Hace ahora cuatro años de aquella ignominiosa madrugada en que, por orden del Gobierno y contra el clamor popular, se vació el Archivo de la Guerra Civil en Salamanca para llevarlo a Cataluña. Los salmantinos, indignados, habían protestado airadamente, acordonando incluso la zona con su alcalde a la cabeza. Pero todo fue en vano: una Ley respaldaba el traslado y las leyes –en un estado de Derecho- deben cumplirse.
Lo malo es cuando las leyes no son tales leyes. Y aquella, como muchas otras, no lo era. Hay un principio jurídico (filosófico y hasta científico) a cuyo tenor “las cosas son lo que son, no lo que las partes quieran llamarle”. Una ley, por naturaleza, es una solución excepcional a un problema de interés general. Para todo lo demás: decretos del ejecutivo, que para eso está, para mandar. Todo acto de gobierno debe ajustarse a las normas generales, a la ley. Pero lo que no se debe hacer es gobernar desde el parlamento aprovechando la mayoría que en él se tenga. Insisto: la ley es el último recurso para solucionar un problema de interés general. Podría objetárseme que “quien puede lo más puede lo menos” y que “lo que abunda no daña”. Es decir: por un lado, que si el parlamento puede hacer leyes generales con mayor motivo podrá aprobar leyes que regulen cuestiones concretas; y, por otro, que si un mandato de gobierno se convierte en ley, más legitimado estará dicho mandato. Bien, pues no, no es así. No se trata de una cuestión de jerarquía (ningún poder está por encima del otro) sino de competencias: el parlamento legisla, el ejecutivo manda y el judicial sentencia. Y gracias a este juego de “competencias estancas” todos controlan y son controlados. Esta es la esencia y valor de la división de poderes. De modo que si el gobierno legisla (y eso es lo que hace cuando se provecha de las mayorías en el parlamento) o el parlamento gobierna (y eso es lo que hace cuando regula casos concretos y no excepcionales) o el juez manda o se salta la Ley (y eso es lo que hace algún magistrado por las alturas), pasa lo que nos está pasando: que el Estado de Derecho no existe.
La pregunta práctica, de todos modos, sería: ¿qué necesidad tiene, pues, el Gobierno de mandar por ley en vez de por decreto? Dos muy claras: la primera y principal tomar decisiones feas o políticamente incorrectas como si no las tomara: bajo el disfraz de la legitimidad parlamentaria, ahí es nada: espléndida foto, pero falaz, torticera y peligrosa. La segunda: que el parlamento trabaje y se justifique así mejor el “sueldo” “profesional” de todos los que andan por allí. Miren: si se legislara menos, no haría falta tanto parlamentario “profesional” europeo, estatal o autónomo. Y, encima, seríamos más libres, habría mayor seguridad jurídica y no se espantaría a los desorientados inversionistas extranjeros. Así de claro.
Pero a lo que voy: aquella “Ley” sobre el Archivo de la Guerra Civil, aquella decisión “gubernamental”, venía dada no por el interés general sino por los acuerdos del PSOE con el tripartito. Bochornoso.
Ahora el remate: ¿y nuestros bienes de la franja? Si don Marcelino pintara algo más que pichorras en Pastriz estarían aquí hace mucho, mucho, pero que mucho tiempo. Pero don Marcelino no pinta nada: y encima se ríe, da las gracias y se doblega ante los degenerados del tripartito; nos impone el catalán y crea y “financia”(mos) la Academia de la Lengua Catalana. Amablemente, Barcelona concurre con Jaca en las Olimpiadas de Invierno de 2022. Buen panorama.
A propósito, ¿saben cómo se llama hoy la calle salmantina del archivo expoliado? Pues precisamente así: calle del Expolio. Olé. Al menos hicieron, legítima, legal y democráticamente, cuanto pudieron. Qué envidia, oiga.
(El Comarcal del Jiloca, 19/02/10)
No hay comentarios:
Publicar un comentario