“Dejaré señales amarillas”, dijo. “¿Pero cómo?”, le dije yo. “Sí, hombre” -añadió- “papelitos de esos de las oficinas. Postit”. “Como si fueran migas”, dijo después. Y colgó. Miré el reloj. Las siete. Y la ciudad cubierta por la niebla. “Lo que faltaba”, pensé. “Con la vista que tengo”. Una ducha rápida, bien caliente, tres o cuatro sueños incontrolados entretanto (el cuerpo, el calor, aquel lago), el abrigo luego y a la calle. Las ocho y media. Sin coche ni nada. A pelo. Sin autobús siquiera. Para estirar el tiempo. Algunos escaparates, rostros al otro lado entre luces intermitentes, bolsos y zapatos, sobre todo. “Los pies también son del cuerpo”, solía decir. Más y más rostros mirándonos en la niebla. Un cortado caliente. Las nueve y media. Un poco más. La Gran Vía. Bien. Tal vez quince minutos, veinte si regulo el ritmo. Aún así no me llega. Mejor otro cortado. Prefiero llegar tarde que verla. Prefiero seguir su pista. Prefiero que salga y no esté y tenga que ponerse a dar gritos amarillos en la niebla. Un café más, y el periódico. Las diez y media. Ahora. Voy y llego. No está. No hay nadie. Miro en las paredes y nada tampoco. Pregunto y me dicen que han salido. Están cerrando. Vuelvo a mirar. Nada. Una pegatina vieja, a medio arrancar: “El Zar ha vuelto”. “Algún ruso gracioso”, pienso. ‘Y ahora qué”, pienso otra vez. “¿Una tontería? Puede, pero de poco esfuerzo”. “Algo pequeño. Un detalle, sí. Algo insignificante ¿Y qué? Pero valioso en una noche así” (Cada vez se ve menos). “El esfuerzo de quererse”, me digo. Doy un par de vueltas sobre mí mismo, allí, en la puerta aún, cerca de un árbol. Cerca hay otro. Son acacias. Y cerca, hay una mujer de negro. Abrigo y pantalón. Pelo corto y ojos claros. No da vueltas alrededor de nada. Me mira. La miro. Mira luego más allá de mí. Me vuelvo. Viene un niño silbando. Lleva un gorro de colores y va dejándose el aliento cuando respira. Se detiene en la puerta. Saca algo del bolsillo y lo pega en la pared. No es amarillo. Giro la cabeza justo cuando ella se mueve antes de que el niño se marche. No le dice nada. Se acerca y lee. Lo arranca y se vuelve a mirarme. Yo la miro sin sonreír. Arruga el papel y se acerca hacia mí. Detrás tengo una papelera que no había visto. Lo tira. Tampoco me sonríe. Se va y desaparece. La niebla. Doy otro par de vueltas junto al árbol. “¿Y ahora qué? Salí pronto y tal vez me avisó cuando ya no estaba”. Voy a la cabina y marco mi número con el controlador remoto del contestador. No hay mensajes. Ni viene tampoco ningún crío ni nadie con nada amarillo que pegar en ningún sitio. Lo que sí pasa es que oigo pasos. Suela de cuero. Me paro junto al árbol y a cinco metros de mí sale de la niebla la mujer del abrigo negro. Y además me sonríe. Elena se llama, me dice. Y yo le digo que son las once menos cinco y que todavía hay cines abiertos.
----Hoy he recibido una llamada. Después del cine la llevé a casa. Me dio su número, pero no era ella. La que era ha dicho: “Perdona, pero al final no fui. Perdona”. “No te preocupes”, le he dicho yo. “Yo tampoco”.
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