viernes, 6 de marzo de 2009

Susan

Ilustración: Edward Hopper

Alejandra sirve a Paxton un café corto, amargo y cargado, cargadísimo. El tercero del día para él. En una esquina de la barra, Susan bebe pero no mira. Susan nunca mira, aunque le interese. Nunca le hizo falta mirar. Sin embargo asiente. A ella se lo van a decir: ‘Los estibadores no volverán, la Fruitgum nunca más se abrirá. Pero qué coño podemos hacer’, se pregunta en voz alta. ‘Qué coño pensáis hacer. Quién coño os habéis creído vosotros que sois. ¿No gritabais go home? Pues ya está, ya se han ido. Los yanquis ya se fueron, como antes se habían ido de Blue Bayou por el mal de las alturas, y por eso hemos llegado a lo que hemos llegado. Antes os quejabais porque estaban, ahora por su ausencia. ¿Quién os entiende, quién puede entenderos? La factoría bajó al fin la persiana, pero en lo que nunca caísteis es que con ella se irían también los nuestros. Go home, sí. La Fruitgum Co., la de Seattle. Y los nuestros qué, ¿eh? Out. Los nuestros out. Todos out. Hay gentes tan llenas de sentido común, que no les queda el más pequeño rincón para el sentido propio.’

Y su mirada se pierde amarga en el horizonte, tras la ventana empavonada del Guacamayo Azul. Aún se ve el mercante.

-Adiós Maxwell, arrivederci, amore mio.
-Y qué podemos hacer, Susan.
-Nada. Ya nada. Que el mar lo proteja, si es que hay mar.
-¿Cómo?
-No, nada, quería decir que Dios lo proteja, pero me ha salido el mar. Dios o el mar, el mar o Dios, qué más da.
-Qué cosas tienes, Susan.
-Adiós, Maxwell, adiós. Anda, ponme otro vaso, Alejandra. Ponme otro, por lo que más quieras.
-Susan…

‘Soy Maxwell’, decía Maxwell. Con el absoluto poderío de un sultán, del penúltimo emperador de China, de Ramsés IV. ‘Soy Maxwell y quiero un tricornio de terciopelo con la insignia azul de San Lázaro. Soy Maxwell y me vacíe inmediatamente su establecimiento que quiero comer solo y con sosiego’. Imponente, caprichoso, firme como un dignatario y más altivo que un abderramán, había nacido para ser absoluto y lo demás qué importa. Su único patrimonio tangible era un minúsculo campo de flores silvestres a las afueras de Palencia; su poder provenía del cosmos y tenía la sustancia, la densidad y la energía de las distantes, desconocidas e infinitas galaxias. Maxwell estaba siempre en otra cosa, en otro lugar, en otro tiempo, pensando en cómo conquistar un imperio o en construir el mayor de los zigurats, así que no podía atender los deseos y derechos de los simples mortales, siempre tan molestos e insignificantes.

Y Susan, frente a su vaso, a su madrugador segundo vaso, se cuenta cosas de su vida, de su historia, de su pasado.

Por dios que Maxwell mi Maxwell no era un estibador lo que pasa es que a veces las circunstancias mandan y entonces ya se sabe porque él y todos siempre lo tuvimos claro ya lo creo que lo tuvimos pues eso que Maxwell era un marino sí un marino de los de antes con un amor en cada puerto hasta que llegó aquí y no porque me conociera a mi que ya digo que yo no era sino la última de su larga lista de amores ni tampoco porque bebiera que claro que bebía como buen marino que era sino por los de la empresa americana la Fruitgum la de Sitel que se nos plantó aquí para redimirnos a todos y los únicos que salieron bien fueron ellos para luego cuando les interesó dejarnos tirados como colillas y claro cuando él apareció por aquí y me vio sola y haciendo la calle dijo que no que bueno era él para abandonarme así y por eso dejó el mar que mira tú que le insistía que se olvidara que bastante problema era una boca para añadir otra pero él que no que se ganaría la vida descargando sí descargando que no era lo suyo y ahí estuvo sí señor con un par de cojones que no se le caía el pendiente ni se le borraba el tatuaje por nada que bueno era mi Maxwell y por una temporada continuaron los mercantes pero poco a poco la isla ya sin la Fruitgum se iba aplatanando y ahora sí ahora seguro que este mercante era ya el último y nunca más volverá ni este ni otros ni mi Maxwell.

-Adiós, Maxwell, adiós. Anda, ponme otro trago.
-Susan...
-Que sí, que me pongas otro. Yo no soy la Reme. Yo nada tengo que ver con la Reme.
-¿La Reme?
-Sí, la Reme. Mi vino, el que yo bebo, se puede cortar con un cuchillo. Anda, ponme otro trago, Alejandra.
-Susan, deja a la Reme, por Dios, que bastante tiene con lo que tiene, la pobre. No te conviene beber más.
- Un sorbo de este vino tiene más fuerza que todos los óleos de esta isla de artistas y pintoras y putas.

A la Reme se le murió una niña y desde entonces dibuja. Susan tiene cierta envidia a la Reme porque la Reme siempre se levanta temprano, pero conjura todos sus males con una moneda en la sinfonola.

(De El guacamayo azul)

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