Los noctámbulos, vampiros de la noche, deambulan de calle a plaza siempre entre bastidores, como corroídos por esa enfermedad que se llama farándula. Hasta que llega la luz del día apoyan sus penas en la barra de algún bar, resobada de sujetar tantos codos a lo largo de la dilatada vida, que acaba con el paso del tiempo.
Una tarde de mayo me encaminé al mal llamado Parque Primo de Rivera. Tenía una novia quinceañera de las que a mitad de los setenta debía regresar a eso de las diez, como buena hija, a su casa patriarcal. El sol entremezclaba sus rayos por la basta vegetación que cubría el fangoso parque a orillas del Rio Huerva. Sin saber cómo, sentí de repente una satisfacción inmensa: el mundo lo reduje a esa niña que se encaminaba rápidamente hacia una mujer. Siempre he sido una persona con arraigos pueblerinos que me hacen titubear e incluso ser inconsciente en ocasiones, pero quizá por el calor sofocante de aquella reiniciada primavera, me hacia sentir otra persona.
Los pasillos salpicados de efímeras flores y aquel olor a ámbar daban al traste con mi pobre espíritu e inclusive me estremecía al cruzar la mirada de aquella chica de ojos verdes azulados, un color rarísimo que lo hacía todavía más apasionante. Por momentos, la órbita de mi pensamiento desbordaba mi pasión. Finalmente me atreví a coger la mano, suave, pequeña; al instante, el recinto se convertía en una paraíso en el que el tiempo se había parado. Era como ese cine en blanco y negro de Frank Capra, pero en esta ocasión el protagonismo me incumbía totalmente: por una vez era partícipe de un filme, quizá de mi vida en esa gran ciudad, lejos de las viejas callejas del pequeño pueblo, de esos amores que amasamos en nuestro inconsciente durante las jornadas de trasiego por los montes semidesiertos de la juventud perdida. Prácticamente sucumbía en un nuevo “love story”
Finalmente, y después de transcurrido prácticamente el día, las farolas comenzaban a emitir su luz destellante, el viejo tren de madera daba su última vuelta cargado de niños y mayores tras el pitido de rigor. Tuve la sensación de que ya nada sería igual, una vieja canción de un gramófono acompañaba mi salida, “beguin de beguin”, de Col Porter. Esa noche soñaría con aquel nuevo mundo, los amores olvidados, mientras, acompañaba a esa niña-mujer, callado, pensativo. El resplandor de sus ojos contrastaba con las primeras luces de la noche. Abandonaba el parque por primera vez y a la sazón con aquella mujer. Y esta vez no era nada onírico, tenía forma, era real. El ruidoso rail del tranvía hizo que perdiera para siempre sus últimas palabras. Te quiero.
ARCADIO MUÑOZ
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