Sobre un fondo neutro emerge el personaje, es un simple mensajero, carece de importancia. La anécdota, también, quizá, sea intrascendente: un mensajero en el momento de entregar una carta. Sin embargo, el cuadro atrae nuestra atención, nos intriga, no sabemos bien por qué. Ahí está la gran maestría de fray Juan Rizi (españolizado su apellido Ricci paterno, pues él nació en El Escorial).
El mensajero viene del pasado ¿de dónde?, él lo sabe, nosotros no. Alguien, en algún lugar, le ha entregado una carta para que la lleve a su destino. No sabemos cuántas leguas ha tenido que cabalgar, cuántos paisajes han fatigado sus ojos, cuántas posadas han acogido su cansancio. Quizá haya cruzado únicamente algunas estancias del palacio. Es el pasado, ya no existe. Aunque lo conociéramos sería una mera ilusión, un simple remedo de lo que ha sido en realidad, cada uno de nosotros lo recordaría de distinto modo, pues cada uno tendría su verdad distinta y poliforme. El pasado está irremediablemente, trágicamente, perdido para siempre.
El mensajero se inclina con una ligera reverencia hacia quien va a recibir la carta. Es el futuro. El destinatario todavía no ha recibido la nota, no sabe si contiene una noticia feliz o desgraciada, es un hecho pasado pero para él todavía es el futuro. Nosotros no sabemos si quien va a tomar el mensaje de la mano del mensajero es un caballero o una dama, si el mensajero se inclina en una reverencia hacia el poderoso o simplemente es un saludo cortés para el amigo que espera impaciente sus noticias. El futuro todavía no existe. El mensajero es el presente, se le ve con un gesto contenido. ¿Conoce de antemano el mensaje? ¿Sabe, quizá, que trae malas noticias y por eso está dubitativo? Tiene que entregar la carta, es su obligación, pero no quisiera ser el portador de ella. Lo más probable es que, simplemente, no conozca nada, como nosotros. Es el instante fugaz del presente, que va desvaneciéndose en el pasado en tanto que el futuro ya lo aniquila, y, sobre todo, aunque creamos conocer este presente, en realidad nada sabemos sobre él, no sabemos qué acontecimientos felices o desgraciados va a desencadenar. Sin embargo, ese presente tan fugaz, inasible, que escapa entre nuestros dedos como la arena de la playa cuando intentamos retenerlo, el pintor, con su sabiduría ha sabido aprisionarlo ya para siempre y mostrárnoslo cada vez que nos acercamos al cuadro.
Ayer se fue; mañana no ha llegado;
Hoy se está yendo sin parar un punto:
Soy un fue, y un será, y un es cansado.
(F. Quevedo)
El pintor tendría unos cuarenta años cuando crea esta pequeña obra maestra y se encontraría en el Monasterio de Silos. No sabemos, yo al menos no, por qué pinta este cuadro tan enigmático, ni quién se lo encargó. Fray Juan Rizi pintó bastante, casi siempre cuadros de asunto religioso, y sobre todo, puede admirarse su San Millán en el Monasterio de San Millán de la Cogolla, cabalgando un unicornio blanco, empuñando una espada flamígera y descalabrando sarracenos. Otro santo enigmático ¿fue suplantado por Santiago Matamoros? Un unicornio blanco. Una espada flamígera. Vestido con hábito benedictino.
El cuadro que comentamos, El mensajero, puede contemplarse en el paraninfo de la Universidad de Zaragoza hasta el 14 de marzo, pertenece a la magnífica colección que posee el Banco de Santander, producto, no sólo de su propio afán coleccionista, sino, en gran medida, de su acción antropófaga, de su gran capacidad para engullir colegas tan sustanciosos como el Banco Hispanoamericano y el Banco Central (creo que el cuadro en cuestión procede de la colección que tenía el Hispanoamericano), resultado de una época en que los bancos eran además humanistas y mecenas de las artes como sus antepasados los Medici o Chigi y antes los Bardi.
Escrito en las postrimerías de
este anus horribilis de 2009 y con
la esperanza puesta en el 2010.
Antonio Envid
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