miércoles, 31 de marzo de 2010

Balconcillos 3

Siete noches más arriba pasa el rojo hacia el púrpura. El oro camina después hacia la hoja y la hoja hacia la casa vacía del otoño. Bien, bueno, tal vez con estas pocas pero intensas imágenes a las que agarrarnos podremos escuchar las propuestas de concha (garcía) sobre la soledad, desplegadas como un silogismo desordenado: la misma soledad no me convierte  en otra persona -dice-; sería cuestión de sentir distintas soledades. Varias soledades. Muchas soledades para ir al supermercado. Que todas las soledades se dispersaran para confundir ésta: tan real, la más real, la real. ¿Nos convence la lógica que utiliza: por el todo hasta la confusión? Mmmm. Aunque, ciertamente, para valorar la propuesta de concha con equidad deberíamos escuchar el criterio de esas solitarias en el momento de aplastar la colilla con la punta del zapato.

Aunque no seas el padre de la jirafilla, puedes subir a estos balcones y asomarte: quizá veas la escena de umberto hablando a (con) la cabra, los dos atados bajo la misma lluvia por el mismo eterno dolor: balando, gimiendo, quejándose, sintiendo a la vez todo otro mal, toda otra vida.

Verás también el gallo que vuela al revés -bocarriba, espalda abajo- cuando el padre de marosa y de nidia las lleva abrazadas, en volandas, sin importarle el qué dirán de los vecinos, las magnolias o la lluvia del sur.

Parece, por otra parte, que conviene detenerse y mirar cómo todo madura -es el consejo de cesare (pavese)-; las mujeres son sabias en madurar, como las calles y la fruta -nos dice-. Y, ¡atento!, la brisa conduce el humo azul del cigarrillo ¡sin romperlo!

Átate los machos si vas a subir al balconcillo desde el que se ven los sucesos, tal como los cuenta antonio (gamoneda): con qué marcha, con qué brío nos muestra el grito amarillo del corazón, los rostros amados, el pastor de sombras, las manos invisibles, la serpiente ciega. Las últimas mentiras se disfrazan (¡de invierno!), alguien anuda las cuerdas del olvido. El perro que sangra se convierte en azul (para siempre). Ay, se acercan las madres que no olvidan: el durmiente va a despertar y te quedarás solo, frío, desnudo hasta los huesos. Acepta el extravío, entrégate a la luz donde la causa invisible comienza. Wow, ya has visto: no es fácil mantenerse encima de este potro salvaje que no tolera que lo montes.

Será otra cosa y vendrá de otra parte. Posiblemente habrá tenido una infancia difícil en la obligatoriedad de la manada, pero no estará mal como individuo: obstinado y encantador. Misterioso como el color de la carne; con su olor a azucena, como el alma. No, no: con su sima, con su dibujo bellísimo.

Entonces, haz como si vinieras de otro arco, de otro día sin mentira: como si fuera tu turno de oro.

Puedes presenciar el encuentro entre patti (smith) y arthur (rimbaud, sí, rimbaud): ella sería viuda, tal vez, en charleville o en cualquier otro lugar, campesina o granjera, arthur estaría merodeando por la granja.

La bomba del pozo -que lanza vidrio verde- la heriría en un ojo: aquí, ahora, llega rimbaud: se apoya en el umbral con aire desdeñoso, manos grandes, mejillas rosadas, endiabladamente sexy, demasiado indiferente.

Ay, su pelo, que arde entre los dedos de patti: espeso fuego de zorro, suave cabello amarillo con inconfundible tono rojo y unos piojos gordos como pulgares de bebé. Arthur, con sus fríos ojos azules que la destrozan. ¿El color del  crepúsculo? Rojo y apestando a zorro, claro.

Marchan a abisinia adén (azur, azul, denso, condensado y avivándose: bolas de cristal de colores que explotan).

Se aman y más, mucho más, en la tienda beréber: las costuras se abren, se rasgan, revientan. Wow, patti y arthur.

¿Pasaremos ahora del amor a la muerte sin cambiarnos de camisa? Mmmm. Mira el cadáver y el desorden lentísimo de su alma; su boca tiene la edad (entrecortada) de dos bocas; su número: pedazos. Todo limpio y quieto,
como si nada pasase: siniestro, cruzado por trenes lentos; las muchachas ciegas recorren el pasillo toda la noche, sus pupilas blancas y lechosas atemorizan.

