a su vez, hagan lo propio. Y así seguirá el movimiento –absurdo, a lo que alcanzamos- generación tras generación. ¿Por qué?, no lo sabemos. ¿A quién obedecemos?, lo ignoramos. El velo de Maya (nuestra limitación perceptiva o sensorial) nos lo oculta. Pero está claro que formamos parte de algo, de algún ignoto proyecto, que somos él mismo, la misma y única “voluntad”.
Hay momentos (los artísticos, los sublimes) en que un flash levanta el velo y nos descubre desnuda esa “realidad” inmensa y cifrada en un verso o en una pincelada. Son segundos, décimas, milésimas de segundo: el arte, el amor. Pero también la intuimos en otras manifestaciones. Por ejemplo cuando nos duele el mal ajeno. Si vemos maltratar a alguien y sufrimos, comprobamos que la víctima y nosotros formamos parte de algo, de un todo único que ignoramos. Su dolor es el nuestro.
Kant -recordemos- consiguió dar con la mínima regla “moral” objetiva alcanzable desde nuestras limitaciones. Ese humilde "imperativo categórico" que te aconseja obrar de forma que tu conducta sea generalizable; si no lo es, abstente. Único criterio apto para valorar la conducta humana como buena o mala.
Ahora bien, si atendemos, al "ello", a nuestro obrar mecánico e inconsciente sometido a una desconocida voluntad, a una fuerza desconocida, a los naturales principios de supervivencia, al instinto, a la naturaleza… también podríamos tomarlo como una referencia para huir del relativismo moral que mina nuestra actual convivencia. Si obramos de acuerdo a nuestro instinto, protegiéndonos a nosotros y al prójimo, si nos mueve la compasión ante el dolor ajeno, compasión que nos sale de dentro, de un ignorado interior, seguramente encontraremos ahí si no un criterio para distinguir el bien y el mal al menos una referencia para obrar.
Y también desde el punto de vista puramente práctico puede valer: al menos para echarlo en cara a los que, amparados en esa dificultad de dar con criterios éticos, mantienen que todo vale. (Huelga insistir, que hablo siempre, al margen de toda creencia o confesión).
(El Comarcal del Jiloca, 05/02/10)
.
ResponderEliminarEstimado señor articulista:
según mi escaso criterio y mis más pobres
conocimientos, está usted en las antípodas de una
filosofia que nos perita levantar la cabeza.
Me limitaré a comenzar por su final: pretende
hablar al margen de cualquier creencia, ¿cómo
puede hacerse ello? A lo largo de su artículo
ha proclamado continuamente creencia tras
creencia, a cual de ellas más pesimista, por
cierto. Supongo, por ello, que con creencia
quiere decir religión.
Le agradecería que lo aclare para sus lectores,
si no le importa hacerlo.
Quedo agradecido por su artículo.
Emilio Pasillo
Acertado el matiz. sr. Pasillo. Por mi parte entiendo que tanto un sistema filosófico (y los de Shopenhauer y Kant lo son) no se puede equiparar a una "creencia" y menos aún a una "confesión". El sistema contiene sus propia estructura, su propia argumentación y su propia fundamentación, algo de lo que carecen las meras creencias.
ResponderEliminarBien es cierto que llevadas las cosas a ciertos extremos hasta la religión más fantástica y menos lógica se sustenta en algún fundamento (incluso lógico o racional) y el mejor sistema filosófico contiene fisuras.
De todos modos, don Emilio, su observación me parece muy acertada e interesante, si bien exige otro debate, apasionante por lo demás.
Saludos
¡Juaa!
ResponderEliminarSi es que no pué ser, don Emilio. Por mucho que tratemos de ser ecuánimes al final se nos nota que nos llevaron al Catecismo; que llevamos palmas con caramelos colgando -hoy se llaman chuches- etc.etc.
Y si me apura, de haber escrito yo una crónica similar, usted me levantaría un trauma que me ha perseguido toda la vida: ver como en la misa de bendición de ramos otros niños trincaban caramelos, yo quietecita y además aguantando la mirada de desafío del osado. ¿Por qué demonios no tuve arrestos para arrancar un caramelo antes de tiempo? (Sabido es que los caramelos solo podía comerse después de salir de la bendición de ramos)
Moriré con esta carga ya irremediable.
Besitos
Voy a ser tajante, que es lo que me sale cuando las cosas se complican hasta extremos innecesarios y un espectador no avisado -como es mi caso, que no sigo los mensajes más que a saltos casuales- deja de entender de qué se habla.
ResponderEliminarCreo -por ser suave- que esto es una pérdida de tiempo, sin más. Y creo que, siendo estricto, lo único que de verdad se puede perder es el tiempo -lo más importante, la más grave de las pérdidas-.
Mi posición es clara. Aténganse.
Gracias a todos.
Verdugo Pikatoste
Don Anónimo, no le falta a usted razón pero es que el suyo es un sentimiento trágico de la vida, sentimiento trágic del que yo ando bastante escasa... por voluntad propia, dicho sea de paso.
ResponderEliminarUna que no se sofocá por ná... Total, me puede caer un ladrillo a la cabeza ahora que voy a salir de casa así que...
.
ResponderEliminarAmable señor articulista: veo que estamos de
acuerdo en llamar creencias a esas cosas. Bien.
En relación con filósofos y filosofía, el asunto es,
según mi humilde criterio, uy peliagudo. Un
filósofo que se precie, tiene que atreverse a pensar
a Dios, independientemente de que sea religioso o
no. Dios es la realidad más difícil, con mucha
diferencia.
No estoy de acuerdo con usted respecto a que
la kantiana sea la única forma de valorar una
conducta como buena o mala. ¿Por qué
precisamente la kantiana, y no la aristotélica
o la platónica, por poner un poner? O la hegeliana,
si le cansan los griegos. O la del amigo
Nietzsche, si no le gustan los idealistas.
Para irnos localizando: soy cristiano antes que
cualquier otra afiliación. Esa es mi creencia y
mi religión. Y a pesar de ello, considero que
mi capacidad de verdad, de realidad, es muy
superior a cualquier otro que se declare
no contaminado por creencias enceguecedoras.
No hablo por usted, naturalmente, aunque de
algún modo usted recoge esa posición cuando
explicita que todo eso al margen de
creencias y confesionalismos.... ¿por qué
al margen? Si creo en Dios... ¿quedo
incapacitado para pensar por todo lo alto?
Mmmmm.
Gracias, no sé si me voy del tema... disculpe mi
vehemencia.
Emilio Pasillo
Don Emilio, no olvide que se trata de dos artículos sobre el mal (I y II). Para empezar no asumo personalmente ninguna postura. Para continuar, sí me posiciono frente al relativismo imperante del "todo vale". Y lo que intento precisamente(distinto es que lo consiga) es demostrar que aun con las filosofías más pesimistas respecto a la búsqueda de soportes morales se acaba por encontrar alguno que bastaría para derrumbar ese relativismo frente al que me situo. Fíjese usted bien en el último párrafo.
ResponderEliminarY para terminar (ver el primero de los artículos: http://servando-mibarricada.blogspot.com/2009/12/el-mal.html) destaco la realidad histórica objetiva de que el mayor progreso de la humanidad, en todos los sentidos, pero en especial en los derechos humanos, se ha registrado en occidente.
Saludos.
.
ResponderEliminarDisculpe, amabilísimo... como la mayoría de mis
contemporáneos, no escucho antes de hablar. Su
planteamiento, su intento, me parece, por lo
menos, hermoso.
Volveremos.
Emilio Pasillo