lunes, 6 de septiembre de 2010

OLÍA A PINTURA RECIENTE (Antonio Envid)

SGS

Olía a pintura reciente y abrió las portezuelas del balcón que recaía en la plazoleta. El sol de la tarde de primavera inundó la habitación. Era la misma plazoleta donde transcurrieron sus juegos infantiles, pero ya nada comulgaba con ella. Estaba descubriendo que aquel barrio, que lo había acompañado siempre a lo largo de su vida, ya no existía. Le invadió un sentimiento de orfandad, como si asistiera al funeral de una persona muy querida El tiempo se había ensañado con él, sus dentelladas habían derribado casas que hoy eran solares acumulando basuras, su guadaña había segado las vidas de los sencillos menestrales y obreros que en su día lo habían llenado de vida. Contempló la plaza; en un banco un hombre todavía joven tiritaba por el síndrome de abstinencia, unos desarrapados con melenas trenzadas a lo rafta sentados en grupo en la acera, bebían de un tetrabric en silencio, acompañados por dos perros. Una raquítica acacia, heroica superviviente, le envío su dulce fragancia, un hálito del pasado le revelaba que no todo había muerto, ese tenue aroma lo religaba a su infancia, cuando en primavera florecían las acacias en esa plaza llena de sol y de juegos, íntima y amiga.

Con hosco corazón los moradores de la casa que antes fue mía me acogieron, pero de mí, quizá, se acordaban las flores, pues me dan el mismo aroma que me dieron. Era suficiente. No todo había sucumbido. No hay nada más potente que lo sutil, ni más duradero que lo aparentemente frágil. Versos escritos hace tres mil años por un lejano poeta chino sobreviven, mientras que sólidos tomos de solemnes y en su día elogiados escritos yacen en el más completo olvido. Donde todo había perecido, una fragancia había resistido a toda una vida de ausencia.

No por presentida la tragedia era menor. No deberíamos volver nunca al lugar conocido. Es insano querer revolcarse en el destructivo placer de la melancolía. No estaba seguro, sin embargo, Antón, de que su vuelta fuera totalmente voluntaria, que no respondiera a una fuerza poderosa que le obligaba a realizar el último acto de la obra, sin el cual no pudiera caer el telón de su vida.

El hombre de la furgoneta le ayudó a colocar los escasos enseres que le acompañaban en este último tranco de su existencia. Tras pagar sus servicios de mudanza lo despidió. Antón quedó solo y dispuesto a pasar su primera noche en el barrio donde había nacido y al que volvía después de una asendereada vida.
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Antonio Envid Miñana
de su novela El tenue aroma de la acacia

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