Ay, ser libre no es lo mismo que ser feliz. Todos somos ayudantes de contabilidad: inscribimos y perdemos; cerramos el balance y el saldo invisible está siempre en contra nuestra. De qué herradura cerebral dimites, de qué azaroso fallo del sistema; de qué canción has escapado; por qué se marchó brownlee; en qué nos hemos convertido. Preguntas, solamente preguntas cuando lo que necesitamos son respuestas.

Fabián nos dice cómo podría ser (también) la muerte: un pasillo oscuro, la puerta cerrada, sin llaves, la basura en la mano, las voces de los vecinos alejándose. Vaya, ¿realmente habrá que llevarse a la muerte la bolsa de la basura? La muerte:
enormes cabezas con ojos de aguanieve, sin ruido ni eco, como si todo lo existente se desvaneciera: abril es el mes más cruel, etc… ¿qué queda? un bolso de viaje, la genuflexión artificial, un espejo de mano, el vestido negro de punto, el
sobretodo de rothko, fotografías. El cementerio es demasiado grande, para qué tanto cementerio.

Atento atento desde el balconcillo para aprender la receta del exacto azul del cielo: habrás de llevar una olla (grande) hasta el fuego del horizonte. Un (buen) trozo de cielo, añades las sobras de rojo de la madrugada y cribas los restos
de oro del mediodía. Un corazón de melocotón quemado para que los colores no se desprendan y ¡voilà!

No sabemos (todavía) dónde está el agua nocturna que lavará nuestros ojos, pero neruda ve y oye caer los lentos goterones solos del agua sexual: golpeando el eje de la simetría, pegando en las costuras del alma, rompiendo cosas abandonadas y empapando lo oscuro con un movimiento agudo. A espesos goterones, a goterones sordos, con ruido rojo de huesos y piernas amarillas como espigas juntándose, y un disparo de besos: en su follaje hay huellas de heridas uvas. El sexo siempre sabe a mar de invierno: el gusto de los fondos espumosos y verdes del océano,
tal vez algas, con naufragios y sirenas en la lengua y sal en los labios.

Ahora tienes que ser discreto, muy discreto, no mires abiertamente y ten piedad: se extiende por todas partes la tierra baldía, desdichado aquel que la lleve dentro. Nietzsche se muere, pobre, en Turín. Salchichas en un cuarto alquilado.

Ay, si pudiéramos sacarlo de la sangre de su sombra, lenta y silenciosamente, sin que se diese cuenta.

Es triste como el arcoiris de aníbal: she’s a rainbow, pero el amarillo es de la (nunca) flor y del estropajo; roja su adolescencia y su sangre, pero gualda su anemia (omnipotente). Naranja el crepúsculo del horizonte (inútil); verde de los trigos (vanos); azul del cielo de paisajes (imposibles). Violeta el (seguro) futuro de sus ojeras.

Pero she’s a rainbow, a pesar de todo ella es un (triste) arcoiris.

Ay, triste también el final de terminar al borde del retrete: la mosca, las recurrentes moscas que vuelan en torno del retrete; el insistente zumbido de la mosca que vuela y vuela en torno del retrete. La mosca final esperando, absurdamente vigilando la tapa del retrete: después de ser ángel de belleza, rey de la palabra, morir algún día como la mosca española -que dura un poco más en el invierno-. Triste destino, triste final inesperado.

Está claro que nos hacen daños de consideración, pero todavía somos capaces de maniobrar (spock al capitán kirk): nos acompaña la certeza de sabernos en los límites, a un paso ya de la filosofía del perfume.

Si tan sólo muriéramos blancamente, viajando desnudos como cleopatra en una esterilizada y vaporosa bata, quizá ligeramente sedados y volátiles: los cementerios se quedarían sin puertas, convertidos en corrales de gallinas felices. Podríamos, tal vez, decir, para explicar la muerte: allí quedó dormido, y yo le regalaba y el ventalle de cedros aire daba. Mmmm. Cesó todo, y dejéme, dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado. Mmmm.

Sube, sube a estos balconcillos y asómate sin miedo para ver de cerca los ángeles de marosa: el ángel blanco como un gallo blanco o una llamarada de blancas azucenas. El de plumaje gris, siniestro, que se parece a pariente o a vecino. Aquellos como mariposas negras a los que les ardía el envés del ala, del cabello. Los diminutos como moscas, violetas, que se dejaban alimentar con tierna miel en pequeños vasos.

Oirás la voz tajante del profeta: quédate en tu cama sangrienta: ha sido inútil la sutura negra: no hay agua en ti.

Y la postura más amable de derek (walcott): trasladar la tumba de su padre adonde pudiera amar a la vez a los dos: el mar y su ausencia.



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